La palabra tolerancia ha sido desprestigiada lenta pero sostenidamente, al punto de ser denunciada como más grave que la intolerancia. De un modo parecido a cierta actitud de menosprecio hacia las debilidades de la democracia, incluida su compañera la libertad, por su ausencia de eficacia inmediata y definitiva. Creo que tales visiones provienen de análisis críticos sofisticados -pretendidamente profundos-, pero en realidad retorcidos y elaborados desde la arrogancia propia de ideologizaciones fanáticas.
El significado básico de tolerancia es simplemente el de respeto por los pensamientos y las acciones de los otros, cuando resultan opuestos o distintos a los propios. El deterioro de su valor viene –mayoritariamente y a mi juicio- de quienes están casados con posturas a las que creen las únicas verdaderas, petrificadas, inmodificables con el diálogo, el cambio de circunstancias o el transcurso del tiempo.
Para devaluar a la tolerancia, la rastrean desde sus orígenes vinculados a discriminaciones religiosas y del poder mismo, sobre todo al poder de autorizar graciosamente a unos lo que a otros se prohibía, considerando que ”tolerar” es fruto de una semilla de dominación que -solapadamente- menosprecia lo diferente, religioso o terrenal. Un buen resumen de ese periplo lo hace Rainer Forst, quien en su obra: “Justificación y crítica – Perspectivas de una teoría crítica de la política”, Ed. Capital Intelectual-Katz, 2015, ve a la sociedad como un “orden de justificación” y sus legitimaciones. Reseña las miradas equívocas que han inducido a la conclusión de que tolerar significa ofender: “la idea rectora que lleva de la forma represiva y jerárquica de la tolerancia a la horizontal y democrática es el respeto por el derecho moral básico a la justificación: se tiene que haber aprendido a verse a sí mismo y a los demás como personas morales con tal derecho” (…). Jürgen Habermas, a quien Forst dedica ese libro, dice a su vez que “Forst estableció las bases para un concepto innovador: el derecho a la justificación”, que Thomas Pogge completa así: “Forst cubre en este libro … las bases normativas de la tolerancia, de los derechos humanos, y el mejor camino para comprender la dignidad humana”.
Tengo para mí, quizás erróneamente, que la descalificación de la tolerancia, proviene en gran medida de quienes están aferrados a ideas intolerantes, de un modo aparentemente ultra-plural pero que en realidad se inspira en fanatismos cuasi-religiosos. Advierto en ello un cierto parentesco entre intolerancia y vanidad. La vieja y noble vanidad conocida como el “vicio maestro” y uno de los pecados capitales. Exagerada creencia en las habilidades y capacidades propias y el poder de atracción y admiración que produce en los demás, hasta el punto de hacer desaparecer todo lo que no sea ella misma, como Narciso. Algo nos dijo Montaigne sobre el tema: “Sólo los espartanos se peinan y acicalan cuando están a punto de precipitarse en algún peligro extremo para sus vidas” (De la vanidad, Ed. Zorzal, 2006).
Hay quienes creen sólo en ideas-fuerzas, propias de quienes las sostienen, pensamientos únicos desde la concentración de poder personal, con grande atracción carismática, decisión y vigor suficientes como para cortar el nudo gordiano de los problemas rápidamente y de un sablazo (o decretazo). Y estamos quienes creemos en ideas blandas, frágiles por naturaleza: la tolerancia, la democracia, la libertad, atributos que oxigenan el aire que respiramos cotidianamente, y requieren de una laboriosa y difícil construcción para la convivencia. Con franqueza, sin cinismos y con espíritu crítico inmanente, asumiendo las responsabilidades que la vida ha puesto a cargo de todos nosotros, no sólo de alguno.
Cuando el torbellino mundial agudiza sus peligrosos enigmas de futuro, y está en crisis simultánea de sobrevivencia universal, exhortemos a cuidar el sentido comunitario y el marco institucional de nuestras acciones, sin dejarse llevar por tentaciones totalitarias.
“Nadie es una isla, completo en sí mismo; cada hombre es un pedazo del continente, una parte de la masa. Si el mar se lleva un terrón, toda Europa queda disminuida, como si fuera un promontorio, o la casa señorial de uno de tus amigos, o la tuya propia. La muerte de cualquier hombre me disminuye porque estoy ligado a la humanidad; por consiguiente nunca hagas preguntar por quién doblan las campanas: doblan por ti” (John Donne, 1572-1631).