sábado 12 de julio de 2025
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Un alegato inteligente: la política del mileísmo según Ades

El pasado 14 de junio, Alberto Ades dio a conocer un interesantísimo artículo dedicado a analizar en términos politológicos la gestión presidencial de Javier Milei . Tiene el mérito, entre otros, de abordar la cuestión desde un ángulo poco frecuente hoy día en nuestros ensordecedores debates: el de los problemas de la gestión política de un gobierno reformista. Si bien Ades desenvuelve su texto en una clave decididamente épica, se trata de una épica bien argumentada. Me dedicaré aquí a polemizar con él, intentando, en lo que me sea posible, no ignorar sino integrar los aspectos que personalmente encuentro positivos en sus argumentaciones.

Un rasgo destacado, comencemos por él, consiste en un sofisticado refinamiento (no simplemente en un maquillaje, sino en una lúcida reelaboración) de dos tópicos que se han hecho carne entre los defensores del presidente y, sobre todo, que circulan en la capilaridad de la franja de vacilantes y/o tibios que (a pesar de que Milei “escupe a los tibios”) lo ven con anhelante simpatía y precisan sentirse tranquilos. Sobre estos tópicos – que Milei, más allá de las apariencias, ha hecho todo dentro de la Constitución y la ley, y que su verborragia agresiva no pasa de malos modales –, antes de conversar polémicamente con el ensayo de Ades, digo dos cosas: primero, Milei ya ganó la discusión pública; en ese sentido es inútil pretender un diálogo crítico con él y sus prosélitos, porque ambos tópicos han hecho pata ancha en el sentido común (si esto cambia, ha de ser en un futuro de plazos desconocidos). Segundo, que el caso de Ades es diferente porque quien argumenta se expone a contraargumentos; y el hecho de que los de Ades dispongan en su base, de la calidez de una losa radiante de aprobación general, no descalifica sus análisis. Los argumentos deben apreciarse por sí mismos, y no por sus reales o supuestos antecedentes o respaldos.

El primero de los tópicos refiere a la legalidad institucional del modo de gobierno. Básicamente, Ades sostiene que Milei juega, en lo institucional, al fleje. Empleo esta consagrada metáfora del tenis, en busca de consistencia interpretativa: en el fleje, la pelota se mantiene dentro de lo que las reglas admiten. Ades lo dice con otra metáfora: JM gobierna cerca de una línea roja que, hasta ahora, no ha sido cruzada. Lo peculiar de esta afirmación es que no está basada en hechos. Sobre los hechos el artículo de Ades, seguramente en beneficio de la brevedad retórica, hace el más completo silencio. Sus omisiones deberían dejar atónito a cualquier lector bien informado. Los ejemplos que daremos aquí pisan, en algunos casos, la línea roja, y en otros, menores en número, la traspasan. Pero, a mi juicio, no se inclinan a autorizar afirmaciones de Ades como “un respeto formal por la ley”, “instrumentalización sin transgresión”, o “dentro de los márgenes que la Constitución prevé”, como orientación general de la Presidencia. Ades reconoce que “los tribunales suspendieron medidas puntuales”, pero aclarando que el gobierno los obedeció. Si obedeció tales suspensiones, es porque las faltas fueron cometidas. Hay que agradecer que el presidente haya aceptado estos límites. Pero es lícito preguntarse si la reiteración no afecta la solidez institucional, o no impide alcanzarla.

