En 1729, el escritor irlandés Jonathan Swift propuso —con cruel ironía— una solución “eficiente” a la miseria que asolaba Irlanda: que los pobres vendieran a sus hijos para que fueran comidos por los ricos. En su célebre A Modest Proposal, no buscaba escandalizar por el canibalismo, sino denunciar la lógica inhumana de un sistema que, en su afán de cálculo y orden, ya había devorado todo lo esencial. Si la economía se había vuelto más importante que la dignidad, si las cifras eran más importantes que las vidas, ¿por qué no aplicar esa lógica hasta el final?
Tres siglos después, aquella sátira resuena —tal vez sin saberlo— en ciertos rincones de la Ciudad de Buenos Aires, donde la maquinaria de la educación pública se oxida sin alma, y anuncia una nueva reforma con prolijidad técnica pero sin verdad pedagógica, donde los niños, sin comprender lo que leen, egresan con diplomas que pesan menos que el silencio.
No los cocinamos, es cierto. Pero los desnutrimos intelectualmente. No los vendemos, pero hipotecamos su porvenir. Esta reforma, como tantas otras, corre el riesgo de ser otra modesta propuesta: administrativamente impecable, humanamente vacía.
1. El monopolio que no aprende
Friedrich Hayek advertía que ningún organismo central puede conocer todo lo que una sociedad dispersa sabe. La información está repartida en millones de cabezas, de experiencias, de contextos. Cuando el Estado asume en exclusividad la función educativa, sin competencia ni pluralidad, sin escucha ni retroalimentación, lo que se produce es un sistema cerrado: un monopolio cognitivo.
Anxo Bastos lleva esa idea más lejos: en un sistema sin incentivos, donde no hay posibilidad de premiar lo que funciona ni corregir lo que falla, todo esfuerzo tiende a ser castigado. El monopolio no aprende porque no tiene por qué hacerlo. No tiene espejo, no tiene rival, no tiene por qué mejorar.
La educación pública porteña, con sus reformas repetidas y sus diagnósticos sin efecto, es un ejemplo de esto. Año tras año, el Estado centraliza la planificación, la currícula, las cargas horarias, los planes de estudio y las evaluaciones. La escuela se convierte en una extensión de la oficina: no se enseña lo que los chicos necesitan, sino lo que el Excel determina. No se escucha al que enseña, ni al que aprende, ni al que observa desde afuera. Y así se pierde la capacidad de adaptación: se sigue enseñando lo mismo, con las mismas herramientas, a una generación que cambió por completo.
- La reforma sin voz
La actual reforma “Buenos Aires Aprende” promete jerarquizar lengua y matemática. Nada más sensato, diría cualquiera. Pero al mismo tiempo, se vacían de contenido áreas como historia, ciencias naturales, filosofía, arte, como si el lenguaje y el número pudieran sostenerse sin pensamiento ni mundo. La palabra, sin historia, se convierte en eco. El número, sin contexto, en un juego estéril.
Se ha dicho que los chicos no comprenden lo que leen. Y es cierto. Las evaluaciones oficiales revelan que más del 50 % de los alumnos de la Ciudad no alcanzan niveles mínimos en comprensión lectora. En zonas vulnerables, al ingresar al primer grado, cuatro de cada diez niños no reconocen letras. En PISA, la Ciudad retrocede. Pero en lugar de revisar la estructura, se recortan contenidos, se reorganizan horarios, se cambian los nombres de las materias como si el problema fuera semántico y no estructural.
La pregunta es: ¿a quién se escucha cuando se diseña una reforma? ¿Dónde están las voces de los docentes, de los alumnos, de los padres, de los pedagogos que no trabajan en consultoras? ¿Cómo puede pensarse una transformación educativa sin diálogo? Una vez más, el sistema se repliega sobre sí mismo, como el cauce de un rio que se curva y vuelve siempre al mismo pantano.
- La descoordinación y el absurdo
Uno de los síntomas más notables del sistema educativo porteño es su descoordinación interna. Faltan profesores en materias clave (física, química, oficios) mientras sobran en otras. No hay criterios actualizados para la asignación de cargos. Las horas se distribuyen como si el tiempo fuera elástico, y el talento, infinito.
A esto se suma una paradoja que bordea el absurdo: al docente se le paga menos a partir de la hora número 40. En lugar de premiar la dedicación, se la penaliza. Es el único sistema que castiga la productividad sin pudor. Y como si esto no bastara, los sueldos se pagan con demora, los concursos se suspenden, y los incentivos al mérito brillan por su ausencia. El docente se convierte, entonces, en un sobreviviente institucional: navega en un mar de formularios, calendarios rotos y normas contradictorias.
¿Cómo sostener una vocación así? ¿Cómo pedirle a un maestro que enseñe entusiasmo si lo que recibe es desdén administrativo?
- De Swift a la escuela: ¿comernos a los niños?
Volvamos a Swift. Su ironía brutal tenía un propósito: desnudar la lógica deshumanizada de un sistema que ya había perdido el alma. Él no hablaba de canibalismo real, sino simbólico: mostraba cómo, en nombre del orden, la eficiencia y la razón de Estado, se podía justificar cualquier cosa. Incluso la más atroz.
Hoy, no hay fábricas que procesen carne infantil. Pero sí hay oficinas que diseñan planes vacíos. Hay escuelas que certifican saberes que no se enseñan. Hay chicos que transitan 13 años escolares sin aprender a comprender un texto. Eso también es una forma de devorar. Más lenta, más elegante, pero igual de cruel.
- Una salida: liberar el futuro
¿Qué hacer? No alcanza con más reformas. Hay que cambiar el marco. Hay que abrir el sistema. Hay que permitir que otras voces educadoras tengan lugar: cooperativas, organizaciones, proyectos comunitarios, escuelas privadas sin tutela estatal directa. Que la educación se transforme en un ecosistema, no en un monocultivo.
El Estado puede y debe garantizar lo esencial: acceso, igualdad de oportunidades, evaluación de base. Pero no puede, ni debe, ser el único productor de sentido. Porque cuando eso sucede, se produce lo que Bastos llama “la muerte del aprendizaje”: un ritual sin contenido.
Hayek nos recuerda que el conocimiento no puede planificarse desde un escritorio. La cultura es un orden espontáneo, vivo, respirante. Solo cuando abrimos la puerta a la diversidad —de métodos, de contenidos, de voces— empieza la verdadera educación.
Epílogo: una propuesta indecente
En el siglo XVIII, Jonathan Swift quiso estremecer conciencias. Hoy, quizás, nos conformamos con que no haya escándalo. Pero el silencio también es una forma de propuesta: una propuesta indecente que, sin nombrarla, nos invita a resignarnos. A mirar cómo se marchitan los sueños infantiles en aulas estériles. A tolerar que se devore el futuro con excusas políticas.
Tal vez sea hora de escribir nuestra propia sátira, no con ironía, sino con decisión. De proponer —no modestamente— una revolución simbólica. No queremos comernos a los niños. Queremos devolverles la palabra, la historia, la belleza, la libertad. Eso sí sería una reforma. Las demás son apenas recetas sin fuego.