Hay puntos de quiebre en la historia argentina.
Analizarlos con atención es una tarea enriquecedora por un doble motivo: ayuda a entender nuestra decadencia, pero sobre todo la acuciante disyuntiva que enfrentamos, entre continuidad, cantos de sirena y realismo.
En el siglo XXI hay dos que sobresalen, con notorias similitudes: la declaración de default en el 2001 y la estatización de YPF en 2012. Ambos ejecutados a los empellones y sin la reflexión que exige la responsabilidad de gobierno. Ambos con excusas soberanas. Ambos al borde de la ley o cruzando la frontera. Ambos con consecuencias que terminamos pagando todos los argentinos, no en el corto plazo en el que todo fue alegría y desparpajo, pero sí muchos años después.
En política, como en la vida, se puede hacer cualquier cosa, menos evitar las consecuencias. El default lo seguimos sufriendo con juicios interminables y una palabra en la que nadie cree, que nos obliga a pagar tasas de interés costosísimas. La estatización de YPF con una sentencia que se acaba de dictar en Estados Unidos, por la friolera de dieciséis mil millones de dólares. Para tomar dimensión, hoy el mercado valúa la empresa a un tercio de esa cifra.
Se nos dijo que no nos iba a salir un centavo. Mas, que nos tenían que indemnizar. Ya pagamos cinco mil millones de dólares a Repsol para arreglar a las apuradas un reclamo que inició el que fuera accionista mayoritario. Ahora la frutilla del postre, a raíz de esta demanda iniciada por el fondo Burford, que compró su derecho en el juicio por tan sólo quince millones de euros. Sí, así como se lee. Ahora tiene un crédito de miles de millones de dólares, un treinta por ciento del cual pertenece a la empresa española Petersen, controlante de la accionista de YPF, que ingresó en su momento como “especialista de mercados regulados”, y hace unos años le vendió al fondo el crédito litigioso.
Las idas y vueltas que tuvo el oficialismo con la empresa petrolera son tan groseras que dan para reír y llorar: la privatizaron, le buscaron socios “especialistas en mercados regulados”, la intervinieron y la estatizaron. Todas las variantes posibles y más. El resultado del juicio refleja mucho de eso, pero especialmente la desidia, la negligencia y el desconocimiento técnico con el que se tomaron las decisiones. Con ese grado de impunidad que suele dar el poder, que hace creer que lo efímero es permanente.
En tan solo veinticinco páginas la sentencia de la jueza Loreta Preska condena al país (especialmente a las generaciones venideras) a pagar el monto máximo pedido por Burford. Desechó todos los argumentos de Argentina en base a verdades muy tristes, especialmente del ministro que liderara aquel patético tiempo de nuestra historia reciente: “el Sr Kicillof imprudentemente declaró que sería “estúpido” cumplir con la ley de YPF o respetar sus estatutos … subsecuentemente se dictaron leyes que le permitieron hacerse del control de YPF sin ser tan “estúpidos” y sin cumplir con los estatutos”.
Sobran las palabras, porque fueron alegremente expuestas en los medios, en los considerandos de las normas con las que se llevó todo el proceso adelante, y en la versión taquigráfica de las explicaciones que dieron las autoridades de entonces ante el Congreso de la Nación. El pez por la boca muere. Como alguien dijo con sabiduría: justamente para las peores cosas se necesita a los mejores. Los peores son los que tocan el timbre para espiar.
Argentina enfrenta un nuevo momento crucial de su historia. Se debate entre continuar con los responsables de traernos hasta acá; otros que prometen las mismas tangentes simplistas que van a terminar en el mismo lugar o peor; y otros que, con todos sus yerros, proponen el camino difícil pero sostenible. Son varios botones de muestra ya como para seguir dando saltos al vacío.