Pero antes de examinar los hechos, señalo que mi enfoque, al ocuparme de ellos, puntualizará en exceso, porque Ades desenvuelve su caracterización en un plano general. En ese plano, específicamente político, pierde sentido la distinción que hace el autor entre “espíritu” y “letra” (indulgente, sostiene que “aunque el gobierno tensiona el espíritu de las instituciones, respeta su letra”). Es posible que tal distinción sea útil para los jueces, pero no para la comprensión política de un proceso. El punto de partida es el abuso en la utilización de las facultades legislativas (que saca partido de la letra imprecisa de la Constitución de 1994 y de la pésima ley K 26.122, sancionada en 2006) como modo permanente de gobierno (que encontró una resistencia quizás mayor a la esperada en el Congreso y dio lugar a parciales reacomodamientos) . En ese sentido, la concentración de poder de decisión ha sido más hiper que en cualquier otro gobierno previo (incluyendo, por supuesto, el de Carlos Menem) y mal puede afirmarse que esté dentro de la letra constitucional y mucho menos de su espíritu . El incomprensible (no en su oportunidad sino en su texto) mega decreto emitido en la línea de largada es elocuente. La pretensión de derogar leyes y alterar códigos legales, por decisión presidencial, se coloca netamente a contrapelo de la Constitución. Y hubo otros casos, posteriores, en los que la autorización que, al fin, le otorgó el Congreso al Ejecutivo, fue desbordada. La omisión de estas evidencias por parte de Ades carece de justificación. Otro tanto puede decirse de la administración discrecional de impuestos (es el caso de las retenciones), el manejo arbitrario de las transferencias a provincias y las presiones particularizadas a empresas para controlar los precios – es el imperativo de la emergencia, pero también evidencia el escaso interés por fijar las reglas y conferirles previsibilidad. Ya la aplicación arbitraria de potestades presidenciales afectando instituciones públicas vinculadas a ciencia y tecnología, medio ambiente, recursos naturales, salud, cultura, no responde a ninguna lógica macroeconómica ni market-oriented. Hay una motivación de otro orden: la humillación de los (que deberían considerarse) vencidos.

El nombramiento de los jueces en comisión, y el empeño del presidente en mantener su ofensiva anti-bunker contra la Corte a través de la designación de Lijo (en el marco de una notoria expectativa por someter al Tribunal) no es menos ilustrativo . No cruza la línea roja, apenas la pisa largamente, pero en lo que toca al espíritu constitucional, lo aplasta sin misericordia: si hay un punto central de la Constitución es el republicanismo de la división de poderes (no cabe duda de que en esto Milei sí siguió los pasos de “el mejor presidente de la historia”; en cierto tramo de los 90’s, las cabezas del Ejecutivo, del presidente del Senado y de la CSJ, habían sido socios del mismo bufete de abogacía). Se puede decir que en estos casos Milei fue resistido y parcialmente corregido por los otros poderes y el presidente se allanó. Pero negarse a hacerlo, no habría equivalido a cruzar la línea roja, sino a instalarse permanentemente del otro lado – o sea, un cambio de régimen. Lo que Milei ha hecho en estas ocasiones fue incumplir la regla, y cuando el referí cobró la falta, lo vituperó, pero se resignó a buscar otro camino. O sea, todavía estamos en el marco de un régimen constitucional, porque hay un (precario) arbitraje. La designación de García Mansilla no fue ilegal (estuvo dentro de la letra), aunque sí irregular (tenemos derecho a sospechar que de haber transcurrido su período de comisión el presidente la habría renovado).

Sería una banalidad atribuir culpa a Milei por la posibilidad de sanción ficta de los DNU’s (actúa, ya dije, en base a la ley 26.122), pero la medida en que la gestión de gobierno se respalda en un fundamento político personal de cuño monarquista (l’état c’est moi), es asombrosa. Se trata, lo que parecería a muchos una contradicción, de una personalización institucional del poder . La asimetría estratégica a favor del Poder Ejecutivo en relación a los otros poderes nunca había sido empleada tan a fondo ni tan enérgicamente. A pesar de la miríada de declaraciones de inconstitucionalidad de capítulos o artículos de DNU por parte de varios fueros (resultado de la presentación de medidas cautelares), los fallos han sido apelados por el PE, y todos los artículos que no han sido suspendidos o declarados inconstitucionales están en vigor . Si en el presidencialismo, se dice, los partidos del oficialismo construyen los puentes para sortear la división de poderes sin violar la constitución, destacadamente este no fue el caso desde diciembre de 2023: JM no contó con pontoneros en el Congreso.

