lunes 7 de octubre de 2024
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Una breve nota sobre el financiamiento público de la ciencia

En los últimos días se ha vuelto a hablar en la Argentina sobre el gasto estatal en actividades científicas. El foco de la discusión pública es el Consejo Nacional de Actividades Científicas y Técnicas (CONICET), pero lo que está en juego más ampliamente es el financiamiento no solo de dicho organismo, sino también de otro conjunto de actividades y proyectos que han venido siendo fomentados principalmente por la Agencia Nacional de Promoción de la Investigación, el Desarrollo Tecnológico y la Innovación (Agencia I+D+i). Ante la emergencia de voces críticas respecto del fuerte recorte de gastos en esta área, el señor Presidente de la República cuestionó que la sociedad deba “subsidiarles la vocación” a los científicos y los invitó a “salir al mercado como cualquier hijo del vecino investiguen, publiquen un libro y vean si la gente le interesa o no”

Quien esto escribe es investigador del CONICET. Esa afiliación no me impide tener una visión crítica del organismo, que exhibe logros muy significativos y cuenta con investigadores de primer nivel internacional, pero que a su vez necesita abordar, desde hace tiempo, un proceso de debate amplio y abierto a toda la sociedad, en búsqueda de adaptar su funcionamiento a las nuevas realidades sociales, económicas y tecnológicas y redefinir prioridades y líneas de acción, entre otras acciones y objetivos. Esto mismo vale para todo el sistema de ciencia y tecnología (CyT) en la Argentina. En una nota previa en este mismo blog señalé, en base a la evaluación de un amplio conjunto de indicadores de desempeño, tanto bibliométricos como tecnológicos, que en el caso argentino “los pesos invertidos y el personal aplicado a actividades de I+D están generando resultados mediocres en la comparación internacional”. Esta conclusión es apenas una pieza de evidencia adicional que se suma a un cuerpo más amplio originado en una extensa literatura sobre el tema, de la cual emergen claras señales respecto de la necesidad de repensar el sistema de CyT de la Argentina en su conjunto.

Dicho esto, de ahí a pensar que podemos prescindir del financiamiento público de la ciencia (me concentro en esta parte del sistema porque es la que ha estado en el debate de los últimos días), ya que el mercado estaría en condiciones de evaluar los potenciales retornos de dicha actividad y financiar los proyectos en los que dichos retornos sean más elevados hay un muy largo trecho. En este escenario, la presente nota busca contribuir al debate sobre el tema a partir de introducir algunas clarificaciones conceptuales, presentar brevemente las justificaciones teóricas que la corriente principal de la teoría económica provee para justificar el financiamiento estatal a la ciencia y aportar algunos datos básicos respecto del rol que juegan distintos sectores (empresa, gobierno y universidades) en el desarrollo de actividades de investigación básica.

Definiciones básicas y argumentos teóricos

Dada la confusión reinante en parte del debate público sobre el tema, vale la pena aclarar algunos conceptos básicos, que el lector familiarizado puede saltearse. Según el llamado “Manual Frascati”, la “biblia” elaborada y actualizada regularmente por la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) que siguen todos los países del mundo para compilar sus estadísticas sobre CyT, las actividades de investigación y desarrollo (I+D) se clasifican en tres grandes segmentos:

  1. Investigación básica: consiste en trabajos experimentales o teóricos que se emprenden fundamentalmente para obtener nuevos conocimientos acerca de los fundamentos de fenómenos y hechos observables, sin pensar en darles ninguna aplicación o utilización determinada.
  2. Investigación aplicada: consiste también en trabajos originales realizados para adquirir nuevos conocimientos, pero está dirigida fundamentalmente hacia un objetivo práctico específico.
  3. Desarrollo experimental: consiste en trabajos sistemáticos fundamentados en los conocimientos existentes obtenidos a partir de la investigación o la experiencia práctica, y producción de nuevos conocimientos que se dirigen a la fabricación de nuevos productos o procesos, o a la mejora de los productos o procesos que ya existen.

