Se cumplen cuarenta años de aquella jornada del 30 de octubre de 1983, en la que Raúl Alfonsín, luego de una campaña épica, en la salida de la más terrible dictadura de nuestra historia, ganara las elecciones presidenciales. El significado de ese triunfo fue entonces, y es hoy, de una magnitud inconmensurable. Una campaña que llegó al corazón de una mayoría de los argentinos, y que tuvo el respeto de muchos otros que aun votando diferente, veían en Alfonsín a la persona que podía conducir esa transición que todos sabíamos complicadísima.
Su altura moral, su comportamiento ejemplar por aquellos años, su predisposición a la amplitud ideológica, su discurso sentido apoyado en el republicanismo y su decisión férrea para llegar a la verdad y la justicia, lo contraponían a un candidato que no solo había tenido una dudosa participación en el final del anterior gobierno democrático, sino que se hallaba cómodo con el acuerdo militar sindical tejido en aquellos días, además de estar acompañado por un violento candidato a gobernador de la Provincia de Buenos Aires. El pueblo votó entonces con el corazón y la inteligencia. No era tiempo de un “borrón y cuenta nueva”, como tantas veces. Se necesitaba decisión y coraje. Se necesitaba que la democracia dejara de ser un sistema siempre a expensas de los deseos de sectores minoritarios, y para ello era necesario un líder con ideas muy claras, que predicara con su ejemplaridad, y que no temiera a las corporaciones.
Ese era Raúl Ricardo Alfonsín, que además de esta trágica situación de violación a todos los derechos y libertades, heredaba una situación económica paupérrima, un país endeudado y un sector productivo arruinado por las políticas liberales (que lamento decírselo a algunos, no son nuevas ni innovadoras).
Fueron aquellos los días más emocionantes que me ha tocado vivir en una vida en la que la política ha sido siempre parte, de una forma u otra. Emoción que se prolongó en su asunción y en la decisión única de un par de días más tarde, de firmar el decreto de juzgamiento a las Juntas militares y los líderes de la subversión de izquierda, responsables de tanto.
Hoy se cumplen cuarenta años de aquellos días y vivimos una situación bien diferente. Porque se cumple un tiempo que confirma el éxito del principal de los objetivos que Alfonsín se trazó entonces, el de hacer que la democracia se transforme en un sistema estable que garantice derechos y libertades, como lo tienen casi todos los países del mundo que han logrado un desarrollo armónico. Claro está que en materia económica y social, la democracia no ha logrado los buenos resultados que todos esperábamos. Lejos de esos días de esperanza, hoy se viven tiempos de decepción e incredulidad que pueden hacer confundir todo lo bueno que implica el sistema. Nuestros males no son producto del sistema, sino de sus ejecutores, cumplan la función que cumplan. Me animaría a decir que, sin quitarles ninguna responsabilidad, no solo los políticos son causantes de esta actualidad; jueces, empresarios, sindicatos, contratistas, corporaciones, periodistas, sectores financieros, por nombrar solo a algunos, han participado en la construcción de este presente. El presente amargo es una construcción en la que seguramente todos pusimos nuestro granito de arena, para bien o para mal. No es un problema del sistema, que cumple cuarenta años.
Por supuesto que el presente económico relativiza la importancia de este aniversario. Pero quizás mucho más lo haga, que los logros de este sistema hayan hecho desaparecer de los intereses de los más jóvenes los problemas que más sentido le dan a la democracia sostenida.
En octubre de 1983 yo tenía veinte años. Todos los años anteriores de los que tengo memoria, los viví en un ambiente de miedo permanente. Violación de la Constitución, prisión, tortura, violencia, atentados, desaparición de personas, censura, muerte, secuestros, violaciones, bombas, exilio, redadas, apropiación de menores, proscripciones, artistas prohibidos o profesores impedidos de enseñar, y tantas otras prácticas, no eran parte de la vida anterior: “eran la vida anterior”.
La Argentina era un país en el que violencia y restricción de libertades no dejaban vivir. La democracia vino fundamentalmente a solucionar esto. Alfonsín propuso a la sociedad el “Nunca Más” a todo eso, y entre todos, lo logramos. Y no tengo dudas que los que conocemos aquello por lo que se pasó, nunca dejaremos de valorarlo primordialmente. Pero los jóvenes nunca vivieron aquella sociedad, precisamente por lo que la democracia logró. Hablo con jóvenes permanentemente y la libertad no es para ellos una prioridad, simplemente porque siempre estuvo ahí. Nunca les faltó y por tanto, es muy difícil de valorar. Como el aire, siempre estuvo. Otro tanto ocurre con el uso indiscriminado de la violencia como herramienta política, cosa absolutamente normal hasta 1983, que el transcurso democrático ha hecho desaparecer. Y obviamente es absolutamente relevante. Y antes que alguien me refute, no hablo de inexistencia de casos aislados sino de la falta de libertad y uso de la violencia como políticas permanentes y metódicas.
Esa desaparición, es un logro de la democracia, de esa que apuntaló Raúl Alfonsín y a la que con idas y venidas todos nos hemos acostumbrado. Lo bueno también está ahí y es la base de una sociedad mejor, aunque falte mucho. Sin base, no hay construcción y los sistemas representativos se afianzan con el tiempo y el aprendizaje. “Crecen desde el pie”, diría el maestro Alfredo Zitarrosa.
Son cuarenta años; muchos para nuestras vidas y un soplo para la vida de un país. No han sido en vano. La lucha continúa y cada día esa democracia nos pide ser mejores. Algún día llegaremos, y al volver la vista atrás, se podrá ver la figura inmensa de Raúl Alfonsín, saludando triunfante ese 30 de octubre de 1983.
Fuente: Radicales Org.