En tiempos de deslegitimación política recíproca, una pandemia mundial y un aislamiento obligatorio que, a fines de junio, estará por alcanzar los cien días, Vicente Palermo reflexiona sobre la democracia argentina, los actores políticos, las tentaciones populistas y el derive de un gobierno que, a seis meses de asumir, aún no encuentra su rumbo. Dada la importancia de este documento, invitamos a leerlo en este espacio habitualmente dedicado a los reportajes de fondo.
Introducción
¿Es muy delirante temer -creyendo que con fundamentos analíticos y empíricos- que la democracia está en camino de una erosión fundamental? ¿O alarmarse porque los responsables principales de esta presunta trayectoria actual –que puede ser revertida– son los componentes del elenco gobernante nacional? En todo caso, ¿qué justifica la indignación contra quien lo cree y lo dice públicamente? Públicamente, ¿es políticamente desatinado hacer saber este temor? ¿Por qué? ¿Cuál sería un buen fundamento para una escritura esotérica, en el caso, claro, de que se compartiera la alarma pero se pensara que esta alarma no debe ser hablada? ¿Cuál sería un buen fundamento para ese esoterismo? Y ¿cuál es la conexión causal, analíticamente fundada, irrebatible, por la cual este tipo de actitud, o sea, el de llamar como se pueda al debate público o incluso, calificado más agresivamente, la denuncia pública, significa empeorar las cosas, echando nafta al fuego? ¿Puede haber una seguridad al respecto que lleve a una condena terminante de un hecho político como decir que la presente trayectoria democrática no conduce a nada bueno? ¿Basada en qué, esa seguridad? Y si no puede haberla, ¿se justifica la indignación?
En los últimos meses, después de comenzada la pandemia, publiqué un artículo en un libro organizado por la Presidencia de la República, como “opositor invitado”. Más recientemente publiqué en La Nación un artículo, creo que lo conocés, argumentando que frente a la destrucción del sistema político había una alternativa diferente a la hegemonía presidencialista, y que esa alternativa consistía en una coalición basada en un entendimiento entre Alberto Fernández y Horacio Rodríguez Larreta. Me hago cargo de las tres cosas, incluyendo la firma de estos días. En verdad los que se tienen que hacer cargo son aquellos que, sabiendo lo que hago, me invitan. Creo que mi actitud es coherente, dentro de lo que se puede, sin pedir demasiado lo imposible.
La democracia en peligro
Este texto no hace predicciones (más allá de su forma retórica). Del mismo modo en que un pasajero que grita ¡cuidado! a un conductor de un vehículo porque le parece que está saliendo del camino. Le parece; puede que esté en lo cierto o no. Y hay otra cosa: sin duda toda oposición política en situaciones de estrés está delante de un dilema serio, o un trilema, quizás: si coopera, ¿está realmente colaborando con los sectores moderados del oficialismo? Si formula críticas moderadas, ¿tendrá eso alguna utilidad al ser escuchada por la opinión pública más amplia? Y si se opone reciamente, ¿no está contribuyendo al ensanchamiento de la “grieta”? ¿No está dando pasto a las fieras? Pero, ¿cómo se denuncian abusos políticos en gran escala sin que uno sea calificado de exagerado o alarmista?
Afortunadamente, aunque soy un opositor, no integro ningún actor político y creo que puedo hablar con más libertad. De allí mi firma a la reciente declaración –que después de todo no fue tan mal recibida por el jefe de gabinete de ministros, dato sugerente, cuando menos, de su astucia–; si hay algo que no hizo es fuego de la supuesta nafta arrojada. Como sea, intento aquí dar una respuesta a la que, entiendo, fue la principal crítica de contenido formulada por amigos y muy diversos lectores. La relacionada a los peligros en que estaría la democracia. Aclaro que es mi respuesta; lo que puedan pensar otros firmantes del documento, o sus autores, no lo sé a ciencia cierta.