Más allá de que en la práctica pueda ser, en ocasiones, difícil trazar una línea clara entre estas tres diferentes actividades, lo que me interesa destacar es que el grado de apropiabilidad privada de los resultados de aquellas va ascendiendo en promedio a medida que pasamos de la investigación básica a la aplicada y al desarrollo experimental, mientras que, nuevamente en promedio, ocurre lo contrario con el nivel de incertidumbre respecto de dichos resultados (incluso porque frecuentemente se trata de investigaciones que no buscan resolver problemas pre-determinados, sino ampliar la frontera del conocimiento). Dicho de otro modo, la investigación básica es una actividad de retornos altamente inciertos y de largo plazo que, por su propia naturaleza (generalmente exploratoria), son de difícil apropiación privada. En consecuencia, las organizaciones privadas tienen menos incentivos a desarrollar o financiar este tipo de actividad vis a vis otros tipos de I+D. Tomando el caso de la industria farmacéutica como ejemplo, Azoulay y Li (2022) señalan que en etapas tempranas no existen hipótesis claras respecto de si las investigaciones conducirán a obtener medicamentos comercializables e incluso si lo hicieran, la empresa que realizara esta inversión habilitaría a que otras firmas aprovechen gratuitamente ese conocimiento para desarrollar sus propios medicamentos.

Ahora bien, algún lector podrá argumentar “OK, el sector privado tiene pocos incentivos a financiar ciencia básica, de ahí no se deduce que la tenga que financiar el gobierno”. La justificación estándar para que el gobierno encare dicha tarea es que la investigación básica puede producir externalidades positivas (retornos sociales mayores a los retornos privados) a través de los derrames que el conocimiento genérico o científico genera sobre el resto de la sociedad; de hecho, todo nuevo conocimiento puede generar derrames positivos, pero, en línea con lo dicho antes, en el caso de la investigación aplicada y el desarrollo experimental (cuyos resultados se acercan más a lo “tecnológico”), la probabilidad de apropiación privada es más alta (por ejemplo, porque pueden ser patentados, o porque quienes los generan pueden desplegar otras estrategias de apropiación; ver Cohen et al, 2000).

En la teoría económica estándar el conocimiento científico se concibe como un bien público, en tanto es no rival y no excluible –o de difícil exclusión- (Arrow, 1962; Nelson, 1959). La no rivalidad significa que, una vez producido, el conocimiento puede ser usado simultáneamente por muchos actores; esto implica que es un bien que tiene costos muy elevados de generación, pero que luego puede ser usado a costos marginales muy bajos. En cuanto a la no exclusión, se refiere a la dificultad o imposibilidad de intentar retener una posesión exclusiva del mismo una vez que el conocimiento está en uso (Crespi et al, 2014). Los derrames que puede generar el nuevo conocimiento incluyen beneficios para los usuarios (que tendrán acceso a productos nuevos o mejorados), para los “imitadores” (por la dificultad de exclusión ya mencionada) y, un tema clave en el debate que aquí nos ocupa, beneficios intertemporales derivados del hecho de que toda nueva idea puede potencialmente permitir otras innovaciones a futuro (ver Jones y Summers, 2022).