La ofensiva de Milei no sólo arremete contra los pilares del sistema republicano, el poder legislativo y el poder judicial. Procura domesticar al periodismo (antiguamente denominado “cuarto poder”) o bien lograr desprestigiar frente a la opinión pública aquel periodismo que se mantiene insumiso (descarga su artillería más que contra los medios, contra periodistas tanto refiriéndose al colectivo como a individuos; una táctica astuta). Milei elige con precisión extrema sus palabras o tiene una maestría infrecuente tratándose de un político (lo es); pero sus elecciones – como “todavía no odiamos suficientemente a los periodistas” – no están orientadas por la prudencia sino por la temeridad. Llevan la marca, de la soberbia y la confianza excesiva propia de la Hibris.

También en este campo Milei juega a fondo a la polarización, una división entre el bien y el mal en la que el centro es superfluo y la oposición debe ser considerada, por cualquier acólito mileísta, como casta o kirchnerista. Es cierto que el presidente espera que la sociedad – y no sólo la casta política – se desresponsabilice del control del ejercicio de un poder delegado – y no puede desconocerse la aquiescencia social al respecto – pero todo aquel que polariza, a la vez activa, y Milei no teme a la activación, por el contrario, la suscita (aspecto nada secundario). Su campo predilectico es el de las redes y su guerra de trincheras. El mundo digital le permite moverse como pez en el agua en un desplazamiento policlasista y policultural; es un cuchillo de doble filo.

Las agresiones públicas contra los periodistas y la incitación a que los detestemos, así como las medidas absurdas enderezadas a su disciplinamiento (se comunica con ellos sólo a través de un vocero apergaminado, por no decir mecánico, y en un marco de reglas humillantes) han sido hechos permanentes. Sorprende que Ades no los mencione en su artículo. Porque una prensa libre, el derecho de expresión, son las garantías de tres cosas al menos: primero, son indispensables en el juego de la división de poderes del sistema republicano. Segundo, sin libertad de expresión no hay esfera pública ni ciudadanía. Tercero la prensa es un perro guardián (watch dog) para que los capitalistas prefieran la eficiencia y la honestidad a las rentas y la opacidad. Las redes no garantizan ninguna de las tres cosas. Más aún, para una ciudadanía y una esfera pública hoy día, precisamente porque existen las redes, son todavía más necesarias la prensa libre y el derecho de expresión. Por fin, la responsabilidad de un presidente excede, al atacar la libertad de expresión, a la de cualquier ciudadano común; como jefe del Ejecutivo, Milei se toma una libertad que va más allá de reglas no escritas del régimen republicano y el sistema de gobierno presidencialista. Así, no somos todos iguales ni ante la ley ni ante la tolerancia presidencial: Milei tolera la verborragia del Gordo Dan (que supera en poco la del propio presidente; no parecen exagerar quienes califican a las formaciones virtuales de LLA como fuerzas de asalto digital), y mantiene a látigo a los periodistas acreditados en Casa de Gobierno.

En este terreno, Milei ha hecho más que cruzar la línea roja, vivaquea del otro lado, cruce que Ades niega. Ades dice sobre la ira del presidente y sus seguidores: “[la] indignación se convierte en lenguaje, en forma de autoridad. No se grita solo por indignación: se grita para gobernar”. No podría ser más agudo. Pero, quien grita desde el estado, exterioriza una parte de la violencia estatal. No apruebo descalificaciones, pero los grados de violencia real y potencial, son muy diferentes a los de un ciudadano común. Es cierto que “no se polariza sólo por rechazo, sino también se polariza por diseño” (Ades), pero es innegable que ese diseño porta componentes de violencia.

