jueves 21 de noviembre de 2024
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Cristina emula la época más oscura de la Argentina y exige “no injerencia” en Venezuela

Cristina Kirchner sigue dando lecciones sobre democracia y lo que el mundo necesita, haciéndose la distraída con lo sucedido en todos lados, sea en su propio país o en Venezuela, donde las políticas que viene impulsando hace por lo menos veinte años se llevaron a la práctica. Es que su relato parece ser por completo inmune a toda evidencia práctica.

Pero solo lo parece: porque una cosa es que encuentre aún audiencias entusiastas, como logró ahora en México, y otra muy distinta que la historia no le pese. En particular cuando pasan cosas tan dramáticas como las que hoy se están viviendo en la sufrida Venezuela.

Esto quedó bien a la vista cuando la expresidenta se metió en camisa de once varas tratando de no quedar pegada con el alevoso fraude cometido por Maduro y su banda, con la tontería de “reclamar que se muestren las actas”, al mismo tiempo que desmerecía la lucha heroica de la oposición venezolana y volvía con la cantinela de que “los gobiernos populares”, como los suyos y los de Chávez y compañía, son supuestamente objeto de críticas injustas y persecuciones de todo tipo por parte de los malditos yanquis y “la derecha”, los malos de la película.

Lo hizo, no es casualidad, en una conferencia organizada en México por el partido MORENA, que se parece cada vez más al PRI o, como diría Fernando Henrique Cardoso, a un “subperonismo”. Y con una definición que tomó precisamente del presidente mexicano: que “no haya injerencia externa” en los asuntos soberanos del país caribeño. Lo mismo que reclamaban los gobiernos militares de los años setenta, también entonces con el apoyo de Cuba y Rusia, cuando James Carter los denunciaba por violar los derechos humanos.

De los gobiernos de la región que están más complicados por su complicidad en la destrucción parece que definitiva de la democracia venezolana, el de Andrés Manuel López Obrador es el que menos parece preocuparse por los coletazos económicos y humanitarios que este desenlace va a traer en la región.

Simplemente porque México está más lejos de Venezuela que Colombia y Brasil, así que no ha recibido ni recibirá las mismas olas de emigrados.

Y porque además a su presidente le importa menos que a los de estos otros países que lo tilden de autoritario: la tradición priista está bien viva en él, tiene enfrente una oposición muy debilitada, sin ninguna chance de desafiarlo, y AMLO cree que va a tener aún menos de qué preocuparse en el futuro, cuando en Washington se instale nuevamente Donald Trump y entonces las bestialidades de la derecha dura hagan pasar por normales y tolerables las bestialidades de izquierda, propias y de sus amigos.

Se entiende entonces que hacia esos pagos se encaminara Cristina Kirchner, para ver si la ayudaban a recargar un poco las pilas, que tiene bastante gastadas desde que todo lo que promueve sale entre mal y pésimo: la gestión que compartió con Alberto Fernández, la bomba económica y la candidatura que pergeñó con Sergio Massa, la apuesta por un derrumbe más o menos rápido de Javier Milei en la gestión y las encuestas, y por un consecuente renacimiento del consenso defensivo del peronismo frente al “ajuste neoliberal”.

Claro que la ocasión que encontró la pasionaria argentina para esta operación de refreshing no fue la mejor: ir a hablar del estado de las democracias latinoamericanas a días de que sus socios chavistas burlaran del modo más brutal imaginable la voluntad de los ciudadanos de su país ya de movida sonaba un poco inoportuno.

¿No le hubiera convenido reprogramar? Tal vez lo que la convenció de no hacerlo fue justamente el clima tan distinto que se respira en los círculos oficiales de México, comparados con los de Argentina: allí están en serio convencidos de que nada tan terrible sucedió en Venezuela, y que siga Maduro al mando no es más que inercia, imperio del statu quo. Un statu quo que ya tiene incorporado como dato que se practica el fraude cuando hace falta y que los opositores van a tener entre pocos y nulos derechos para hacer su trabajo.

Esas son las reglas, porque ha venido siendo así desde hace años, así que no tiene sentido armar mucho escándalo. Conviene en cambio ver qué provecho se puede sacar de la situación. Y el provecho es tan evidente para Cristina como para AMLO, o eso creen al menos: entre Trump y Milei de un lado y Maduro del otro esperan que se les simplifique presentarse como expresión de una izquierda populista pero “moderada”, “centrista” incluso, porque puede ahorrarles a sus gobernados las bestialidades a las que los someten los dos extremos.

Esta fue, precisamente, la tesis central de Cristina en su nueva clase magistral. Centró su “lección” en pedirle a Maduro que sea un poco más educado y muestre las actas de la elección, la misma triquiñuela que vienen usando Lula, Petro y AMLO para ofrecerle una salida “elegante” al chavismo y evitarse denunciar el fraude cometido, y por otro lado machacar contra todas las supuestas amenazas antidemocráticas que seoriginan en “la derecha”, el supuesto golpe en Bolivia contra Evo Morales, inexistente, el lawfare contra ella y sus socios, también inexistente, el “bloqueo contra Cuba y Venezuela”, un completo delirio, y uno además muy gastado como argumento para justificar que esos dos regímenes se hayan visto “obligados” a limitar “algunos” derechos de sus ciudadanos, durante décadas.