Como señalamos antes, los conocimientos generados por la investigación básica se caracterizan no solo por ser relativamente menos apropiables, sino también por generar (potencialmente) resultados a plazos más largos. Jones y Summers (2022) mencionan estudios que indican que hay un rezago de 20 años entre la investigación académica y la productividad en los sectores industriales vinculados a las respectivas disciplinas. Otro estudio, que examina patentes otorgadas en los EEUU entre 1976 y 2015 y artículos académicos publicados en la Web of Science entre 1945 y 2013, encuentra que la mayoría de las patentes (60,5%) citaban (directa o indirectamente) artículos académicos publicados en el campo de la ciencia y la ingeniería. A su vez, entre todos los artículos de ciencia e ingeniería que recibieron al menos una cita, el 80% era mencionado (directa o indirectamente) en una patente. El rezago entre una publicación científica y una aplicación de patentes que cita directamente dicha publicación es, en promedio, de seis años. Si se consideran las redes de citas (referencias indirectas) el rezago entre publicaciones científicas y patentes puede extenderse hasta más de 20 años (Ahmadpoor y Jones, 2017). Por cierto, esas publicaciones no son únicamente resultado de actividades de investigación básica, ya que pueden derivar de otro tipo de proyectos de I+D; pero, como veremos enseguida, la investigación básica ocupa un lugar prominente en la I+D ejecutada por el sector universidades y, en menor medida, del sector gobierno, y sus resultados se comunican de manera excluyente a través de publicaciones académicas, por lo cual podemos suponer que una parte significativa de los papers incluidos en el análisis recién descripto corresponden a investigación básica.

Para poner un ejemplo concreto, tomemos el caso de la bacteria Thermus Aquaticus, descubierta en 1969 en el Parque Nacional de Yellowstone (gracias a un proyecto financiado por la National Science Foundation), la cual conserva sus propiedades enzimáticas en condiciones de temperatura extremadamente diferentes. Como señalan Azoulay y Li (2022), este es el tipo de proyecto que podría haber sido caracterizado como gasto “inútil”, hasta que Kary Mullis y la Cetus Corporation aprovecharon las propiedades de dicha bacteria para desarrollar la reacción en cadena de la polimerasa (PCR) a fines de los ‘80, marcando el comienzo de una nueva era en la biotecnología. Ejemplos de este tipo abundan, y han sido recientemente popularizados por autores como Mariana Mazzucato (2013), quien argumenta que el liderazgo tecnológico global de los EEUU ha sido resultado en gran medida de inversiones públicas previas, un argumento antes avanzado por Mowery y Rosenberg (1993), quienes estudiaron el rol clave del gasto público en el sector espacial y militar para el desarrollo de sectores como la electrónica o la aviación en EEUU.

Otro ejemplo es el de Sergey Brin, quien recibió el apoyo de una beca otorgada por la National Science Foundation para sus estudios de posgrado en Stanford, donde conoció a su futuro socio Larry Page, con quien diseñó BackRub, un prototipo de motor de búsqueda en Internet a partir del cual fundarían Google. Este caso ilustra el rol de las subvenciones a estudiantes e investigadores jóvenes (sea individualmente o como parte de proyectos) para la formación de capacidades científicas que, como en el caso de Brin, luego pueden generar resultados más allá de la propia investigación académica (Azoulay y Li, 2022) –en Argentina podemos pensar en el caso de la investigadora del CONICET Raquel Chan, quien contribuyó a desarrollar la tecnología HB4, tolerante a la sequía, que derivó en el desarrollo de un trigo transgénico que fue recientemente autorizado para su uso en EEUU, así como también de una soja que incorpora la misma modificación genética-.

Saliendo de los ejemplos o casos concretos, hay evidencia respecto del rol positivo que puede jugar el financiamiento estatal (aunque con magnitudes y a través de canales específicos en cada caso) sobre la productividad o la calidad de la investigación científica (ver Corsini y Pezzoni, 2023); parte de esa evidencia incluye el caso argentino (Chudnovsky et al, 2008). Pero los impactos exceden a la propia investigación científica. Por ejemplo, un estudio, focalizado en la investigación biomédica, muestra que más del 40% de las subvenciones financiadas por los National Institutes of Health (NIH) del gobierno de los EEUU producen resultados que son citados en una patente obtenida por el sector privado y que por cada dólar de subsidio se genera el doble de beneficios indirectos para el sector privado (citado en Azoulay y Li, 2022). En tanto, Carayol et al (2022) muestran que los subsidios a la investigación científica en ciencias “duras” están asociados a mayores niveles de patentamiento por parte de los investigadores beneficiados (en todos los casos valen las aclaraciones realizadas más arriba sobre publicaciones científicas e investigación básica).