Adelanto sucintamente mi argumento: hace apenas unos meses accedió al gobierno una coalición distributivista sumamente heterogénea (como casi todas las coaliciones peronistas) que tiene dos componentes: un componente conservador, orgánicamente peronista, y un componente ideológico populista radical. La convivencia de estos componentes en el gobierno es de por sí difícil, pero ya antes de la pandemia las dificultades estaban exacerbadas por la patente escasez de recursos de los que tanto el componente conservador como el componente ideológico se sienten extremadamente necesitados. La irrupción de la pandemia dio lugar a una respuesta, sea correcta o incorrecta desde el punto de vista de la salud pública, que disfrutó en el corto plazo de altos niveles de aprobación popular, aprobación que tiende a disiparse con el tiempo, por razones bastante obvias. Lo que aquí importa es el medio plazo, porque la respuesta ha creado un callejón económico para la Argentina aún más grave que el preexistente, y ha establecido una penuria fiscal casi insuperable por lo menos para varios años. En este contexto, el gobierno peronista se enfrenta imperiosamente a una gestión en la que se le presentarán dificultades hasta para la rutinaria administración de la pobreza en la que está tan bien entrenado. Esto tensionará la democracia triplemente: por un lado, porque la concentración de decisiones en la cúspide del Ejecutivo perderá eficacia, y el sistema político no cuenta con recursos alternativos de gestión, en gran medida porque se ha establecido, casi, una relación de suma cero entre el núcleo del poder presidencial y el resto del sistema político, excepción hecha, por supuesto, de una alternativa real, que es el componente populista radical del peronismo encabezado por Cristina Kirchner. Dicho de otro modo, no es imaginable, o al menos es altamente improbable, una fase política de cooperación entre los distintos actores partidarios o sociales. Por otro lado, porque cabe predecir un crecimiento de los niveles de protesta social y política que, cuando menos, limitarán aún más el margen de acción del gobierno. Y en tercer lugar, fundamental aquí, porque la penuria de recursos azuzará la puja entre los dos componentes de la coalición, pero, sobre todo, incrementará el impulso muy fuerte a compensar con recursos y materiales ideológicos y simbólicos la escasez de recursos económicos y fiscales. En el peor de los escenarios, podría tener una fuerte ideologización, o hiperpolitización, de las políticas públicas, lo que conllevaría un potente impulso a la reducción de los ámbitos democráticos y de los modos institucionales de gestión, pero sobre todo a intentos de reconfiguración de los órdenes institucional, político, social y económico, tanto para consolidar una dominación amenazada por la penuria de recursos, como para distribuir los beneficios y recursos exiguos entre las fuerzas propias. Así las cosas, se incrementaría el carácter predatorio del Estado pari passu con su avidez de recursos materiales con que satisfacer las demandas sociales, y, consiguientemente, la tendencia a hacer de los distintos campos de la democracia institucional –la constitución y las leyes, la justicia, la libertad de expresión, etc.– escenarios de restricción de libertades y de “innovación” normativa, y de absorción política. Y otro tanto podrá pasar, o más bien sería en ese caso indispensable que suceda, con las regulaciones de la economía; el perfil de la economía argentina, ya golpeado por el deterioro previo a la pandemia, y por la pandemia, sería de mayor fragilidad y predación estatal. De tal modo, el deterioro democrático no sería resultante de ningún quiebre, ningún punto de inflexión identificable, sino de una declinación lenta; no descansaría en la fuerza (sobre todo, no descansaría en la fuerza de las armas) sino en un conjunto marginal de decisiones, y hasta acuerdos y consensos bajo diferentes presiones. El resultado sería una erosión fundamental de las normas democrático representativas y republicanas, sumergidas en un magma de autoritarismo institucional del que será difícil salir (reitero que no estoy haciendo predicciones, sino señalando los peligros que percibido y que aún es posible contener).
