El Presidente de la Nación, con mandato constitucional hasta el próximo 10 de diciembre, transita sus últimos meses en el ejercicio del Poder Ejecutivo. Esta circunstancia permite hacer un balance sobre determinados aspectos de su gestión.
En los últimos cuatro años, el deterioro socioeconómico fue constante. Según datos del INDEC, en el segundo semestre de 2019 la pobreza llegó a 35,5 % y la indigencia se ubicó en 8 puntos porcentuales. En tanto, en la primera mitad de este año los mismos índices subieron a 40,1% y 9,3%, respectivamente.
Hay otro dato ineludible: incluyendo la devaluación posterior a las PASO, la inflación acumulada en el período diciembre de 2019 – agosto de 2023 es de 648,33%. La cifra, fundada en información oficial, puede confirmarse apelando a fuentes periodísticas de dominio público. En este marco, no resulta sensato atribuir el sostenido fenómeno inflacionario, centralmente, a variables exógenas, vale decir, pandemia, guerra en Europa y sequía.
La Argentina de estos tiempos es también más corrupta. Así lo refleja el Índice de Percepción de la Corrupción (IPC) elaborado por Transparencia Internacional. En la medición de 2022, difundida en enero pasado, el país se ubicó en el puesto 94 de ese ranking mundial, integrado por 180 naciones relevadas. La debacle, sin embargo, no es novedad: en 2021 había bajado 18 lugares en el relevamiento, y otros 12 en 2020.
En el campo de las relaciones internacionales se consumó un cuestionable posicionamiento geopolítico. Tal vez priorizando la simpatía ideológica por sobre la defensa de los intereses diplomáticos en el escenario global, la cancillería vinculó al Estado nacional con varios gobiernos que renunciaron a la democracia desde hace años. En el mismo sentido, llegó a negar la violación a los derechos humanos y la falta de libertades que existen en algunos países elegidos como aliados.
Aparecen, además, otras cuestiones que impactan en la cultura republicana. En primer lugar, un decisionismo político de baja intensidad, fruto directo del accionar erosivo sobre el presidente por parte de actores de la propia coalición oficialista. Paralelamente, un andamiaje ministerial loteado y desarticulado, con áreas en las que el primer mandatario parece no haber tenido influencia alguna. Y como corolario, el intento de enjuiciar a los miembros de la Corte Suprema de Justicia. Una iniciativa que, para no pocos estudiosos del derecho, tiene mucho de sobreactuación discursiva y nulo fundamento jurídico.
Estas son, a grandes rasgos, las señas particulares de una presidencia que se consume. Con todo, hay que agregar una variable institucional que se enlaza con la democracia. Asumiendo que el cuarto kirchnerismo constituyó una infrecuente experiencia de burocracia estatal, cimentada en una lógica de funcionamiento interno que pulverizó la jerarquía inherente a la institución presidencial, se torna imprescindible reconstituir el principio de autoridad gubernativa.
Ciertamente, quien suceda en el cargo a Alberto Fernández enfrentará escollos sociales y económicos. A su vez, tendrá un reto estructural: edificar un presidencialismo con poder. Sólo así el próximo gobierno podrá aspirar a conquistar la confianza ciudadana, reclamar paciencia colectiva y, sobre todo, persuadir al conjunto de que la política, en tanto gestión de lo público, es el único camino posible para resolver los problemas que aquejan a toda la sociedad.
Publicado en Clarín el 17 de octubre de 2023.
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