El financiamiento estatal a las actividades de ciencia, tecnología e innovación encuentra justificación teórica y respaldo empírico en este conjunto de argumentos y datos. Dicho financiamiento se realiza a través de variados canales, incluyendo el gasto en diversos tipos de organismos estatales, la provisión de infraestructura, los subsidios directos (grants) a empresas, universidades, institutos de investigación y organismos sin fines de lucro, créditos, aportes de capital, contratos, premios y alivios impositivos (a través de deducciones o créditos fiscales por la actividad de I+D que realizan las empresas). Cabe destacar que no todos los países tienen organismos similares al CONICET (en donde los investigadores trabajan a tiempo completo a cambio de una remuneración provista por el Estado) –por ejemplo, los casos de España (CSIC) o Francia (CNRS) pueden asimilarse al del CONICET. En otros países los gobiernos proveen financiamiento a los investigadores a través de subsidios para proyectos específicos u otros mecanismos (en Argentina también existe ese tipo de financiamiento a través de la Agencia I+D+i). En todo caso, se trata de una discusión diferente, y sin dudas valiosa, en torno a los mejores modelos institucionales para apoyar el desarrollo de la ciencia.

Todo esto no significa que el sector privado no pueda financiar o llevar adelante investigación básica (de hecho lo hace, como veremos en la sección siguiente), sino que tiene relativamente menos incentivos a financiar dicho tipo de actividad, en particular cuando se trata de investigaciones “open-ended”, esto es, proyectos que no se dedican a “resolver” problemas especificados previamente, sino a hacer avanzar la frontera del conocimiento. En otras palabras, sin financiamiento público para la actividad científica el progreso en dicho campo podría ser más lento o cierto tipo de conocimientos potencialmente útiles para la sociedad (incluso cuando a priori no sea obvia dicha utilidad) podrían no emerger nunca.

Finalmente, los lectores también podrían preguntarse, aun aceptando que la ciencia básica es relevante no solo para el avance de la frontera del conocimiento, sino también para el progreso tecnológico, por qué los gobiernos de los países emergentes deberían financiar esa actividad, cuando se supone que sus frutos se difunden libremente a través de papers, presentaciones en congresos y otros canales. Un primer argumento remite al rol de la investigación en la formación de personal especializado de alto nivel de calificación, algo que no puede suplantarse a través del mecanismo antes citado (Inglesi-Lotz y Pouris 2013). Un segundo argumento es que la investigación científica puede abordar problemas económicos y sociales específicos de los países emergentes (e.g. enfermedades endémicas). Tercero, la investigación académica es crucial para monitorear, comprender, adoptar y adaptar las innovaciones generadas en el extranjero (Mazzoleni y Nelson 2007). Finalmente, la investigación también es clave para crear capacidades de innovación a través de la cooperación entre la universidad y el sector productivo (Liu et al. 2017; Kwon 2011) -de nuevo, el caso de la tecnología HB4 es un ejemplo en ese sentido, ya que involucró cooperación entre investigadores del CONICET y la firma Bioceres-.

Algunos datos

Los países de la OCDE gastan, en promedio, un 2,7% de su PBI en actividades de I+D (salvo aclaración en contrario, la fuente de los datos mencionados en esta sección es la OCDE a través de los links https://www.oecd.org/en/data/datasets/research-and-development-statistics.html y https://www.oecd.org/en/data/datasets/science-technology-and-innovation-scoreboard.html). Alrededor de un 65% de ese gasto es financiado (origen de los fondos) por el sector empresas (que incluye empresas privadas y públicas), mientras que otro 23% es financiado por el gobierno y un 5% por las universidades y organismos sin fines de lucro (el 7% restante proviene de la categoría “resto del mundo”, que agrupa organismos internacionales e inversores, gobiernos y universidades extranjeras) –los datos corresponden a 2021-.

