“Es un acertijo envuelto en un misterio dentro de un dilema” dijo, en 1939, Winston Churchill para expresar el desconcierto que le provocaban las intenciones soviéticas respecto del nazismo. Y esa misma frase parece adecuada para dar cuenta de la dificultad para comprender el experimento iniciado en Argentina en diciembre pasado.
Para algunos, el de Javier Milei es un gobierno que viene a reformar las estructuras corporativas que han dificultado el desarrollo del país en las últimas décadas, para otros es una versión renovada del neoliberalismo menemista que se propuso modernizar el capitalismo argentino a finales del siglo pasado.
Otros ven al Presidente como un autócrata empeñado en la destrucción de todas las capacidades estatales con excepción de aquellas que, como la propaganda y la seguridad, resulten necesarias para la acumulación y preservación del poder.
Es cierto que, como todo líder populista, Javier Milei puede ser aquello que cada uno proyecte en él; también lo es que después de diez meses de gobierno es posible comenzar a desarmar el acertijo. Y si aquellas aproximaciones son, a mi juicio, tan inconducentes como erróneas ello se debe no en menor medida a que pretenden comprender las intenciones del gobierno como si sus propósitos fueran los mismos que los de aquellos a los que vino a sustituir.
Como si quisiera hacer bien lo que otros han hecho mal, una versión nueva de algo conocido, cuyas diferencias con anteriores experiencias radicaran en su radicalidad, su estilo o el extraño acompañamiento que le da una parte de la sociedad hastiada de las posibilidades alternativas.
No: el experimento en el que se encuentra inmersa la Argentina es de un orden diferente, y sus rasgos característicos no deben buscarse en sus efectos sobre la economía, ni siquiera en la concepción del Estado que guía las políticas, sino en algo anterior, en una visión del mundo que sin ser nueva se nos presenta como novedosa, y por tanto extrañamente ajena: tradición, permanencia, rechazo del cambio y del movimiento; más aún, su reverso, adoración del orden y de las jerarquías que expresan la inmutabilidad de ese orden.
Son los tópicos del pensamiento reaccionario que se articuló en oposición a la Ilustración y a la Revolución Francesa -y en esto, emparentado con el otro gran movimiento anti ilustrado, el fascismo- pero también contrario a la modernidad. Desconfianza hacia la política, “a la que se considera inepta”, según señala Antoine Compagnon en su magnífico análisis de los antimodernos; repulsión ante la idea de igualdad y horror al cuestionamiento de la autoridad.
Cultor de una idea de libertad que no es otra que la de la primacía del individuo desprovisto de todo lazo social, en la tradición de un nominalismo medieval según el cual solo los individuos existen -no los géneros, no las clases-, y que se nos hará familiar en la formulación romántica que ordenaba seguir “la gran ley de individuación, reforzar el principio de individualidad”: no hay sociedad, no hay lazo social, solo personas. Más aún: la sociedad es lo que está contra el individuo, lo que está ahí sobre todo para destruirlo.
Heredera de Joseph De Maistre, para quien “la soberanía del pueblo, la libertad, la igualdad, el derrocamiento de toda clase de autoridad” no eran más que ilusiones, intentos de vulnerar la libertad aristocrática por medio de la igualdad democrática, esta visión del mundo “identifica la ideología, como escribe Judtih Shklar, como un subproducto de la competición entre varios bloques de poder dentro de la sociedad y por tanto un impedimento contra cualquier política solvente”, y por ello se inquieta ante la igualdad de oportunidades en la vida política y social.
Conviene ser precisos: el experimento encabezado por Milei no es un intento conservador de contener las demandas populares para favorecer un mejor desarrollo del capital; no es tampoco un reformismo de derecha, pragmático y racionalista, que apunta a dinamizar el futuro removiendo los escollos que encuentra en el presente. Es propiamente un movimiento reaccionario, contrario a la vez a los contenidos normativos que heredamos de la Ilustración y a la dinámica de la modernidad, a cuya racionalidad atribuye la responsabilidad de la destrucción del libre mercado por medio de la planificación económica realizada por las autoridades políticas -el peor anatema para quienes insisten en que sin absoluta libertad económica ningún otro tipo de libertad puede sobrevivir. Es un movimiento del cual hemos visto ya manifestaciones en las tres grandes olas que describió Albert Hirschman al analizar la retórica de la reacción: una primera contra la igualdad ante la ley y los derechos del hombre; una segunda contra la democracia y el sufragio universal; una tercera contra el Estado providencia.
Si lo propio de la retórica liberal es la ironía y la ambigüedad, entre cuyos pliegues asoma la posibilidad misma de un mundo plural y diverso, lo que caracteriza a la retórica de la reacción es el sarcasmo, producto de una mentalidad dogmática y despreciativa, incapaz de reconocer que hay otras verdades en el mundo que deben ser atendidas.
Vociferar, vituperar, degradar son los recursos de estos profetas decadentes; el dogma su fundamento. Su propósito, deponer lo que queda, aunque maltrecho, de una sociedad que quiso ser moderna e ilustrada, para fundar sobre los residuos un nuevo orden jerárquico, irracional, fundado en el eterno prejuicio contra la igualdad y contra la libertad.
Publicado en Clarín el 29 de septiembre de 2024.
Link https://www.clarin.com/opinion/revolucion-modernidad_0_XHcG9H0q5i.html?srsltid=AfmBOoqlOkH0d3DeeQkiPr3vV5S2t60E1deia4ufJcRuHonjO2sdDMJC