viernes 22 de noviembre de 2024
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Vincular la política con la sociedad civil

No hay sociedad que crea estar bien gobernada. Ni las democracias más opulentas, ni las más estables institucionalmente, ni las más igualitarias creen que sus gobernantes estén haciendo un buen trabajo. Es bastante probable que, con muchos matices, estas personas tengan razón y que la distancia que separa a los ciudadanos comunes de los decisores políticos sea cada vez mayor y más honda. Esta distancia trae, en los casos más leves, desinterés y falta de confianza, y en los más graves, una inclinación hacia el populismo como hipótesis semimágica de resolución del problema planteado por la falta de respuesta de las democracias.

Hay muchas razones que pueden ayudar a interpretar este fenómeno. Michael Sandel ha propuesto una interesante mirada sobre la realidad norteamericana y las consecuencias que el abandono de la idea del bien común y la supremacía de ciertas formas de éxito social individualizado trajo para el porvenir de la democracia más importante del planeta. Otras hipótesis, más enfocadas en nuestra región, explican la independización de los responsables políticos como la consecuencia de una combinación entre populismo institucional y corrupción generalizada.

Estas interpretaciones son ajustadas y sofisticadas, sobre todo porque están en condiciones de marcar las diferencias de textura existentes en sociedades distintas sobre un tema común. Pero también es posible que exista una dimensión más filosófica, más cultural y más extendida que pueda entender sobre el problema de la separación entre la política y la ciudadanía, y dé algunas pistas para su moderación.

En cierta manera, es imposible que la política, en tanto actividad humana, acompañe en términos temporales y de intensidad a la construcción de las subjetividades tal y como se diseñan en nuestros días. Existe una asincronía muy pronunciada que se evidencia en que, por un lado, las formas políticas, las instituciones, los partidos políticos y los decisores mantienen una altísima capacidad de intervención en la vida de las personas y, al mismo tiempo, las personas sobre las que esa influencia se proyecta se construyen a sí mismas y a sus colectivos en una dirección abiertamente opuesta. Podría decirse, incluso, que la lógica de la política, sus métodos y su morfología entran en contradicción con las percepciones que las sociedades y los individuos tienen de sí mismos. La variable temporal es un buen ejemplo para graficar esta cuestión. A nadie le resultará muy difícil establecer las grandes diferencias que existen en el manejo del tiempo entre el mundo político, el tiempo de las sociedades y el tiempo individual. No es difícil entender que a una subjetividad marcada por la idea de la inmediatez y la resolución rápida de un problema para tomar otro, los tiempos de la discusión, del acuerdo y de la negociación que son constitutivos de la política le resulte exasperante. No se trata de un dilema ético o moral, sino más bien epistemológico, que intenta descifrar un poco la naturaleza de la distancia entre la política y la ciudadanía para ver si es posible encontrar una forma, un juego de símbolos, que permita acercar las posiciones y recuperar la confianza de la ciudadanía en la democracia.

Tratándose de un problema recursivo es indispensable un compromiso compartido. Pero por imperio de nuestra forma cultural el peso de la responsabilidad está en las formas políticas, más allá del indispensable acompañamiento de la ciudadanía y del activismo cívico. Desde el punto de vista de la política, es necesario admitir las dosis ciertas de responsabilidad que le cabe en estos tiempos de crisis y reconocerse en el espejo de su insuficiencia. Paradójicamente, el reconocimiento de esta debilidad puede terminar constituyendo una verdadera potencia creadora si se la proyecta en el futuro. La asunción, por parte de aquellos que juegan con mayor seriedad el juego político, de su propia insuficiencia puede ayudar a tender los puentes necesarios con la sociedad civil para encontrar los mecanismos más eficaces, plurales y democráticos para la resolución de los problemas. Lo decía Diego Garrocho en un estupendo artículo en El Español, pensando en la sociedad española: “Va siendo hora de asumirlo: es posible que la excelencia solo pueda situarse fuera de la política formal”.

En la Argentina pasa algo similar y sería interesante que la política profesional lo entendiera y, lejos de verlo como un ataque, lo utilizara a su favor imaginando salidas creativas, dadoras de confianza y de afecto democrático. En tiempos tan crispados como los que vivimos, en que una parte del sistema político y cultural obtura deliberadamente el debate público, apoyarse en la sociedad civil puede hacer que la política democrática mejore tanto que se convierta en parte de la solución en lugar de ser parte del problema.

Un esquema sistemático de trabajo entre la dimensión político-institucional y la sociedad civil puede ser muy útil para hacer menos vigorosos los frecuentes ataques del actual oficialismo hacia las instituciones. La primera línea de contención de estas formas autoritarias está en la sociedad civil y sus distintas formas de activación y manifestación. Mientras el sistema político, con sus honrosas excepciones, se empeña en ver quién hereda el desastre o quién saca más partido de una situación, la ciudadanía se corporiza en manifestaciones, corrientes de opinión y espacios alternativos. No se trata de ningún modo de tener una visión romantizada de la ciudadanía ni de contraponerla moralmente con la clase política, pero tampoco es una buena idea negar algunas cosas evidentes.

La política todavía puede construir un espacio hospitalario para la ciudadanía, colaborando en la creatividad cívica, fomentando el asociacionismo y guiando por los caminos institucionales las diferentes campañas que se generen desde la sociedad civil. La política tiene mucho para ganar si intenta buscar un lenguaje cultural que ayude a encontrar las metáforas apropiadas por fuera de la indignación o la clausura.

Un trabajo colaborativo, creador y reformista que vincule la política con la sociedad civil permitirá gobernar la democracia, mientras que sin un ejercicio de este tipo solo se puede aspirar, en el caso menos brutal, a administrarla.

Publicado en La Nación el 24 de octubre de 2020.

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