Si vamos ahora a datos de ejecución (adonde se llevan adelante las actividades de I+D), el peso del sector empresas sube al 73% y el de universidades al 16%, mientras que el del gobierno cae al 9% (las instituciones privadas sin fines de lucro explican el 2% restante). Por ejemplo, en EEUU el sector empresas financia el 69% del gasto total en I+D, pero ejecuta el 78%. Esto ya nos dice que el gobierno financia actividades de I+D llevadas adelante por actores privados o del sistema universitario (un 5% de la I+D ejecutada por el sector empresas dentro de la OCDE es financiada por el sector gobierno, a través de grants y otros mecanismos; en el caso del sector universidades ese porcentaje sube a cerca de 66%).  Pero atención: el gobierno apoya indirectamente en muchos países el gasto en I+D de las empresas mediante esquemas de deducciones o créditos fiscales, por lo cual su impacto total es mayor al que surge de las estadísticas mencionadas (volvemos sobre esto más abajo).

Para el conjunto de países de la OCDE para los cuales contamos con datos desagregados por tipo de I+D la proporción destinada a investigación básica en 2021 era de 22% (promedio simple), con variaciones entre 8,4% (Israel) y 41,7% (Luxemburgo). Como referencia, digamos que en EEUU era del 14,7%, cifra muy similar a la de Corea del Sur (cuadro 1). En dicho cuadro aparece información de algunos países fuera de OCDE para los cuales dicha organización también informa datos; allí vemos que Argentina está en el promedio OCDE, al igual que Singapur, mientras que China y Taiwán son los países con menor proporción de gasto en ciencia básica relativo a la I+D total (en torno al 7%).

Veamos ahora la composición del gasto ejecutado por los distintos sectores y el peso relativo de la investigación básica. Para el sector empresas, el promedio simple de los países OCDE arroja algo menos del 8% (peso de la investigación básica sobre gasto total en I+D), con Irlanda, Turquía y Grecia como los casos en donde esa proporción es mayor (algo más del 15% en los dos primeros casos y 22% en Grecia); el lector podrá legítimamente dudar de que los datos de estos tres países sean correctos, pero en todo caso son los que reportan a las organizaciones que compilan datos a nivel internacional en la materia. En EEUU la cifra respectiva es algo inferior al 7%. Fuera de la OCDE destaca el caso de Singapur, con un valor por arriba del 17%. En todo caso, más allá de algunas dudas puntuales, está claro que el sector empresas destina una proporción baja de su gasto en I+D a investigación básica, en línea con los argumentos previos.

Muy diferente, de nuevo en línea con los argumentos de la sección previa, es la situación de los otros sectores. En el caso del sector gobierno, el promedio simple OCDE es de cerca de 33%, aunque con una muy amplia dispersión (probablemente resultante en parte de diferentes modos de organización institucional de las actividades de I+D), desde menos de 7% en Suecia (en Suiza es casi cero, a la vez que en las universidades trepa a 77%) a más de 70% en algunos países del Este Europeo. Como referencia digamos que en Argentina la proporción es de algo más de 35% y en EEUU de 17% (similar a China). En Corea y Taiwán las cifras respectivas rondan el 25%.

Previsiblemente, el peso de la investigación básica en el total del gasto en I+D ejecutado por el sector universitario es aún mayor. El promedio simple para la OCDE se acerca al 52%. Con la excepción del llamativo caso de Bélgica (15%), en ningún otro país OCDE o no OCDE esa proporción baja del 30%. Argentina se encuentra por debajo del promedio OCDE (poco menos de 38%). Finalmente, a modo de referencia digamos que para el sector privado sin fines de lucro la investigación básica representa el 37% del gasto total en I+D para el promedio OCDE.