Seguidamente, reuniremos aquí unas pocas expresiones que en su mayoría, aunque no exclusivamente, provienen del componente ideológico de la coalición actualmente en el gobierno, formuladas durante la campaña electoral de 2019 o al principio del gobierno. No tienen el valor de una muestra representativa. Son apenas ejemplos; el hecho es que aunque algunos de los emisores de estas posiciones se han eclipsado o salido definitivamente de escena, el peso que las mismas tienen es, como veremos luego, muy significativo. El lector habitual y atento de los diarios las puede pasar por alto, porque prácticamente todas estas expresiones han tenido en su momento repercusión pública, y pueden, engarzadas unas juntos a las otras, ser sintetizadas bajo el lema “vamos por todo” (que hasta donde sepa no fue empleado durante la campaña):
Necesidad de una CONADEP del periodismo (Dady Brieva); No es tiempo de moderados… moderado es sinónimo de garca… Cuando volvamos, con todo, muchachos… una nueva constitución… reforma agraria… (D’Elía); ampliar el número de la Corte con militantes nuestros (Francisco Durañona); dejaría a mis hijos a Barreda antes que a Vidal (Aníbal Fernández); No tengas miedo Sandra Pitta… te prometo que te voy a cuidar, como a los otros… (Alberto Fernández); los jueces van a tener que dar explicaciones por lo que están haciendo (Alberto Fernández); Vaca Muerta e YPF hoy no pertenecen a la Argentina, el país está vendido… Hay que empezar desde cero de nuevo… Hay que plantear la eliminación del poder judicial… y una nueva Constitución Nacional… el poder judicial según el liberalismo del siglo XVIII tenía sentido… no debe ser más un poder… que el pueblo argentino se manifieste, se constituya en poder constituyente y elabore un nuevo pacto social (Mempo Giardinelli); Juntos por el Cambio… selecto club de garcas, hipócritas y fanfarrones con mucha plata, poder y medios, pero con poco cerebro y sin corazón… (Juan Grabois); estadísticas sobre la pobreza es estigmatizar a los pobres (Axel Kicillof); hay que combatir la pobreza, Argentina es un país rico, tiene de todo, lo que hay que hacer es redistribuir, que los ricos sean menos ricos y los pobres sean menos pobres (Milagro Sala); un ejército nacional al servicio del pueblo (César Milani); roben, pero con códigos (Guillermo Moreno); es un orgullo que los sectores agropecuarios sean los primeros que ataquen al gobierno (Oscar Parrilli); Hay que hacer una Constitución nueva… Se necesita un consenso importante en nuestra patria para constituir un nuevo modelo de Estado… los detenidos por casos de supuesta corrupción son presos políticos (Eugenio Zaffaroni); vamos a tener que revisar muchas sentencias que se han dictado en los últimos años, que carecen de todo sustento jurídico y de toda racionalidad jurídica (Alberto Fernández); un totalitarismo financiero… esto no es neoliberal, es peor (Eugenio Zaffaroni).
Estas declaraciones, si tienen alguna utilidad, es porque muestran un espectro temático bastante abarcador aunque no exhaustivo, del abanico de nociones y representaciones genuinas del componente ideológico de la coalición: así, son muy expresivas de un sector de preferencias intensas, que tiene mucho peso en la coalición aunque esté ahora en un plano secundario, que tiene ideas muy concretas sobre lo que hay que hacer, ávido de actuar y en disponibilidad; y son, sobre todo, expresiones que no han perdido nada de su actualidad. Pueden ir al encuentro de esa necesidad creada por la combinación de gobierno de una coalición distributivista en un marco de rigurosa penuria fiscal y capacidad predatoria frente a un sector privado cada vez más marginalizado. No es en modo alguno que estas declaraciones expresen sectores que han entrado en un ocaso definitivo; por el contrario, con los mismos voceros o con otros, su eco se hace presente y es escuchado, y su potencial político está virtualmente intacto. El Instituto Patria lo dice: “Es la hora, Alberto”. Es hoy, no solamente hace ocho meses, que se denigra al liberalismo político identificándolo y descalificándolo como liberalismo del siglo XVIII; es hoy que se evoca la necesidad de un “pacto social” en un sentido muy específico: el de abrir cauce a una reforma constitucional que cancele dimensiones liberales y republicanas. Es hoy asimismo que mantiene la vigencia la dicotomía entre la dureza y la moderación. ¿Se puede afirmar que es apenas un marginal Gabriel Mariotto, cuando expresa que se acabó la moderación, sirvió para ganar, ahora vamos por todo? Bueno, el peronismo tiene una cierta tradición en