La democracia está bajo un implacable asedio. En todos los continentes surgen regímenes que, amparados en la legitimidad que dan las urnas, se vuelven autoritarios y populistas, con desdén por las instituciones que garantizan libertades y derechos. Esto no parece preocupar mucho. No hay un clamor pidiendo que vuelvan aquellas formas de gobierno que fueron el orgullo de un modo civilizado de convivencia. A poca gente le importa defender la democracia y muchos, resignados o satisfechos, sostienen que es una etapa superada que ya no da respuestas a los problemas del siglo XXI.
Los que creen en la democracia la dan por sentada. Funciona, votamos cada tantos años. Sabemos que es “buena” y con eso alcanza. Sin embargo, no todos lo ven así.
En la década del 80 del siglo pasado cayeron las dictaduras militares en América Latina y surgió la esperanza de democracias que se fortalecerían en todo el continente y la gente viviría en libertad, armonía y tolerancia. Las expectativas no duraron. Con pocas excepciones, rigen hoy democracias imperfectas, cuando no lisa y llanamente regímenes autoritarios.
A la vez, tras la caída del Muro de Berlín, en noviembre de 1989, y el colapso de la Unión Soviética en diciembre de 1991, los países de Europa oriental quisieron reconstruirse como democracias. Tras décadas de vivir un asfixiante encierro, buscaron la libertad: la de moverse por el mundo, de expresarse, la libertad política y la apertura económica. Sin embargo, lo que pasa hoy en Hungría y Polonia muestra que aquel contagioso entusiasmo decayó. La gente prefiere otra cosa.
Como contraste está la República Checa. La presidencia inspiradora de Václav Havel lideró con audacia y sabiduría, y sin conflictos, la apertura y la división geográfica de su país. Muy cerca, mientras tanto, se desarrollaba un drama opuesto: el desmembramiento de Yugoslavia, con sus nacionalismos recalcitrantes, sus guerras y una atroz “limpieza étnica” contra quienes hasta poco habían sido “compatriotas”.
Lo que a finales del siglo pasado pareció ser un momento de esperanza y optimismo se revirtió. El asedio a las democracias crece en el mundo y no hay entusiasmo en defenderlas.
Su actual crisis está determinada por la forma en que se ha dado su deterioro: lo hace con ropajes democráticos y no con cuartelazos. Antes las democracias morían “en manos de hombres armados”, dicen Steven Levistsky y Daniel Ziblatt en su libro sobre la muerte de las democracias. Así fue en el pasado: de cuatro derrumbes de regímenes democráticos durante la Guerra Fría, dicen los autores, tres eran por golpes de Estado. Hoy no.
Para saber de qué hablamos es preciso definir qué entiendo por una genuina democracia. Definiciones hay muchas, y algunas sirven para justificar despotismos avalados en las urnas. Para aclarar, entonces: entiendo por democracia aquella que es constitucional, representativa, republicana, liberal, secular y plural.
Podrá objetarse que hay democracias sólidas en Europa que, por ser monarquías constitucionales, no son repúblicas. Es verdad, pero se ajustan a los principios de un Estado de Derecho y por lo tanto, a la esencia de una república. El gobierno surge de la voluntad de los ciudadanos expresada en las urnas, y el poder es vigilado y controlado, repartido entre el Ejecutivo, el Legislativo y el Judicial, independientes uno de otro y con igual jerarquía entre sí. Previo a cualquier norma acerca de cómo funciona el gobierno, prevalecen las libertades y derechos individuales. Sobre ellas gira el tramado de una Constitución.
En su libro El futuro de la libertad, el analista Fareed Zakaria confirma que la democracia es “liberal: un “sistema político marcado no solo por elecciones libres y limpias, sino también por el Estado de Derecho, la separación de poderes y la protección de libertades básicas, de palabra, de reunión, de religión y de propiedad”.
También el politólogo italiano Norberto Bobbio conecta lo liberal con la democracia: “El Estado liberal y el Estado democrático son doblemente interdependientes. Si el liberalismo provee aquellas libertades necesarias para el debido ejercicio de la democracia, la democracia garantiza la existencia y la persistencia de las libertades fundamentales”.
Sin adjetivos
En mi búsqueda de una definición precisa encontré Por una democracia sin adjetivos (1986), libro del historiador mexicano Enrique Krauze en el que dice que a la democracia no se le puede poner adjetivos que terminen justificando algo que no es democrático (la “democracia popular” de los países comunistas, por ejemplo). Coincido con Krauze, solo hay una manera de entenderla. Pero como hay quienes se esfuerzan por reducir su contenido, me pareció importante enumerar sus ingredientes. Son esos, no hay otros. Si se inventan otros, no estamos hablando de democracia
Habrá quien califique de conservadora esa definición. Sin embargo los hechos la reconvierten en una de vanguardia, por contraste con los regímenes liberticidas que alientan la discriminación entre buenos y malos y predican un nacionalismo extremo, xenófobo, racista y reaccionario.
“En Europa, partidos antiliberales, de izquierda y derecha, toman vigor. Basta ver en España el surgimiento de grupos populistas ubicados en los extremos del abanico político”
Cuando las reglas son claras, la convivencia es armoniosa. Se respeta y tolera al otro, al que es distinto. Y todos lo somos respecto a quien tenemos enfrente. La democracia bien entendida ofrece espacio para que las diferencias convivan en saludable entendimiento. Eso no pasa en los regímenes populistas, que convierten la crispación, el resentimiento y el odio en una forma aceptada de mandar. (…)
Las primeras dos décadas del siglo XXI no han sido fáciles. Tras el derrumbe de las Torres Gemelas y el surgimiento de un terrorismo fundamentalista sin límites, en nuestra región vino una durísima crisis económica que pegó primero en la Argentina y luego en Uruguay. Hugo Chávez se consolidó como dictador (sucedido tras su muerte por Nicolás Maduro); más tarde, una fuerte crisis financiera golpeó a Estados Unidos y Europa, se fortaleció el narcotráfico, aumentaron las corrientes migratorias y emergieron en todos los continentes gobiernos convalidados por las urnas pero autoritarios. Llegó después la pandemia, que trajo severas restricciones a la libertad. Fueron moderadas en algunos casos, pero rígidas en otros. Y por último, las guerras: el despiadado intento ruso de conquistar Ucrania y anexarlo a su territorio y los violentos ataques terroristas del grupo Hamas contra Israel, con su obvia respuesta.