La otra pregunta relevante es cuánto del total de la investigación básica es ejecutada por el sector empresario. En el promedio simple OCDE la cifra respectiva es 24% (cuadro 2). En EEUU la proporción es mayor, 35%. En Israel, Japón y Corea el peso del sector empresas es aún más elevado (41, 47 y 58%), algo que también ocurre en Bélgica o Irlanda (solo con el débil fundamento del conocimiento a distancia que tenemos de esas economías, tenemos más “fe” en los datos de Corea, Israel y Japón y menos en los otros dos, pero esto puede ser un prejuicio). Nótese que en Israel el sector empresas ejecuta más del 90% del total del gasto en I+D, y en EEUU, Corea y Japón cerca del 80%; esto significa que ese sector tiene un peso muy elevado en la ejecución de todo tipo de gasto en I+D en dichos países. Argentina destaca claramente por su bajísimo peso del sector empresas en el gasto en ciencia básica (2%), mucho menor que el que tiene en el total del gasto en I+D (40%).

Ahora bien, estos son datos de ejecución. No contamos con datos comparables internacionalmente sobre el financiamiento de la investigación básica por origen de los fondos. Sí sabemos que el caso general es que la participación del sector empresas (insistimos en hablar de sector empresas y no de sector privado al comentar estas estadísticas debido a que las empresas respectivas pueden ser tanto públicas como privadas) en la financiación de la I+D es menor a la que tiene en el caso de la ejecución. Más arriba ya mencionamos este hecho, y mostramos algún dato de cuánto participa el sector gobierno en el financiamiento de la I+D en el sector empresas, pero, tal como ya adelantamos, esos datos no incluyen otra fuente de apoyo indirecto, que son los alivios impositivos para las empresas que realizan actividades de I+D.

Al presente, 33 de los 38 países de la OCDE tienen algún sistema de apoyo tributario a la I+D.

Del total del financiamiento gubernamental a la I+D ejecutada por el sector empresas, para el total de la OCDE los alivios impositivos representan un 55% (el resto básicamente consiste en subsidios y contratos). En países como Australia, Irlanda, Japón o Portugal esa cifra supera el 75%. En 2021 los apoyos impositivos a la I+D representaban el 0,12% del PBI en la OCDE, lo cual representa, en promedio, un 5% del gasto en dicha actividad ejecutado por el sector empresas, que debe sumarse al otro 5% financiado directamente por el gobierno tal como se mencionó antes. En varios países el peso de los apoyos impositivos sobre el total de gasto en I+D del sector empresas superaba el 10% en 2021, incluyendo Australia, Canadá, Francia, Islandia, Irlanda, Holanda, Portugal, España, Eslovaquia, Reino Unido y Turquía[1]. Si bien no podemos discriminar ese financiamiento gubernamental directo e indirecto por tipo de gasto, nada hace suponer que los apoyos públicos a la investigación básica en el sector empresas tengan un peso menor que el que tienen para el promedio de la I+D ejecutada por dicho sector[2].

Breves reflexiones finales

En esta nota hemos argumentado que la investigación básica, fundamental para el avance del conocimiento y el desarrollo tecnológico a largo plazo, así como para la formación de personal de alto nivel de calificación, tendría un volumen mucho menor al que se observa en la práctica si quedara únicamente librada a las decisiones del sector privado.  Más allá de algunas dudas en la información de ciertos países, los datos arriba presentados indican que tanto el sector gobierno como las universidades destinan porciones mucho mayores de sus gastos en I+D a ciencia básica vis a vis el sector empresas,  y que si bien este último tiene un peso relativamente alto en el total de la ejecución del gasto en dicha área, una parte importante del mismo es financiado por el gobierno tanto directa como indirectamente (financiamiento basado en los argumentos de externalidades e información asimétrica en el mercado de crédito, clásicos en la literatura sobre el tema).