este aspecto (tanto con Menem como con el kichnerismo). Tiene tradición en ocultar el juego hasta la hora de poder hacerlo, pero también la tiene en lo que se refiere a hacer lo impensable, o al menos lo que aunque ha sido dicho nadie lo cree capaz de hacer. Y Mariotto es bastante transparente, codifica la percepción de la pandemia como una gran oportunidad: de ella va a emerger un estado más peronista, más fuerte. La crisis material y social previsible puede constituirse así en la catapulta de una mutación política de largo plazo, que no necesariamente tendría lugar de golpe, al contrario, sería un esfuerzo persistente pero gradual. Cuando la legisladora Vallejos propone que las empresas deben entregar acciones a cambio de la asistencia que el estado les proporciona, el ministro Moroni declara que más allá de la coyuntura política es una buena idea, que hay que discutir. El gobierno se siente, a su vez, fuertemente inclinado a innovaciones tributarias que van a contramano de cualquier propósito de contar con la cooperación interesada de los agentes económicos: tanto el impuesto a las grandes fortunas como la defensa del criterio que considera que las remuneraciones al trabajo no deben nunca tributar ganancias. Es cierto que, en el caso de Juan Grabois, podemos hablar de una figura colocada en las márgenes de la coalición, pero unas márgenes muy significativas para la misma por su posición en el mapa en el que redes políticas y clericales se solapan. Grabois bate insistentemente la tecla de un “Plan Marshall” (que propuso al presidente) con “reparto de tierras”; su proclama al respecto no es nueva en su trayectoria pública. Aunque no tenga viabilidad (ni sensatez) alguna, es difícil saber el alcance de la acción del grupo que este dirigente encabeza sin disputa. ¿Es exagerado relacionar esto con la ola de agresiones a la producción agrícola, principalmente la rotura de silo-bolsas? Al menos, no se puede demostrar tal relación. Pero es parte de un clima de antipatía a la producción, de un anticapitalismo cultural de antiguas raíces, para peor en un marco internacional de patente entredicho del capitalismo y la globalización, cuyo prestigio nunca estuvieron tan bajos desde 1989 y en el que la figura colosal del Francisco no contribuye precisamente a mejorar las cosas. Campea una mentalidad de “vivir con lo nuestro” que resulta obvia en la facilidad y rapidez casi frívola con que el presidente y la Cancillería anunciaron que Argentina se retiraba de negociaciones pendientes del Mercosur. Es difícil creer que se ignora que la trayectoria de mediano plazo a partir de esas opciones conduce a pobreza crónica. Junto a la idea que siempre vuelve de una reforma constitucional que haga posible reformar el país, está presente también lo legal: la ampliación del número de integrantes de la Corte Suprema, la reorientación del Consejo de la Magistratura, persiguen el mismo propósito, incrementar la capacidad de intervención del poder político en la Justicia de un modo estable. Será más fácil, así, remodelarla para un ejercicio sistemático de intercambio de apoyos y garantías de impunidad.
La pulsión por una transformación definitiva, el aprovechamiento de una ocasión de oro, para una acción de arriba abajo que coloque de una vez y para siempre las cosas en su lugar. Cuando Axel Kicillof explica que los que creemos en que la normalidad va a regresar somos ingenuos, que la normalidad no va a regresar nunca más, de ningún modo está hablando en términos sanitarios, ni exclusivamente en lo que se refiere a los vínculos sociales del cotidiano. Su expresión podrá ser algo sibilina, pero suficientemente clara: hay que prepararse para todo. Y Brieva podrá ser un bufón, pero la verdad es que no veo el menor motivo para descalificarlo por serlo. Y su mensaje al presidente, con todo lo delirado que aparenta, tiene entidad: si vamos a ser Venezuela, que sea ya. Desde luego, a Fernández no le interesa para nada que seamos Venezuela, ni ahora ni más adelante. Pero como tantas veces, los líderes están puestos en circunstancias que no manejan ni siquiera un poco, y soplan a su alrededor vientos huracanados que superan con mucho su voluntad política. Pueden ser más o menos sensibles a estos vientos. Sabemos que la situación de Fernández es precaria; cuando viaja a Formosa a visitar a Gildo Insfrán y consagrarlo como un gobernador entrañablemente querido y como un modelo a seguir, la percepción de Fernández sobre su fragilidad política parece ser elocuente, pero también lo es el precio que la democracia está pagando por eso.