En esta versión aggiornada del relato del kirchnerismo, él vendría a ser una fuerza de “centro progresista”, que quiere que la asignación de recursos y derechos, el combate por el poder y las reglas para hacer negocios se definan en paz. Por eso se apuesta a que los chavistas brinden finalmente las actas del escrutinio. Y cuando entreguen unos papeles truchos, los tomarán por buenos o dejarán la cosa en la nebulosa: “imposible saber qué pasó realmente, dejémoslo ahí”. Como se preparan para hacer también AMLO con entusiasmo, y Petro y Lula con un poco menos de alegría, pero suficiente resignación.

Cabe preguntarse entonces: ¿es realmente esta reedición del relato k mínimamente consistente con lo que estamos viviendo en estos momentos en la región?, ¿tiene algún sentido su pretensión de ubicarse “en el centro”, y en particular la tiene su posición ante la crisis venezolana? Apenas rascamos un poco la superficie de los acontecimientos y los argumentos nos encontramos con que nada cierrani cuadra.

En primer lugar, lo que le piden todos ellos a Maduro no tiene ningún sentido más que perder tiempo. Porque “pedir las actas” desde el principio fue bastante pobre como reclamo, y a medida que pasaron los días se pudo verificar que era hacerle el juego, crearle la oportunidad para que truchara de modo más completo el resultado electoral. En su planteo Cristina reincide en este comportamiento cómplice: si hasta la Justicia servil al régimen está pidiendo las actas, ¿qué sentido tiene que la líder kirchnerista presente este reclamo como una muestra de distancia y diferenciación? No lo fue nunca, y menos que menos lo es ahora, cuando ya los gobiernos realmente moderados y centristas de la región lo que están haciendo es reconocer el triunfo de la oposición.

Es lo que decidieron ya varios países, y pronto también Argentina: Estados Unidos, Chile, Uruguay, Perú, Ecuador y Costa Rica, todos los que las autoridades venezolanas han definido como sus enemigos y con los que están rompiendo relaciones. Y que representan un amplio arco de posiciones ideológicas, ninguna extrema.

A ellos se sumará el gobierno de Milei, seguramente con la verborragia que le conocemos, acusando a todo el mundo de comunistas. Pero eso tampoco va a darle crédito al relato de Cristina.

Porque si esta tendencia continúa, y también las democracias de fuera de la región reconocen a González Urrutia como nuevo presidente venezolano, y consideran entonces a Maduro como un gobernante de facto, el problema va a volver a las puertas de los líderes de izquierda latinoamericana que se nieguen a aceptar lo evidente: que reconocerle legitimidad al régimen venezolano los vuelve sus cómplices y poco confiables para la comunidad internacional.

Este es, obviamente, un problema muy serio para Lula. No tan serio para AMLO, por las razones ya explicadas, y puede que por completo indiferente, o casi, para Cristina. Porque puede que Cristina y López Obrador entiendan que sus contrincantes inmediatos, Milei en un caso, Trump en otro, son tan cercanos al fascismo que poco importa si ellos, para combatirlos, coquetean con un salvaje de signo opuesto, y hasta lo ayudan un poco.

¿Pero es realmente así? Puede que cuando razonan de este modo estén subestimando el impacto que va a tener en la región, y en sus propios seguidores, una deriva definitivamente totalitaria del régimen chavista: una cosa es que haya habido en el pasado fraudes y represiones, y otra que directamente se militarice el régimen, desaparezca toda chance de competencia electoral y se instaure, como sucedió casi setenta años atrás en Cuba, un régimen permanente de partido único.

Eso planteará inmediatamente la pregunta respecto de lo que puede suceder en otros países que están en situaciones similares: ¿van a seguir el mismo camino? ¿Y qué consecuencias económicas, sociales y geopolíticas tendría que lo hicieran? ¿Caerá primero Nicaragua, después Bolivia y más tarde Honduras, dónde y cómo se detendrá este encadenamiento? ¿Habría a continuación sucesivas olas de emigración sobre sus vecinos?, ¿se replicará la militarización en ellos, y entonces la región se volverá unpolvorín con múltiples conflictos armados, narcoestados y estados fallidos, al mejor estilo de las ex repúblicas soviéticas o del cuerno de África? Si estas son las preocupaciones que se abren de aquí en más es evidente que ni Cristina ni ninguno de los líderes de los que quiere seguir siendo compañera de viaje tienen muchas seguridades que brindar: si no pudieron hacer nada para frenar a Maduro, al contrario, hicieron bastante por ayudarlo, ¿por qué pensar que van a lograr otro resultado con Evo Morales, con los Ortega, y luego con Correa, o con Xiomara Castro? Y peor aún, ¿por qué confiar en que ellos mismos no tomen también ese rumbo, y radicalicen sus populismos al extremo de anular la condición pluralista de sus propias democracias, como está haciendo ya en alguna medida AMLO, e intentó en su momento entre nosotros, con poco éxito, la propia Cristina.

