Hay momentos cruciales de la vida política de una nación en los que los dirigentes se encuentran protagonizando situaciones que no imaginaron; circunstancias que los trascienden, en las que cumplirán un papel que tampoco tenían previsto y cuyas consecuencias escapan a su horizonte inmediato.
Hace treinta años, el 22 de agosto de 1994, se aprobaba en el Paraninfo de la Universidad Nacional del Litoral, en Santa Fe, la reforma constitucional que habilitaba la reelección del presidente y vice y reducía el mandato presidencial de seis a cuatro años. Dos días después en el Palacio Urquiza, Entre Ríos, se juraba la nueva Constitución en acto oficial encabezado por el presidente Carlos Menem y el ex presidente Raúl Alfonsín. Como invitada especial, se encontraba en el palco la ex presidenta Isabel Perón.
Cada uno de los 301 convencionales, entre ellos el propio Alfonsín, junto a Eduardo Menem, Eduardo Duhalde, Néstor y Cristina Kirchner, Elisa Carrió, Chacho Alvarez, Graciela Fernández Meijide, Jesús Rodríguez, Alvaro Alsogaray, Aldo Rico, Eugenio Zaffaroni, Rodolfo Barra, Horacio Rosatti, Juan Carlos Maqueda, Héctor Tizón, Guillermo Estévez Boero y otros referentes de todo el arco partidario e ideológico argentino, -peronistas y radicales, de derecha y de izquierda- había llegado allí tres meses antes con distintas lecturas de lo que estaba sucediendo.
Para algunos, era el camino para reelegir al presidente y garantizar la continuidad del modelo que lideraba Menem. Para otros, se trataba de mitigar el presidencialismo con más parlamentarismo y más controles republicanos. Unos defendían el Pacto de Olivos entre Menem y Alfonsín que permitió esa reforma, otros se oponían a aquel. A lo largo de 90 días, esos convencionales desarrollaron en Santa Fe una atípica experiencia de acuerdo y compromiso por sobre las diferencias, y le dieron plena legitimidad a una reforma que trascendió sus intereses inmediatos.
Hubo, entonces y después, quienes quisieron reformar la Constitución para ponerla al servicio de sus proyectos y ambiciones refundacionales. Como lo recordó en estas páginas el entonces senador Eduardo Menem, que presidió la Convención, hubo en nuestra historia constituciones sancionadas y que no entraron en vigencia (1819, 1826), reformas hechas directamente por dictaduras militares (1972), promovidas por ellas (1957) o efectuadas por un gobierno democrático y anulada por un bando militar (1939). En 1994 resultó diferente.
La deliberación reformista alcanzó el propósito para el que fue convocada. Se resguardaron el espíritu, los principios y la parte dogmática de la antigua Constitución de 1853, actualizada en el ’57 por el art. 14 bis, y se recogieron las enseñanzas de varias décadas de inestabilidad, atropello y ajuridicidad para que ellas nunca más se repitieran. Fue un capítulo fundamental de la transición democrática iniciada diez años antes, y un ejemplo aprendizaje cuyo resultado ofreció distintos análisis: los cambios introducidos en el sistema político no evitaron sus disfuncionalidades y prácticas habituales, las leyes de emergencia, las facultades delegadas y decretos de necesidad y urgencia a granel.
Tuvo consecuencias previstas y otras inesperadas.Y dejó también asignaturas pendientes y capítulos incumplidos. Pero si se la atiende en todos sus alcances y en perspectiva, significó importantes avances en materia de ampliación de derechos y modernización institucional, y permitió también canalizar el surgimiento de nuevas expresiones de la política nacional, sorteando crisis tras crisis, hasta nuestros días.
Como señala el ex presidente uruguayo Julio Sanguinetti en su prólogo al último libro de Natalio Botana La experiencia democrática (Edhasa, 2024), “la Argentina ha pasado de todo, pero las instituciones, aun a trancas y barrancas, han logrado preservarse”. Podría añadirse: a fuerza de caernos y levantarnos, tensar la cuerda y caminar al filo de la navaja, la democracia argentina ha logrado ser algo más que lo que los sucesivos gobiernos hicieron y des-hicieron, lograron y dilapidaron en nuestro nombre.
Y la reforma constitucional del ’94 fue un hito en ese sentido, que sigue mostrando su vigencia, aunque no lo tengamos presente. Que un presidente deba buscar el acuerdo parlamentario para poder llevar adelante su gestión cuando no cuenta con mayoría en el Congreso, por ejemplo. O que se requiera el concurso de la oposición -acuerdo del Senado por mayoría absoluta- para la designación de los jueces de la Corte Suprema.
Tenemos una Constitución lo suficientemente fuerte para trascender a los gobiernos de turno y sus circunstancias. No nos garantiza que gobiernen bien, eso está a la vista, pero sí garantiza a los argentinos que ningún gobernante o mayoría circunstancial pueda colocarse por encima de las leyes de la República aduciendo razones de Estado o prometiendo futuros venturosos. Y que al final de su tarea podamos evaluar cuán cerca o cuán lejos estuvieron de cumplir con la letra y el espíritu de nuestra ley fundamental, resumidas en su Preámbulo. Seguimos teniendo una vara alta y exigente para medir nuestra calidad institucional y demandar a los gobernantes y dirigentes el cumplimiento de la palabra empeñada y los mandatos que la sociedad les otorgó. En buena hora que así sea.
Publicado en Clarín el 24 de agosto de 2024.
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