Ades refina, algo alevosamente y confiriéndole una gran ambigüedad, el tópico de que Milei sería “perro que ladra y no muerde”. Por un lado, dado que, en la lógica del gobierno, “la moderación no suma: frena… resulta contraproducente para un proyecto que necesita quebrar las resistencias del sistema. Por eso, el grito no es sólo un exabrupto emocional: también es una herramienta de poder”. La retórica encendida, los modos agresivos, los dicterios, nada tienen de personal; seguramente, pero esto muchas veces es formulado (no en Ades) de un modo engañoso que victimiza al propio Milei: los que lo criticamos sólo veríamos las formas, los modos maleducados, la iracundia, lo juzgamos demasiado severamente y no prestamos atención a las “cosas”. Obviamente esta imputación de filisteísmo no es correcta: sí prestamos atención; pero interesa aquí la naturaleza performativa de las palabras. Diciendo determinadas palabras se hacen cosas en el acto mismo de decirlas. Y quién es el emisor, es algo fundamental. Cuando se trata del presidente de la República, las mismas palabras son actos y producen cosas muy diferentes que si las dice el quiosquero de la esquina. Cuando Milei, presidente, dice que todavía no odiamos lo suficiente a los periodistas, o cuando dice que está orgulloso de ser cruel, esas enunciaciones son por sí mismas hechos; Milei, presidente, produce un hecho en esas verbalizaciones, que no son “apenas” declaraciones. Ambiguamente, Ades entiende esta dimensión de la política mileísta de otra manera, que minimiza esta forma de producir hechos con palabras, cuya inanidad no merecería mayor atención: se trata apenas de “una retórica confrontativa que capitaliza las reglas de la política digital” .

Otra ilustración puede encontrarse en lo que toca al orden público definido convencionalmente. Una demanda social muy extendida, en especial en las clases medias de la ciudad de Buenos Aires (pero también en sectores populares más usuarios del transporte colectivo), ha hecho de la recuperación de la libre circulación en las calles emblema de la restitución del orden. El Ejecutivo secó las fuentes fiscales de las movilizaciones clientelares, por un lado, y por otro reforzó la vigencia de un protocolo “antipiquetes” evidentemente inconstitucional y que abrió espacio a irregularidades (algunas de efectos terribles) en su aplicación efectiva.

Disculpe el lector que sea minucioso. Queda por mencionar el tráfico de influencias, manifiesta corrupción fulminada por la Constitución. El Libragate es el punto más oscuro (hay abusos de poder e incumplimiento de los deberes de funcionario público en otras áreas, incluidas las del uso de vehículos oficiales, y viajes, por motivos personales). Se podrá decir que estas cuestiones nada tienen que ver con la formulación de políticas (policy making) del gobierno reformista, y quizás así sea. Pero tienen mucho que ver con la concepción patrimonialista de un líder que, no obstante, se considera minarquista y un topo para destruir al Estado por dentro (sinceramente, no creo que esté haciendo eso; si Milei se sale con la suya, el resultado será una nueva forma de estado, no un estado destruido; será el estado de su “batalla cultural”, habremos pasado de un estado melodramático a un estado pavoroso) .

En suma, no es cierto que Milei se limite a jugar permanentemente al fleje. O pegado a la línea roja. La transgresión es consumada, la línea es atravesada, frente al Congreso, al Poder Judicial, a la prensa libre y, a veces, frente a ciudadanos revoltosos. Cuando se juega constantemente sobre la línea roja, se difumina el límite, su percepción se hace más difícil, para todos. Lo inusual se vuelve costumbre. Schmittianamente, ese es el lugar de creación de política y poder. No hay otro. Ades nos dice que “lo que distingue a esta gestión no es haber tensado los márgenes del sistema”; esto, ciertamente, es común a muchas gestiones contemporáneas. Pero, ¿qué sistema? La estructura institucional sigue tanto o más débil que la que nos legó el kirchnerismo, con el agravante de que hoy nos gobierna un líder poderoso, y no un fantasma (lo que ya era una calamidad). Parafraseando a Ades, los márgenes del sistema están en continua tensión, pero lo que distingue a esta gestión es la desmesura y la profundidad con la que está transgrediendo la ley constitucional en espíritu y letra.

