Parecen dominar la escena, pero son inconsistentes, contradictorios y sólo exitosos en un tiempo de zozobra y de pérdida de sentido causado por la desigualdad y la sensación de vivir en un mundo al borde del abismo.
“Los libros de Jacob”, de la polaca Olga Tokarzuck muestran una Europa del siglo XVIII poco frecuentada, olvidada. En esa geografía, la miserabilidad de la vida es lo que más o menos comprendemos de la Edad Media y entendemos el poder de la religión como bálsamo existencial, o la llegada del Mesías como salvador: muchos deseaban lisa y llanamente el fin de mundo.
Ya lejos de ese tiempo, la sensación de “fin del mundo” impera en nuestra realidad cotidiana, donde la razón parece haber incumplido parte de sus promesas. En ese ecosistema ha florecido la nueva derecha internacional con personajes que hasta se proclaman “enviados del cielo” y que proponen trastocar el orden basado en reglas consensuadas por otro basado en la acción individual de los elegidos.
Así surgen personajes como Donald Trump en países centrales o Jair Bolsonaro en los periféricos. Pero Trump piensa en un país aislado, exento de responsabilidades y compromisos institucionales, aunque con lazos entre líderes mundiales, sean de la calaña que sean. Y esa tradición abreva en la historia reciente de su país. Veamos.
Hasta el ataque japonés a Pearl Harbor, a fines de 1941, el nazismo contaba en los EE.UU. con un amplio apoyo, no sólo de la agrupación German American Bund – que estaba integrada por la fuerte inmigración alemana en el Medio Oeste – sino de una difusa red de elementos antisemitas, racistas y conservadores que se aglutinó en el America First Committe; si, el mismo lema que el blondo empresario usa desde 2016.
La German American Bund tuvo su auge en 1939, con un mitin en el Madison Square Garden de Nueva York al que asistieron unas 22.000 personas. Algo similar a lo que ocurrió aquí en la Argentina, para la misma época, en el Luna Park de Buenos Aires.
Admirador del Tercer Reich, el célebre aviador Charles Lindbergh fue la cara más conocida del America First Committee, el principal lobby anti-intervencionista y anti Roosevelt al que acusaban de judío y comunista. La agrupación llegó a tener 800.000 miembros y 450 sedes por todo el país, rápidamente, con el apoyo de predicadores como Charles Coughlin, un sacerdote católico canadiense que fue de los primeros en utilizar la radio para anatemizar al comunismo y al socialismo. Y una de sus principales figuras fue el aviador más querido por los estadounidenses: Charles Lindbergh quien consideraba que EE.UU. debía permanecer neutral para que Alemania luchara contra las “hordas asiáticas”. En 1941, apenas tres meses antes de la declaración de guerra a Japón, llegó a declarar, en un mitin en Iowa, que “el pueblo judío” tenía demasiada influencia en los medios y la administración Roosevelt, y que eran “agitadores de guerra”.
Pero, “a la hora de los bifes”, es decir, la entrada en la guerra de los EE.UU., estos grupos filo nazis fueron perseguidos por las autoridades y el movimiento aislacionista se disolvió de la noche a la mañana. Los medios comenzaron a tachar a Lindbergh de antisemita e incluso de antiamericano, y su popularidad cayó en picada…
Hoy asistimos a al reverdecimiento de esa derecha que “en el vacío” se anima expresar ideas anacrónicas, probadamente inútiles y respaldadas por una ciudadanía en estado de desesperación. Con una diferencia: tienen el apoyo de los grandes fondos financieros mundiales.
Vuelve a verse a políticos admirando a empresarios o “influencers” o estableciendo relaciones directas con ellos como si fueran estrellas de rock. Algo así como la relación entre Henry Ford y Adolfo Hitler que le valiera al empresario una condecoración oficial del tercer Reich.
La admiración entre líderes que transforman el mundo más allá de toda consideración moral o política es la que rompe con un sentido comunitario y ve en el individuo el motor de la sociedad. Por esta razón, saltan a la fama los Elon Musk, Sam Altman o a los Mark Zuckerberg en relación a la IA o a las redes sociales, o los políticos como Trump o Jair Bolsonaro que tensan las instituciones hasta amenazar su existencia misma.
Son empresarios y políticos que primero hacen y luego – si cuadra – piden disculpas. Zuckerberg se ha disculpado por los errores de Facebook casi desde que existe su empresa y tiene un largo historial de perdones dispensados, desde el escándalo de Cambridge Analytica, hasta las últimas referidas a los niños perjudicados por las aplicaciones de redes sociales de Meta. Y, sin embargo, cada vez la empresa siguió adelante con sus políticas y planes y vio aumentar el total de usuarios, las cifras de participación y las ganancias.
De manera similar, a pesar de los recientes momentos difíciles, OpenAI de Altman ha podido superar las controversias y al mismo tiempo revelar rápidamente nuevas y deslumbrantes demostraciones y capacidades de la IA que se encamina con Chat GPT5 a seguir empujando las fronteras de tan controvertida herramienta.
Los empresarios, adoptan la estrategia de “pedir perdón, no permiso” y “moverse rápido y romper cosas” porque, en su mundo, la imprudencia es redituable.
Claro que para los políticos “pedir disculpas” no es nunca una opción. Para los adalides de la derecha “romper todo” está justificado porque ya no funciona, o está asociado a ideas fracasadas. Pero hay fuertes contradicciones: Volodomir Zelenski acaba de solicitar que Palestina sea considerada Estado, a contramano de lo que quiere Benjamín Netanyaju; Trump es el paladín de los aranceles, mientras que Javier Milei aboga por el anarco capitalismo.
Todos vociferan, agreden, trasgreden, son profundamente antidemocráticos, pero a la hora de afrontar las verdaderas dificultades, sus singularidades van a disolver ese frente e incluso terminar con los movimientos de desesperados que han fundado.