En Europa, partidos antiliberales, de izquierda y derecha, toman vigor. Basta ver en España el surgimiento de grupos populistas ubicados en los extremos del abanico político. Líderes como Donald Trump y Boris Johnson (en menor medida) no reflejan al tradicional político conservador y muestran desdén por las instituciones. A eso se suma, en democracias más saludables, conductas políticas que no ayudan.
El expresidente uruguayo y líder del Partido Colorado Julio María Sanguinetti se refirió a este cambio de clima cuando lo consulté. “El deterioro de la convivencia suele darse en tiempos de desencanto, de crisis económica, de crispación política, con la consecuencia de que esa debilidad, lejos de ser principio de solución, pasa a ser parte del problema”, señaló.
El impacto de las redes
Han irrumpido, además, las redes sociales. El politólogo argentino Natalio Botana, refiriéndose a la realidad de su país, decía que “esta revolución comunicacional está creando su propio sistema de representación y es más sensible tanto para detectar las malformaciones corruptas que antaño se ocultaban tras la opacidad de la representación política como para recibir el impacto de los manipuladores de las posverdad”.
En todo este proceso, lo que se debilitó fue la democracia bien entendida. Los líderes de los nuevos regímenes fueron votados en elecciones. Pero, una vez en el poder, en forma lenta y eficiente horadaron las instituciones hasta controlar al Estado y al país. Más allá de cómo se hayan proclamado, han mostrado un exacerbado nacionalismo y un uso populista del poder: Vladimir Putin en Rusia, Recep Tayyip Erdogan en Turquía, Victor Orban en Hungría, Jaroslaw Kaczynski en Polonia, Hugo Chavez y Nicolás Maduro en Venezuela, Rafael Correa en Ecuador, Daniel Ortega en Nicaragua. Y aunque autoritarios pero no del todo, y ciertamente populistas, estuvieron los Kirchner en la Argentina y Jair Bolsonaro en Brasil, en tanto Nayib Bukele sigue en El Salvador.
Un pésame apresurado
Alarma que desde visiones académicas presuntamente rigurosas haya un debate para determinar si son viables las democracias liberales o si llegó la hora de superarlas. Para muchos, en una era de incertidumbre, inseguridad y temor (crisis económicas, desastres naturales, pandemia, pandillas, narcotráfico) la democracia ya no tiene respuestas. No estaría en su esencia darlas.
Sin duda, la democracia necesita ajustarse para poder responder a desafíos que antes no había. Debe buscar mejores herramientas. Ante otras crisis anteriores a esta, la democracia respondió y dio mejores y más duraderas soluciones.
Lo de darla por enterrada llama la atención. Anne Applebaum, ganadora del Premio Pulitzer por su formidable trabajo sobre los gulags soviéticos, expresó su alarma en un reciente libro, personal y testimonial, llamado El crepúsculo de la democracia, donde advirtió sobre la seducción que ejerce el autoritarismo. Applebaum tiene una rica carrera académica y periodística, trabajó en Washington y Londres y fue editora de la revista liberal británica Spectator. Otros libros que abordan el tema son, Como mueren las democracias, de Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, profesores en la Universidad de Harvard y El camino a la no libertad, de Timothy Snyder, profesor en la Universidad de Yale.
La democracia es una forma compleja de vivir en libertad y puede parecer débil. En la primera mitad del siglo XX el mundo sufrió la consolidación de regímenes totalitarios como el comunismo, el fascismo y el nazismo. Sus teorías y sus líderes convencieron a millones de seguidores. Creyeron que pondrían fin a las mansas y dóciles democracias. Sin embargo, las democracias prevalecieron. Para eso debieron superar primero una guerra mundial y luego una guerra fría.
No eran perfectas, pero funcionaban. Ignacio de Posadas sostiene que “la democracia siempre ha tenido debilidades y defectos, incluso disfuncionalidades”. Por eso la define como un producto sin terminar: “in the making, dirían los gringos”.
Un siglo después de aquellos regímenes totalitarios resurge algo que no es igual, pero que tiene puntos de contacto con ellos, y que amenaza la democracia y la libertad. Y cuenta, además, con simpatía popular.
Krauze recuerda los millones de muertos que dejaron los totalitarismos del siglo xx y se pregunta si eso no es prueba suficiente para repudiar la concentración de poder en un único líder. “Por lo visto no lo es –se responde–, ni prima la razón ni sirve la experiencia”. Y concluye: “Por eso no es inútil escribir un libro más sobre el tema”.
Algo parecido dice la periodista filipina María Ressa, Premio Nobel de la Paz, sobre su libro Cómo luchar contra un dictador (2023): “Es para cualquiera que podría dar por sentada a la democracia, escrito por alguien que jamás lo haría”.
Y por eso aquí estoy, escribiendo el mío. Nunca es suficiente decir lo que debe decirse cuando se trata del poder y sus límites, de la libertad, la convivencia en armonía, el respeto y la tolerancia.
Publicado en La Nación el 31 de agosto de 2024.