Introducción
Las referencias que nos ofrece el mundo en esta segunda década del siglo XXI, señalan un nítido contraste con la ilusión de un futuro de paz y progreso global que se presumía cierto, al final de la guerra fría, al abrigo de la ola democratizadora y el auge de la globalización económica.
En efecto, las consecuencias negativas de los déficits de la gobernanza global y los retrocesos en la calidad de las instituciones, se potenciaron con la Pandemia , reforzando un estado de “recesión democrática” a escala global.
En ese marco, los países de América Latina siguen lidiando, además, con los asuntos problemáticos que distinguieron su historia en el siglo pasado: el autoritarismo, la desigualdad y la violencia.
En relación a sus instituciones, desde la notoria vigorización de la corriente democratizadora iniciada con el Presidente Alfonsín en 1983, no sólo se registra la ominosa existencia de “autocracias electivas” en varios países de la región, sino que, además desde 1985, fueron 20 los presidentes que no concluyeron sus mandatos y, de ellos, solo unos pocos cesaron su gestión a través de juicios políticos sustanciados en los congresos.
En cuanto a la desigualdad y la violencia, América Latina ostenta el triste récord de estar situada entre las zonas más desfavorables del mundo. Así, de los 25 países más desiguales del planeta, 16 son latinoamericanos. Y la región, que cuenta con menos del 9% de la población mundial, según las Naciones Unidas registra el 29% de los homicidios a nivel global y están localizados 8 de los 10 países más violentos del planeta.
El futuro inmediato tampoco luce auspicioso para Latinoamérica. El Banco Mundial y el FMI pronostican que, entre las economías emergentes, este año y el próximo nuestra región será la de menor crecimiento económico.
Ese pronóstico anticipa que difícilmente se recuperen los niveles pre pandemia del Índice de Desarrollo Humano, el indicador de las Naciones Unidas basado en el poder adquisitivo de los ciudadanos, la educación y la esperanza de vida al nacer que, por primera vez en sus más de treinta años de existencia, registró dos retrocesos anuales consecutivos en 2020 y 2021.
A pesar de este adverso contexto global y regional, los tres países de Latinoamérica que son considerados como democracias plenas según la clasificación de The Economist -Uruguay, Costa Rica y Chile- exhiben, y no como resultado del azar, los mejores resultados relativos en términos de desempeño económico, reducción de la pobreza y acción estatal efectiva en la Pandemia.
En este marco de recesión democrática y deterioro económico y social, es crítico identificar las claves que explican el cambio tectónico que, en términos políticos, significa el nuevo gobierno argentino. También, analizar si las ideas del nuevo gobierno constituyen una base sólida para afrontar los desafíos de este tiempo.
¿El (fra)caso argentino?
Nuestro país integra, junto a Venezuela y Cuba, el reducido grupo de naciones que en el hemisferio occidental han registrado un retroceso, en términos relativos, en su desarrollo.
En nuestro caso, eso se explica por el agotamiento, hacia mediados de la década del setenta, del modelo de la industrialización sustitutiva de importaciones. Desde allí, carecemos de un patrón productivo sostenible, en términos socioeconómicos y políticos.
Aunque sí es verdad que la inauguración democrática de 1983 -un verdadero cambio civilizatorio- terminó para siempre con la violencia como método de acción política, al que vastos sectores sociales toleraron y aceptaron por demasiado tiempo, y contribuyó de manera decisiva al fin de las dictaduras en la región.
La nueva institucionalidad, sin embargo, no fue suficiente para instaurar un orden político que sostuviera un conjunto de políticas públicas eficaces para promover un desarrollo económico y social perdurable, a diferencia de muchos de nuestros vecinos de la región
Los datos que muestran el retroceso son dramáticos: en el período 1974- 2020, el ingreso por habitante de la región creció al 1,8% anual acumulativo, tres veces más que el de Argentina.
El estancamiento económico – con un ingreso por habitante, el año pasado, inferior en un 11% al de 2011- hizo que, según el relevamiento del FMI de 193 países, Argentina descendiera, en los últimos 40 años, del puesto 35 al 69 en el concierto de las naciones.
Sobre este deterioro secular de la economía argentina, se desplegó la pésima gestión oficial de la Pandemia en 2020 que ubicó a la Argentina en el lote de 15 países con los peores indicadores de fallecidos por millón de habitantes.
Además, nuestro país en el primer año de la Pandemia triplicó, según el FMI, la caída promedio del PBI mundial y registró un incremento de la pobreza tres veces más alto que el promedio de Latinoamérica, según la CEPAL.
Con ese clima de época de recesión democrática como telón de fondo, una sociedad mayoritariamente enojada y desesperanzada, creyó encontrar una opción superadora al habilitar el acceso al poder de una extravagante propuesta política, percibida como cuestionadora del frustrante orden político establecido.
Un indicador apropiado de ese estado de ánimo social y, también, una triste paradoja a 40 años de la inauguración democrática, es el Informe Latinobarómetro. En efecto, su último trabajo concluye que, entre 2023 y 2020, la preferencia por un gobierno autoritario en nuestro país aumentó 5 puntos porcentuales, por encima del promedio de América Latina, alcanzando el 18% de las personas consultadas.
El peligro del populismo autoritario
El nuevo gobierno se propone una reformulación profunda de las relaciones entre la sociedad, el mercado y el estado, liderada por quien se presenta como “el primer presidente libertario de la historia de la humanidad”.