Por tanto, mucho más interesante que lo fáctico en sí mismo, es que esta práctica hace de la excepción una forma de gobierno. Debería ser una paradoja, pero en un sentido no lo es. Jugar al fleje es la forma, el manual de instrucciones, en que la Argentina debe ser gobernada, el modo que permita al presidente decidir sin obstáculos y con eficacia. Sólo así pueden obtenerse resultados. Eso cree Milei y parece creer Ades en su ensayo. Lo más importante: ambos creen que esto no presenta el menor problema. O no les importa.

Sin embargo este modo de gobierno y de política sí presenta graves problemas. Comienzo por discutir como visitante, en el campo de propio gobierno. Este modo de acción política no cuenta con la aprobación unánime ni de analistas ni de formuladores de política. Para la mitad de la biblioteca (literalmente: Fernando Henrique Cardoso es el mejor ejemplo) conspira contra la sostenibilidad de los cambios. A menos que el alargamiento de los tiempos de la política tengan por soporte un régimen autoritario perdurable o una transición coetánea desde una democracia débil a un autoritarismo muy robusto. Para la primera posibilidad ahí están a la vista los casos de Pinochet y Franco, que pudieron corregir (de la mano de Hernán Büchi y Laureano López Rodó) sus propios desatinos de arranque – Pinochet, la fase loca de su neoliberalismo; Franco, quien demoró 20 años para dejar atrás la autarquía y comenzar a pensar en Europa y la modernización económica. Para la segunda posibilidad, desde luego la que más nos importa, el caso de Orban en Hungría es un ejemplo. Tenebroso.

Esta cuestión, que es muy conocida y debatida, Ades la omite. Hay una tensión clara entre la necesidad de corto plazo – ganar capacidad de decisión – y la conveniencia de largo plazo – que los agentes económicos y sociales se convenzan de que las reformas concretadas son sostenibles, de modo tal que deje de ser tan riesgoso prestar o invertir su dinero . Fijar correctamente los incentivos no es una cuestión de puras fuerza, audacia y convicción sino de fortalecimiento institucional. En el vacío institucional, en el reino de la arbitrariedad, la confianza de los agentes económicos sólo puede prenderse de los lazos de dependencia con los políticos y burócratas en manos de los que se encuentre el estado (este arreglo lo pagan los ciudadanos a precio exorbitante). Es una combinación desgraciada.

Es elocuente de la omisión de Ades, del apartamiento de su mirada a los problemas de institucionalidad expresados en el decisionismo extremo. La metáfora que escoge el autor como la principal para alegorizar su artículo, es la del cirujano y la sociedad enferma (célebre en la literatura dedicada a la dictadura militar 1976-1983):

“las reformas se diluyen, se negocian hasta volverse inofensivas y, finalmente, se revierten. Para Milei, solo hay una manera de hacerlas efectivas: [ir a fondo]. Que duelan, sí, pero que produzcan resultados antes de que puedan ser desactivadas. Ese diagnóstico –que comparto– no es novedoso. Lo disruptivo es el modo en que Milei lo lleva al extremo. Su planteo tiene la lógica de una cirugía mayor: si el tumor es profundo, el bisturí no puede ser tímido. Y si la operación resulta exitosa, el dolor inicial quedará justificado por el alivio posterior.”