En otras palabras, la teoría económica sugiere que hay buenas razones para que el gobierno lleve adelante directamente y financie actividades de ciencia básica que ejecutan otros actores, y la mayor parte de los gobiernos toman en serio esas razones. El apoyo gubernamental a la ciencia básica, por otro lado, no es un “lujo” reservado a los países más avanzados y, de nuevo, existen argumentos teóricos que justifican que los países emergentes también destinen fondos a esa actividad (y de hecho ese apoyo existe, en mayor o menor medida, en las naciones que forman parte de ese grupo).

Dicho esto, queda claro que pensamos que la actual política del gobierno hacia el financiamiento de la ciencia (y más ampliamente para todo el sistema de CyT, pero ese es tema de otra nota) es errónea y puede tener consecuencias negativas severas en el mediano y largo plazo (e.g. emigración del personal más calificado, desarticulación de proyectos en curso, interrupción de cooperaciones internacionales). Esto no significa, por cierto, que creamos que ese sistema funcionaba de manera óptima, tal como mencionamos más arriba. Más aún, durante el anterior período de gobierno el Congreso aprobó, por unanimidad, la Ley 27614 de Financiamiento del Sistema de Ciencia, Tecnología e Innovación, que establecía que el presupuesto destinado a la función ciencia y técnica (CyT) debía incrementarse progresivamente hasta alcanzar, en el año 2032, como mínimo, una participación del 1% del PBI. En una nota previa, señalamos que dicha meta no solo parecía de muy difícil cumplimiento y poco razonable en la comparación internacional (solo en tres países el gasto público en I+D supera, por muy poco margen, el 1% del PBI: Corea, Austria y Noruega), sino que, al no partir de un diagnóstico claro sobre los déficits del área, podía dar lugar a un sistema que reprodujera las actuales fortalezas, debilidades e ineficiencias, solo que “engordado”.

En otra muestra del clásico péndulo argentino, pasamos de una visión “estatalista” del sistema de CyT, a otra que cree que el sector privado es capaz de financiar un nivel socialmente adecuado de inversión en I+D y que las fallas de mercado en dicha área no existen. Quiero hacer hincapié en esto: el mensaje que se emite desde el gobierno, o al menos desde las máximas autoridades, no es “ahora no hay plata, comprendan, tengan paciencia, la prioridad ahora es eliminar el déficit, cuando el escenario mejore volvemos a charlar”; el mensaje parece ser, ojalá nos equivoquemos, “no vemos argumentos para que el Estado ponga dinero en esta actividad”. Recordemos de pasada, que “el subrégimen industrial de Tierra del Fuego genera un costo fiscal anual de USD 1070 millones (0,22% del PIB), monto que representa, por ejemplo, más del doble del presupuesto del CONICET para el año 2021 (USD 435 millones, al dólar oficial promedio de ese año) y un 87% del gasto público anual en Ciencia y Tecnología” (Hallak et al, 2023). Fondos hay entonces, la cuestión es cómo se asignan.

Sugiero, para cerrar la nota, que mientras nos quejamos (infructuosamente por ahora), los que de un modo u otro estamos involucrados o vinculados al sistema de CyT aprovechemos para analizar y debatir con rigor, honestidad y transparencia, y sin alineamientos partidarios, acerca del presente y futuro del sistema, y sobre cómo adecuar sus reglas, organizaciones y relaciones a los nuevos desafíos globales y locales. El hecho de que el actual gobierno aparentemente no tenga intenciones de apoyar la actividad de CyT obviamente no implica que anteriormente todo estuviera funcionando bien en esa materia; por el contrario, insistimos, es necesario un rediseño importante del sistema en su conjunto y de sus organismos, en procura de mejorar sus indicadores de impacto económico y social. Como verán, soy optimista respecto de que esa reflexión pueda llegar a tener frutos antes de que el sistema quede reducido a una expresión testimonial.

