Las recientes PASO han puesto en evidencia una nueva grieta en la Argentina, asociada a la valoración que las distintas generaciones tienen respecto de la política. Aunque pocos ciudadanos están satisfechos con el funcionamiento público, parece claro que los mayores de 60 años, que vivieron la ausencia de democracia y la violencia, muestran un comportamiento más tradicional frente a la oferta electoral. En cambio, los nacidos bajo el funcionamiento del Estado de Derecho manifiestan su descontento votando opciones “no tradicionales”. Entre otras cosas, parecen sentirse más libres de los miedos del pasado. Sus miedos son otros.
A unos y otros los une el desasosiego, la impotencia que surge de la acumulación de frustraciones. Pero mientras los mayores parecen estar más resignados o bien más prevenidos frente a las simplificaciones, los jóvenes recelan de “lo existente” y de muchos argumentos repetidos. La paciencia social es una virtud que puede exigirse cuando una nación tiene un rumbo o cuando las necesidades más básicas están cubiertas. Cuando los ciudadanos en su rol de “auditores/electores” advierten que ese sentido no existe o que su realidad se deteriora día a día, la paciencia se diluye.
No es la primera vez que una juventud “viene a cambiarlo todo”, supuestamente sin complicidades con el pasado y sin los marcos restrictivos de aquellas generaciones que “nos trajeron hasta acá”. Motivos no le faltan. La rebeldía juvenil, más allá del formato que adopte, es generalmente la expresión pública de una frustración que se ha incubado en el micromundo de los sinsentidos cotidianos. En la Argentina, quienes trabajan en la informalidad y no pueden ahorrar, quienes no pueden confiar en la escuela pública para sus hijos, quienes padecieron en igual medida la inseguridad y el discurso benevolente con el delito, quienes se han hastiado de la anarquía en el espacio público han alimentado un rencor que termina de profundizarse frente al despliegue de la logística electoral, tan enorme. El razonamiento es sencillo, no hay recursos para nada y siempre hay para las elecciones.
Estos movimientos no crecen si no se apoyan en alguna verdad. En los años 60 y 70 las convulsiones políticas estaban alentadas por múltiples factores que se agregaban unos a otros hasta dibujar una escena que irritaba a millones de jóvenes: segregación racial, colonialismo, tensión nuclear, persecuciones ideológicas, etcétera. En los 90, ese rol instigador lo jugó la agenda ambiental y las críticas a la globalización; en los primeros años 2000, la indignación frente a la crisis financiera, etc. Pero, como resultó evidente con el paso del tiempo, denunciar un problema no presagia una solución, ni tampoco una causa, por noble que sea, amerita el uso de la violencia o la prescindencia de la opinión disidente.
Hasta hace poco, los instrumentos de denuncia eran la prensa escrita, el arte, las organizaciones asociadas a causas, los movimientos religiosos sensibilizados frente a situaciones de alto impacto humanitario, entre otros. Naturalmente, hoy el canal de la rebeldía son las redes sociales como herramientas multipropósito. La destrucción de espacios de pertenencia y la exclusión en un sentido profundo (cultural) tienen efectos políticos, y el voto lo refleja. El populismo, que se ha llenado la boca hablando de “lo colectivo” y “del proyecto”, empujó a los eslabones más débiles de la sociedad a un sálvese quien pueda, sin otro horizonte que la cena de esta noche.
Es deseable que el estupor no impida ver lo significativo que es que la sociedad redefina su conversación pública sin tabúes. Espero que el aprendizaje hecho respecto de los riesgos cuando alguien se considera “moralmente superior” no resulten en vano. La reacción generacional actual en la Argentina se apoya en una verdad cruda: la gestión de los asuntos públicos es extremadamente deficiente, y si en más de 120 años el Estado argentino suma apenas unos 10 con resultados presupuestarios no deficitarios, puede concluirse (generalizando) que quienes lo hemos gestionado hemos sido inútiles, corruptos o privilegiados.
A renglón seguido, han logrado explicar de manera sencilla que si no se equilibra el presupuesto el resultado es más deuda, o más inflación (por emisión), o más impuestos. Tres escenarios que los jóvenes no toleran más, porque saben que eso significa entregar su futuro. La libertad a la que refieren en su posicionamiento, nada tiene que ver con las garantías constitucionales, sino con la carencia de horizonte que genera un modelo político que ha intentado construir legitimidad siempre ampliando el gasto público. Ahora bien, que eso sea verdad (como lo eran el colonialismo y la segregación) no significa ni que puede resolverse con una motosierra ni que nunca se haya querido resolver (obviamente, el tema tiene una complejidad que es engañosamente soslayada).
Para estos jóvenes la motosierra resulta más atractiva y creíble que los programas, que son vistos como excusas dilatorias. De mis experiencias de diálogo con muchos de ellos extraigo tres conclusiones: no creen en los procesos, no le temen a una crisis (en el fondo creen que solo una crisis puede abrir un nuevo escenario), no sienten que algo valioso deba preservarse en el camino. Exactamente lo inverso a mis posicionamientos, que creo en los procesos (y el aprendizaje), temo a las crisis y entiendo que las instituciones deben prevenirlas, y sé que muy a pesar del momento, y de la necesidad de hacer cambios profundos, también hay muchas cosas valiosas que preservar.
Toda la cultura política de la clase media, apoyada durante el siglo XX en tres pilares: la idea de conciliación frente a las tensiones sociales, confianza en el futuro, bienes públicos razonables e integradores, se ha roto. No puede haber cultura política de clase media sin clase media o con una tan débil en la que el miedo le gana a la esperanza de cambio. Aun así creo que es posible construir para la Argentina una buena respuesta a un diagnóstico ineludible.
No se trata de convalidar el abolicionismo de Estado, ni de ser complaciente con la misoginia, el supremacismo o los insultos. Se trata de ser exigentes con nosotros mismos, con nuestras prácticas, con nuestros análisis. El déficit de representación que el sistema fue incubando de manera asintomática durante muchos años estalla ahora, pero no es de ahora. El populismo nos ha hartado con sus imposturas, sus exageraciones, su irresponsabilidad. Este no es un tiempo de improvisaciones, sino de compromiso, de visión y de ética.
Juntos por el Cambio ha transitado un largo camino, ha resuelto su liderazgo y tiene una candidatura presidencial que ha asumido valiente y seriamente la necesidad de transformaciones. Para superarnos como nación no debemos desconocer la causa verdadera que ha movilizado a toda una generación, pero tampoco dejar esa grieta abierta. Quienes creemos en el pluralismo, quienes valoramos la convivencia y estamos dispuestos a defender la libertad de todos, tenemos una tarea inmensa de hoy al 22 de octubre.
Publicado en La Nación el 30 de agosto de 2023.
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