Así las cosas, aquello que podía considerarse con sensatez como un temor legendario, o como la reproducción de males preexistentes que afectan a nuestra democracia, la irrupción de la pandemia puede hacerlo realidad. Y puede hacerlo realidad, facilitado, precisamente, por las condiciones previas del continuum. Condiciones si se quiere anestesiantes. Afectar y minar las instituciones republicanas y los valores liberales no es nada nuevo, ¿por qué tendría que ser algo nuevo ahora? Introduzco una breve digresión. Se trata de la relación entre decisionismo (o aún más dramáticamente, para algunos autores, de estado de excepción) y democracia. La primera formulación podría ser muy simple, aunque falaz: la “invención” de una epidemia puede ofrecer una coartada ideal para ampliar los procedimientos de excepción más allá de cualquier límite. Así, en esta clave, la clave del pretexto, ha sido formulado el problema por algunos intelectuales públicos. Puede considerarse que lejos de tratarse de un pretexto, la concentración decisionista del poder es, en determinados casos, una necesidad, un imperativo. Examinemos el tema en perspectiva histórica, de memoria. La dictadura era uno de los institutos políticos fundamentales de la república romana; pero destaquemos dos de sus rasgos claves: primero, su carácter extraordinario, que hacía de ella un cambio –transitorio– de régimen. No estamos hablando de las circunstancias históricas extraordinarias, sino de su naturaleza institucional extraordinaria –tanto es así, que por lo general quien la encarnaba era alguien que no pertenecía al mundo de la política y del poder en ese momento–; este es por lo menos el mito del dictador clásico: Cincinato. El dictador era buscado fuera del mundo ordinario de la política y se suponía que, finalizado el trance dictatorial, volvería a irse de él. Y el otro rasgo es la titularidad de la soberanía: el sujeto que encarnaba la dictadura no se podía instituir a sí mismo como dictador. Como es archiconocido, soberano, en el clarividente análisis de Karl Schmitt, es quien puede instituir el estado de excepción. Bueno, la dictadura romana no llegaba a tanto, pero es lo mismo: el soberano era el senado, era el senado quien podía establecerla. En los tiempos modernos, todo esto ha cambiado tranquilizadora e inquietantemente. Tranquilizadoramente porque se produjo una escisión razonablemente firme y estable entre dictadura y democracia. Esta escisión “protege” derechos, porque el instituto decisionista ya no es la dictadura, sino que tiene lugar en un marco democrático representativo, por encima de ciudadanos que, pese a todo, continúan tales. Pero al mismo tiempo es inquietante porque ha dejado de ser extraordinario –para adquirir una condición casi rutinaria en la gestión de gobierno– y el soberano ha dejado de ser exterior al titular del gobierno excepcional, siendo que el jefe del ejecutivo puede investirse a sí mismo de la potestad decisionista. Pero todo esto es lo que ya viene sucediendo en muchos regímenes democráticos y entre ellos el argentino. ¿Cuál es o será el impacto de la presente crisis? El gran peligro, sin dudas, es que se normalice más aún, se habitualice, rutinice, más aún, el gobierno decisionista. Una parte importante del personal político estará encantado con este resultado. Pero será muy malo a largo plazo, no solamente para la república y la ciudadanía, sino también para el desenvolvimiento indispensable de una economía próspera, la economía próspera que es, a su vez, indispensable para una democracia razonablemente abierta y liberal. No hay más que ver, hoy por hoy, los juegos poco sensatos que tienen lugar con las reglas (tributarias, financieras, fiscales, comerciales, etc.) como si estos cambios al sabor de circunstancias de corto plazo fueran inocuos. El hecho de que los dos decretos presidenciales, el 260 y el 297, que establecen la cuarentena, avancen en materia penal (la Constitución establece que no pueden dictarse en esta materia), es particularmente significativo, aunque, en arreglo al análisis de Ricardo Gil Lavedra, a quien mucho le agradezco, no son inconstitucionales. Y precisamente, según creo, en el hecho de no ser inconstitucionales, descansa el peligro. Ya que se trataría de decretos encuadrados en el concepto de leyes penales en blanco: la limitación constitucional a las facultades del presidente no rige en el caso de las leyes penales en blanco, pues no establecen la conducta prohibida sino que reglamenta sus condiciones o circunstancias (son usuales en materia económica, tributaria, aduanera o sanitaria, y los tribunales constitucionales de España, Alemania y nuestra propia Corte Suprema han admitido su validez). Y lo curioso, nos explica Gil Lavedra, es que se trata de dos DNU, cuando hubiera bastado una regulación meramente administrativa de autoridad competente. Creo que el caso de ambos decretos, tan central como instrumento institucional frente a la pandemia, ilustra bien esta faceta del problema: el continuum entre lo normal y lo anormal, entre lo ordinario y lo extraordinario, entre la norma y la excepción, puede facilitar cambios de régimen sin “saltos cualitativos”, sufridos por ciudadanos colocados como la rana en la olla de agua caliente.