Para Ades no hay dilemas (en los que cada elección tiene aparejados beneficios y costos ineludibles), la política no es problemática, está todo bien de un lado. El cirujano es activo y la sociedad (enferma) es pasiva. El cirujano posee la verdad, la sociedad se beneficia de su ignorancia , no se discuten las decisiones que el cirujano toma para su propio bien. Esta metáfora es prácticamente la única del texto. Sin embargo, tanto la experiencia histórica como la literatura que la estudia, señalan que el dilema (trade-off) entre concentrar capacidad decisoria (facilita la decisión, pero es arduo estabilizar los cambios y es imposible que la institucionalidad se fortalezca pari passu con las reformas) y negociar (es más difícil decidir, las reformas se pueden empantanar, pero una vez concretadas son más sostenibles, y las instituciones tienen un juego que permite valorizarlas en términos de credibilidad y confianza) merecería mucha atención. Las reformas establecidas con mano de hierro y drásticamente y de arriba abajo son quizás más factibles de establecer (en contextos de implementación signados por una crisis o una oportunidad, como la de una victoria electoral arrolladora), pero en lugar de trazar líneas de no retorno, es más factible que sean revertidas, es decir, que pierdan sostenibilidad. Afectadas por una brecha de credibilidad, se produce una retroalimentación negativa (si los actores involucrados dudan de su sostenibilidad, es menos probable que las reformas se sostengan: las famosas profecías autocumplidas).

Por fin, Ades se desentiende por completo de los efectos de largo plazo que el decisionismo de alta intensidad puede tener sobre el régimen político. Si la gestión del actual gobierno fracasa, la tendencia dominante, lamentablemente, no sería la de endilgar la responsabilidad por el fracaso a la forma de gestión política elegida. Nótese que esto, en cambio, sí fue lo que sucedió con Macri: hasta el propio Mauricio ejerció su “autocrítica” en lo que se refiere a la gestión, que habría sido demasiado inclinada a la búsqueda de acuerdos y gradualista. Pero Milei está sin duda en el otro extremo – y usa la gestión (“asquerosamente gradualista”) de Macri como contraejemplo. De fracasar JM, la responsabilidad no se radicaría en el modo político de gestión; sería cargada en diferentes componentes malditos de nuestro mundo político: las castas (ahora son las castas, en plural, políticas, corporativas, periodísticas, etc.), y en una sociedad o bien corrupta por naturaleza (el peronismo kirchnerista) o bien demasiado quisquillosa. Es que el cirujano habrá tenido las mejores intenciones, sabiendo qué había que hacer, pero la sociedad no lo dejó: la próxima vez habrá que atar más fuertemente las correas y taparle más firmemente la boca. Es decir, la fórmula para gobernar adecuadamente dada la “manera de ser de un pueblo” (estoy citando a Sarmiento) deberá ser todavía más dura. Es más: una buena elección intermedia, seguida de un sacudón macroeconómico podría ser interpretada del mismo modo.

Si, por el contrario, Milei tiene éxito (o la sociedad entiende sus resultados como tal), lamento no tener una idea rosada sobre las consecuencias en el plano político: el diagnóstico sobre el modo apropiado de gobernar la Argentina que se hará carne no necesariamente en toda la sociedad, pero sí en el mileísmo y en amplios sectores que consideren saludable acomodarse bajo el ala del cambio económico social, será que Argentina precisa menos republicanismo y más capacidad de gobierno concentrada; una política más ordenada y menos rebelde. Y, por cierto, más establecida conforme a los parámetros (políticos) del mercado. Tal como piensa y ha explicado Milei: los agentes económicos que no pueden competir que desaparezcan, y cada individuo deberá jugar a suerte y verdad en el mercado, que será quien decida si es un exitoso o un fracasado. El mercado será así el gran (o único) cedazo de la lotería biológica y social.

Se puede entender que Milei tenga un inmenso plafón disponible – dados los inconmensurables desaciertos y desatinos del kirchnerismo –, para erosionar activamente algunas nociones que forman parte de las mejores tradiciones políticas argentinas y que el kirchnerismo pervirtió, como la noción de derechos. Milei ha logrado hasta un extremo difícil de creer, aproximar falazmente esta noción a la de privilegios. Mientras que no incorpora, sino que deprava, la noción republicana de deberes: la evasión fiscal debe ser aplaudida, la solidaridad es una palabra vacía, la comunidad política una estafa, el ciudadano es básicamente una unidad de mercado, la justicia social una infamia. Es comprensible que Milei quiera rehacer ambos conceptos, derechos y deberes. Pero los daños que esa erosión puede producir en la cultura política argentina republicana, liberal y democrática son incalculables. La cultura política es la única base de las instituciones. Toda la línea analítica e histórica que enfatiza en el desarrollo y la fuerza de las instituciones como principal impulso a la prosperidad, se basa en un presupuesto: las instituciones que el desarrollo económico precisa dependen de la cultura política, los usos y costumbres, que les dan arraigo. La fuerza de las instituciones es básicamente la capacidad de las generaciones para asignarles y reproducir su valor.