Referencias

Ahmadpoor, M y B F. Jones (2017), “The dual frontier: Patented inventions and prior scientific advance”. Science357,583-587).

Arrow, K. J (1962), “The Economic Implications of Learning by Doing.” Review of Economic Studies, 29(3):155–73

Azoulay, P y D Li (2022), «Scientific Grant Funding.» En A. Goolsbee y B. Jones (eds), “Innovation and Public Policy”, University of Chicago Press.

Carayol N., E Carpentier y P. Roux, “Research Grants and Scientists’ Inventions”, forthcoming en Annals of Economics and Statistics.

Chudnovsky. D., A López, M Rossi y D Ubfal (2008), «Money for Science? The Impact of Research Grants on Academic Output,» Fiscal Studies, vol. 29(1), pp 75-87.

Cohen, W. M., Nelson, R. R. y Walsh, J. P. (2000). “Protecting Their Intellectual Assets: Appropriability Conditions and Why U.S. Manufacturing Firms Patent (or Not)”. Working Paper No. 7552. National Bureau of Economic Research.

Corsini, A y M Pezzoni (2023). “Does grant funding foster research impact? Evidence from France”. Journal of Informetrics. Volume 17.

Crespi, G., E. Fernández Arias y E. Stein (2014), “Como repensar el desarrollo productivo. Políticas e Instituciones sólidas para la transformación productiva”, BID, Washington DC.

Hallak, J C. ,T Brill Mascarenhas, L Pezzarini, B Bentivegna y L Park (2023), “Diagnóstico del regimen de Tierra del Fuego”, FUNDAR.

Inglesi-Lotz, R. y Pouris, A. (2013). “The influence of scientific research output of academics on economic growth in South Africa: An autoregressive distributed lag (ARDL) application”. Scientometrics, 95(1), 129–139.

Jones, B. y L. Summers (2022), “A Calculation of the Social Returns to Innovation”, en A. Goolsbee y B. Jones (eds), “Innovation and Public Policy” University of Chicago Press.

Kwon, K.-S. (2011). “The co-evolution of universities’ academic research and knowledge-transfer activities: the case of South Korea”. Science and Public Policy, 38(6), 493–503. doi:10.3152/030234211×1296031526793

Liu, X., Schwaag Serger, S., Tagscherer, U., y Chang, A. Y. (2017). “Beyond catch-up—can a new innovation policy help China overcome the middle income trap?”, Science and Public Policy, 44(5), 656–669. doi:10.1093/scipol/scw092

Mazzoleni, R. y Nelson, R. R. (2007). “Public research institutions and economic catch-up”. Research Policy, 36(10), 1512–1528.

Mazzucato, M (2013), “The  Entrepreneurial  State:  Debunking  Public  vs.  Private  Sector Myths”, Londres,  Anthem  Press.

Mowery, D. C., & Rosenberg, N. (1993). ”The United States”. En R. R. Nelson (Ed.), “National innovation systems”. New York: Cambridge University Press.

Nelson, R. R. (1959). “The Simple Economics of Basic Scientific Research”. Journal of Political Economy, 67(3) (junio):297–306.


[1] Los datos surgen del sitio https://data-explorer.oecd.org/vis?lc=en&df%5bds%5d=dsDisseminateFinalDMZ&df%5bid%5d=DSD_RDTAX%40DF_RDTAX&df%5bag%5d=OECD.STI.STP&dq=.A..PT_B1GQ..&pd=2015%2C&to%5bTIME_PERIOD%5d=false&ly%5bcl%5d=TIME_PERIOD&ly%5brw%5d=REF_AREA%2CMEASURE&pg=0

[2]  En Argentina el anterior gobierno envió un proyecto de ley para introducir un sistema de crédito fiscal para la I+D, pero hasta donde sabemos nunca fue tratado por el Congreso.

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