Si el actual gobierno, que pivotea claramente en el presidente, alcanzara un éxito significativo en el control de la pandemia, el riesgo de que la orientación decisionista se consolide será elevado, pero su efectividad política durará poco. Este éxito vendrá junto a una amenaza catastrófica de colapso económico, que ya se ha instalado, y la proliferación de inquietudes sociales comprensiblemente congeladas por la propia pandemia. El desempleo podrá ser un morigerante del conflicto laboral, pero no de la agitación callejera, que tiene sus propios líderes políticos, muy gravitantes, que enfatizan la intensa percepción de sus bases sociales en relación a la exclusión. Con un activo político (hipotético por ahora) a sus espaldas, la gestión apropiada de la pandemia, y una agudísima carencia de recursos fiscales y económicos, la coalición conservadora –populista quedará en entredicho y un escenario posible será la radicalización ideológica del propio Fernández (es imposible siquiera conjeturar qué tipo de vínculo se establecería entre éste y CFK en ese caso). El camino alternativo, la procura de respaldos sociales y políticos que contrapesen a los sectores radicales, es mucho más deseable, desde luego, pero bien más difícil y muy audaz. Pero retomo ya mismo el hilo, hemos prestado atención a la retórica ideológica; mientras tanto, ¿qué se ha hecho en materia de regulaciones institucionales y económicas?
Un excelente paper de Alejandro Poli Gonzalvo analiza las consecuencias de la crisis sanitaria, y me limito a resumirlo aquí. El valor analítico principal consiste precisamente en poner en evidencia el vínculo entre la pandemia y ciertos efectos político institucionales y político económicos de importancia. Alejandro consigna entre las consecuencias institucionales, la pérdida de la independencia de los poderes legislativo y judicial (prolongación de la emergencia en todas las áreas del Estado de la Ley 27.541, abuso del gobierno por DNU; el manejo de los recursos financieros de la Nación para presionar a gobiernos provinciales y municipales opositores; la reforma judicial, cuya agenda incluye puntos como la ampliación del número de jueces de la Corte Suprema, la ampliación de los juzgados federales, la modificación de la ley del arrepentido, la ampliación del criterio restrictivo tradicional que guía los casos que toma la Corte, la delegación en los fiscales de la instrucción acusatoria (bajo el poder político del Procurador General de la Nación, etc.); la utilización del Consejo de la Magistratura para favorecer o perseguir a jueces por razones políticas; la designación arbitraria de magistrados para la cobertura de vacantes que dejará la renuncia masiva de jueces por la nueva Ley 27.546 de jubilaciones de privilegio. Entre las consecuencias jurídicas, Alejandro destaca: el retorno de la teoría del esfuerzo compartido para impedir el cumplimiento de los contratos entre privados (propietarios e inquilinos, proveedores y clientes, Estado y contratistas); la utilización del mecanismo de intervención en empresas de distintas áreas bajo la excusa de necesidad y urgencia; la inadecuada defensa de los derechos de propiedad (ocupación ilegal de espacios de propiedad privada, etc.); las modificaciones de la Ley de Concursos para favorecer a los grandes deudores; el incumplimiento de contratos del sector público, sin posibilidad de discontinuar los servicios o prestaciones; la continuidad de los esfuerzos por anular causas de corrupción de funcionarios con causas penales en trámite; el empeño por liberar presos del sistema penitenciario.
Los autores que se han ocupado de estudiar desde el punto de vista politológico o constitucionalista las tendencias recientes que afectan a los regímenes democráticos han observado un componente decisivo de responsabilidad de los liderazgos; muchas veces no se trata de la responsabilidad directa de ser los protagonistas que han procurado los objetivos más perniciosos, sino de un esfuerzo por la supervivencia. Se trata por tanto, a veces, de pasividad o complicidad. Pero otras también de una conversión, de una encarnación de una retórica o unos objetivos que ofrecen garantías de seguir en el control. Por otra parte, “ir por todo” es un comportamiento político que alimenta notoriamente la polarización tanto como la propia falta de límites en la acción; nada más lejos de la moderación que por lo general es decisiva en la relación entre partidos y fuerzas políticas. Argentina ha vuelto a tener –quizás como nunca en la historia democrática desde 1983– una tendencia hacia la deslegitimación recíproca de los actores políticos cuya reversión sólo podría ser facilitada por la configuración de alianzas actualmente inesperadas.