Los sucesos de Venezuela, en suma, ponen en serios aprietos el relato kirchnerista. Y no solo el relato que conocimos hasta acá, que rezaba que una ola de izquierda distribucionista venía desde comienzos de este siglo ampliando las miras de nuestras democracias y volviéndolas más integradoras y progresistas. El empobrecimiento venezolano, igual que el argentino, es ya hace tiempo suficiente evidencia en contrario. Pero se suman ahora nuevas evidencias comprometedoras en otro terreno, aún más vital: el relato sobre la ampliación de derechos y el enfrentamiento contra fuerzas de derecha que supuestamente quieren limitarlos, que se lleva abiertamente de patadas con las evidencias cada vez más palmarias de anulación de la noción misma de derecho y libertad en un régimen como el que va consolidándose en Venezuela.

Cristina podrá hacer todas las contorsiones imaginables para disimular este problema, pero difícilmente va a poder sortearlo o ignorarlo. Él está ahí, carcomiendo su legitimidad, forzándola a vender gato por liebre todo el tiempo. Obligándola a hacer, igual que hicieron los izquierdistas y populistas latinoamericanos desde los años sesenta ante el caso cubano, todo tipo de circunloquios para probar que la culpa de todo lo malo que pasa en la región la tiene el imperialismo yanqui. Porque si no fuera por él, ni los castristas antes ni los chavistas ahora hubieran jamás violado ningún derecho humano. Cuando es bastante evidente que, al menos desde 2002, si algo guía la política norteamericana hacia estos países es la de mantener las manos lo más lejos posible de la botonera. Hacer lo mínimo, de modo de no ser señalado como culpable, salvo en todo caso por no intervenir lo suficiente.

Con Trump podrían tener más suerte, claro. Porque si él vuelve a Washington es probable que se muestre más activo, intervenga más y de forma más agresiva que Biden. Pero son dos posibilidades inciertas combinadas: que gane, y que si gana tenga realmente interés en involucrarse activamente en la región y lo vaya a hacer siguiendo líneas de confrontación ideológica, antes que conveniencias comerciales o estratégicas. Podría suceder también que busque un acuerdo pragmático por el petróleo y se olvide de los derechos humanos. Y puede que ni siquiera gane, y un gobierno de Kamala Harris se adapte aún menos a las previsiones de Cristina, AMLO y compañía, porque se muestre más activo en conformar un bloque democrático y moderador, donde, y acá viene la frutilla del postre, tendría en principio más chances de participar la administración de Milei que las de Lula, Petro o, seguro, la de AMLO.

Si así se dieran las cosas, tendríamos un bloque conformado por gobiernos de derecha y de izquierda, y los que quedarían aislados serían los aliados de China, Rusia e Irán en la región, y con problemas para ubicarse en uno u otro campo todos los demás, tal vez el propio Lula, a quien los demócratas norteamericanos quieren acercar a su bando, pero también quieren cobrarle todas las deslealtades hacia los principios del panamericanismo y el occidentalismo en que incurre cada vez que se le salta la chiripioca y se mete a dar barquinazos sobre asuntos globales que lo superan, sea Ucrania, Israel o Taiwán.

Puede también que, finalmente, gane Harris o gane Trump, no haya tanta diferencia en la actitud norteamericana hacia la región: busquen el mayor número posible de aliados para no actuar unilateralmente, y todas las oportunidades imaginables para complicarle la vida a los socios locales de Irán, China y Rusia, en ese orden. Como Venezuela lo es, y también quiere serlo Brasil, habrá seguramente relaciones tensas con esos países, y más colaboración con el resto, independientemente del tono ideológico de sus gobiernos. De allí que un entendimiento con Chile, Perú, Argentina, Ecuador, Paraguay y Uruguay puede ser perdurable e indiferente a las orientaciones particulares de sus gobiernos. Pues les permitirá reunir un amplio bloque con que compensar el peso de Brasil, y fortalecer la lealtad regional con la democracia pluralista y los intereses de occidente.

¿Cuadra el libertario argentino como pieza de esta alianza? ¿No chocará ella con su pretensión de trazar una frontera ideológica implacable contra la izquierda en general? Así como lo está haciendo en política doméstica, lo más probable es que la heterogeneidad ideológica de sus contrapartes externos le termine importando poco a Milei, si lo ayuda a lograr lo que quiere. Y lo que quiere es evidentemente fortalecer su entendimiento con Estados Unidos y ubicarse en el polo de quienes promueven el progreso y atraen inversiones. Con lo cual el ideario libertario mismo puede terminar sufriendo una mutación no poco significativa: va a tener que incorporar a su ethos, como algo importante, un elemento que en principio le importaba poco y nada, la defensa de la democracia, y como instrumento de juicio de ese respeto va a tener que utilizar el calibre que brindan los derechos humanos: libertades de asociación, de expresión y movimiento, de religión y de lascreencias en general. En suma, un garantismo liberal democrático que hasta aquí le ha sido indiferente, pero que va volviéndose, a pesar suyo, imprescindible para ubicarse productivamente en el concierto regional y global.

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