Con la soberbia de los autoritarios, Nicolás Maduro anunció vientos huracanados en América; no es su prédica la que genera convulsión, sino la inconsistencia de una oferta política que no ha dado respuesta a demandas emergentes de sociedades en transformación.
Enormes cantidades de personas movilizadas contra el autoritarismo en una Venezuela con la economía rota, en Bolivia contra las maniobras para forzar una permanencia en el poder inconstitucional, en Ecuador contra el ajuste, en Chile contra arraigados símbolos de segmentación que se perciben inaceptables, también en Panamá y Honduras; podríamos sumar las amenazas de conflictividad armada en Colombia, las defecciones frente al poder narco en México y la evidente regresión brasilera en materia de respeto a la diversidad.
Las agendas son específicas, las insatisfacciones son compartidas. Una vez que bajó la espuma de los precios altos de los commodities, el continente exhibe el rostro de sus dificultades arraigadas económicas y extra económicas. Problemas históricos y demandantes nuevos: clases medias más amplias.
En algunos países quienes están a cargo del Estado ni pueden cumplir con las promesas que han hecho, ni han mostrado capacidad para adecuar una respuesta a un contexto diferente, en otros ni siquiera se han considerado postergados reclamos sociales, y a veces se pretende resolver problemas con respuestas “en espejo” que satisfacen a ciertos votantes, pero son un certificado de inhabilidad política.
No es “la política” la que está asediada, sino elementos específicos de ciertas culturas políticas: la manipulación de información en tiempos de redes on-line, las respuestas burocráticas frente a personas educadas y creativas, y sobre todo la pretensión (a izquierda y derecha) de imponer una visión única de los problemas, ahogando el pluralismo y la conversación con tecnicismos, a veces ciertos y muchas veces colocados como coartada.
En el continente escasean dos insumos políticos esenciales: a) la capacidad de dialogar, cuya ausencia se percibe tanto en la tentación hegemónica de fuerzas populistas, como en la nunca desterrada “matriz elitista” de algunos; b) fuerzas políticas que manifiesten una mayor sensibilidad para representar a la nueva clase media. Una clase media que no se siente atraída por los partidos tradicionales a los que considera agotados, pero es incrédula de las respuestas populistas. Una clase media frágil, informada y globalizada en sus preferencias culturales, con aspiraciones materiales y (sobre todo) inmateriales no atendidas.
A diferencia de las movilizaciones y luchas por derechos de fines del Siglo XIX y principios del XX, las actuales carecen del “paraguas” de líderes o partidos; y aunque la horizontalidad expresa un nivel de conciencia política alto, no deja de ser un obstáculo para buscar soluciones en políticas públicas.
“La calle” es un ágora que nos interpela, pero dificulta la generación de espacios para dialogar y negociar. Sin nuevas representaciones, la calle puede transformarse en un callejón desgastante hacia ninguna parte. La experiencia de los indignados europeos del 2008, de los chalecos amarillos y de la primavera árabe son elocuentes sobre los límites de la movilización.
Hay un vacío de representación desde el sistema político para con aquellos que reniegan del status quo, pero apuestan más a superar la situación que a destruir el orden dado.
La pérdida de vigencia del relato “socialista” con la caída del muro de Berlín, y los cuestionamientos éticos al “liberalismo financiero” a partir del 2008, han dejado sin hojas de ruta preformateadas a las sociedades occidentales. Esas referencias son inútiles.
Un ideario reformista alineado con las expectativas de este tiempo es indispensable; pero no puede ser la extensión de las consignas socialdemócratas del Siglo XX europeo traspoladas a la región; porque ni el contexto tecnológico post-industrial, ni el internacional, ni el ambiental son lo mismo, ni nuestra estructura social. Y porque una verdadera reforma no puede nutrirse de añoranzas irrecuperables.
Nuevo espacio político
La construcción de un espacio político que: a) no resigne la vocación de incidir socialmente, que recupere un lenguaje de civilidad compartida y combata la segmentación social, sobre todo a través de la provisión de servicios públicos calificados; b) que piense un modelo de inclusión de la región en el contexto tecno-global que exceda el rol de proveedor de commodities, y que alinee la producción con los requerimientos ambientales contemporáneos; c) que favorezca una cultura de acuerdos porque sin previsibilidad no habrá economía competitiva, y sin ella no habrá equidad social; d) que impulse en esa agenda la consagración de nuevos derechos, o sea que vaya más allá de la macroeconomía; e) que definitivamente profesionalice el Estado, eleve las condiciones de transparencia, incluya un fuerte sesgo antimonopólico en la visión de las políticas y organice una estructura fiscal equilibrada.
Sobre todo, que asuma la responsabilidad de construir sobre lo construido, y que evite la tentación refundacional, que generalmente constituye un “juego de la oca” entretenido y perverso a la vez.
Se pone en el centro de la escena “la gestión” y la capacidad o no de los estados de construir una convivencia digna y aceptable, sin ahogar las capacidades y la creatividad social y empresarial.
Ahora bien, no hay paciencia, no hay instituciones de prestigio y no sobran los recursos, somos un continente desigual y pobre (la renta per cápita de los países del área es menos de un tercio de la Unión Europea).
¿Qué hacer? No hay recetas para enfrentar esta ola de descontento. Pero sí podemos listar “qué cosas no hacer”.
A un estado de movilización masiva no se le responde por vía represiva.
Jactarse de los éxitos pasados no es un buen punto de partida frente a la indignación.
Reconocer cualquier reclamo como legitimo tampoco es un buen camino, muestra más vocación de aferrarse al poder que vocación de cambio.
En los 70, tanto las izquierdas como las derechas latinoamericanas usaban el término “reformismo” peyorativamente, bajo la idea que la única manera de “cambiar el estado de cosas” era hacerlo de manera extrema, y que toda concesión era una traición a los ideales de quién sabe qué espíritu revolucionario o reaccionario. Los 70 fueron una experiencia de la que corresponde aprender sin mentiras. Fue una década a la que el continente entro mal y salió peor.
Si no construimos una oferta política que conjugue las necesidades de cambio, el profesionalismo en lo público, un salto tecnológico, y la construcción de fundamentos económicos sólidos y menos volátiles, nuestras democracias irán erosionando su prestigio, y el final de ese camino es incierto.
No serán las consignas huecas las que apagarán este ardor, ni hay un Eldorado escondido por descubrir y distribuir. América Latina tiene que enfrentar este desafío sin recetas mágicas, fortaleciendo sus redes de confianza, aceptando cambios transicionales, ensayando con creatividad, proponiéndose desafíos asumibles, renovando las agendas y la representación pública, en suma adaptándose a un nuevo tiempo y a un nuevo mundo, mirando hacia delante.
Publicado en La Nación el 31 de octubre de 2019.
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