Esa autoimpuesta misión a escala planetaria pretende reemplazar la “necrofilia ideológica” – el amor por ideas muertas y fracasadas que orientó los cuatro gobiernos elegidos de cuño peronista que tuvimos en el siglo- y también impugnar una parte sustancial del pacto de convivencia expresado en la Constitución Nacional, por un recetario que conduce directo a una “autocracia de mercado”, eludiendo las reglas del estado de derecho y potenciando los modos populistas de la acción política, tan internalizados por la sociedad argentina.
El profesor Loris Zanatta, en una reciente conferencia organizada por la Fundación Alem, sintetizó los rasgos dominantes del populismo según Isaiah Berlin – el renombrado pensador liberal y destacado académico de la Universidad de Oxford – que, por otra parte, se adaptan como el guante a la mano a la práctica política del oficialismo:
- Es un fenómeno anti-política, independiente del tipo de ordenamiento institucional.
- Formula un planteo regeneracionista de un pueblo elegido que exige recuperar un pasado idealizado de esplendor.
En nuestro caso, son “los argentinos de bien” quienes necesitan de la orientación de un redentor que, enfrentado a “la casta”, se propone volver a una “época de oro”, situada con antelación a la consagración del voto secreto y obligatorio en 1916.
Es pertinente no confundir la concepción y la práctica política del populismo, con su desprecio por la división de poderes y la rendición de cuentas a los ciudadanos, con los contenidos de las políticas económicas.
En rigor, fueron tan populistas las experiencias “neoliberales” de Alberto Fujimori en Perú – que llegó a clausurar el Congreso-, como los 4 gobiernos peronistas de este siglo – que casi duplican el gasto público en relación al PBI -, gobernando desde el primero hasta el último día de sus gestiones con facultades delegadas por el Congreso y con permanentes avances sobre la independencia del Poder Judicial, con juicio político iniciados a los integrantes de la Corte Suprema de Justicia incluidos.
Además, con un populismo hegemónico, existen riesgos que pueden devenir en peligros para la salud democrática. Estas características fueron sistematizadas por los autores de “ Cómo Mueren las Democracias” – Steven Levitsky y Daniel Ziblatt- en su análisis del trabajo de Juan Linz, “La quiebra de las democracias”, describiendo distintos comportamientos autoritarios de actores políticos relevantes como, por ejemplo:
- Rechazar, ya sea de palabra o mediante acciones, las reglas democráticas del juego.
- Negar la legitimidad de sus oponentes.
- Tolerar o alentar la violencia.
- Anunciar la voluntad de restringir las libertades civiles de sus opositores, incluidos los medios de comunicación.
Aunque es de estricta honestidad intelectual reconocer que el gobierno argentino aún no alcanzó las cotas rupturistas de Donald Trump, Jair Bolsonaro, Víctor Orbán y Recep Tayyip Erdoğan, también es cierto que su praxis política, con la habitual dosis de descalificación y agravios a opositores y periodistas, agrega un contenido tóxico al muy tensionado clima político.
Las instituciones y el progreso económico
La relevancia de la dimensión institucional excede los aspectos vinculados con los derechos civiles y políticos de los ciudadanos y, en rigor, también determina el desempeño económico.
En nuestro ordenamiento institucional, la Democracia y la República se necesitan mutuamente. La Democracia contribuye a asegurar la legitimidad del origen y la finalidad del ejercicio del poder y la República, por su parte, regula el uso de ese poder legítimo.
Además, , las instituciones contribuyen a proveer previsibilidad al modo de producción capitalista que, como es sabido, tiene en el riesgo un factor clave a ponderar, pero rechaza la incertidumbre.
La anomia social y la debilidad institucional ayudan a explicar la asimetría en el desempeño económico entre la Argentina y sus vecinos. Mientras que entre 2006 y 2022 Uruguay y Chile redujeron la pobreza en 22 y 35 puntos porcentuales, respectivamente, el deterioro secular de nuestra economía hizo que, sólo en el último periodo presidencial, se haya incrementado el contingente de pobres en cerca de 1,5 millones de personas.
De acuerdo a un estudio reciente de dos profesores de la Universidad Nacional de Lomas de Zamora, Marcos Ochoa y Maximiliano Albornoz – que construyeron un Índice de Calidad Institucional en base a datos del Banco Mundial y Transparencia Internacional- nuestro país registró solo en 7 de los últimos 21 años un desempeño superior al promedio de los países de América Latina.
Según este indicador – que tiene en cuenta la calidad regulatoria, la vigencia del estado de derecho y las percepciones sociales sobre el control de la corrupción y la rendición de cuentas, entre otras variables – Chile y Uruguay, que encabezan el ranking de la región, casi duplican a Argentina en el promedio del periodo considerado.
En la policrisis de la Argentina, donde las distintas dificultades se superponen como en las matrioskas rusas, es imprescindible ser consciente que no estamos frente a una crisis fiscal con derivaciones múltiples, sino que sufrimos una crisis social, política, económica y de convivencia democrática, con implicaciones fiscales.
La condición de superación de esa crisis combinada es, sin dudas, la consagración de un orden político asentado en tres pilares: uno democrático, donde la soberanía popular expresada en elecciones limpias y verificables esté garantizada; otro republicano, que establezca la independencia, equilibrio y rendición de cuentas de los poderes y un tercer soporte de naturaleza “verdaderamente” liberal que asegure los derechos de cada ciudadano, en particular de todas las minorías.
Entonces, para poder esperanzarse con un horizonte de progreso social y realización individual es imprescindible que una sólida infraestructura institucional – como decía el Presidente de la República de Italia Sandro Pertini en referencia a la relación a la integración económica de su país con Europa- deje de ser un ideal para constituirse en una necesidad imperiosa.