Tampoco puede negarse que la concentración de poder decisorio sea una marca fuerte de los procesos de reforma, sobre todo en sus primeras etapas. Las gestiones políticas tienen sístoles y diástoles, y los procesos de reforma tienen sus propios requerimientos. Y, casi por definición, los políticos que sobresalen de la manada no conocen la palabra moderación. Siempre encontrarán justificaciones para ser desmesurados en el uso del poder. Las situaciones de crisis, y más aún si son colectivamente percibidas, constituyen una magnífica ventana de oportunidad para la desmesura. Pero esto no cambia los términos de nuestra discusión. La medida y el estilo político hacen toda la diferencia, y estas dimensiones son objeto de debate, no de cánones asertivos.

Esto nos lleva a retomar la línea argumental de Ades con lo que es al mismo tiempo una recomendación de formulación de política y una defensa (algo apologética) de la gestión de Milei. Sin duda éste comparte aun desde antes de ser candidato que el proceso político de las reformas debe ser radical y confrontativo. A mi juicio este argumento normativo es verdadero y falso. O sea, falaz. Sería como alterar el orden de las proposiciones de un silogismo. De que Sócrates sea mortal, no se sigue que sea hombre.

Es indudable que el lanzamiento político de reformas debe tener un componente de radicalidad y otro de confrontatividad, pero esto no equivale a sostener que ambas notas o dimensiones de la política son, universalmente, las únicas dimensiones de la política reformista. Desafío al lector a que encuentre en el artículo de Ades una afirmación que sugiera algo diferente. Menos aún, cuando el autor se limita a explicarnos que, en el mundo de hoy, la política “es así”: básicamente la pericia para administrar el caos. Pero esto equivale a defender el criterio de que más que la administración del caos (en alguna medida la política siempre fue gestión del caos, pero siempre orientada a algún orden), lo encomiable es la estimulación del caos como apoyatura para la forma despótica del gobierno. Veamos:

Lo que a primera vista parece caos revela un orden: una ingeniería que trasciende el personaje, el ruido y la provocación calculada… cada componente cumple un rol funcional en una arquitectura que convierte la confrontación en método. […] Detrás de esta estrategia hay teoría. En la política contemporánea, la conversación dejó de ser un intercambio de argumentos para convertirse en una lucha por la atención. Las redes sociales premian la exageración, la emotividad y el conflicto. En la política del siglo XXI, la disrupción es la única constante. El gobierno libertario encarna esa lógica. Su discurso no busca convencer a los escépticos, sino reforzar la identidad épica de quienes lo siguen. Se afirma una identidad heroica frente a un sistema agotado. La política se vuelve performativa. Y la indignación, un combustible meticulosamente administrado.

Más allá de que la política nunca fue un mero intercambio de argumentos, y siempre fue performativa, creo que deberíamos preguntarnos por el sentido de reforzar la identidad épica en sus seguidores, su identidad heroica, administrando meticulosamente combustible. Colocado todo esto dentro de un argumento de formulación de política que alega a favor de la radicalidad y la confrontatividad, y siendo (para Ades) sin lugar a dudas parte de esa formulación, esas líneas me resultan un tanto espeluznantes.

Por otro lado, lo digo al pasar, tengo un gran acuerdo con Ades, en una lectura entrelíneas: en oposición a muchos de los que respaldan a Milei por ver en él lo que quieren, y de los críticos que no lo respetan, que se niegan a “tomar en serio” a Milei y lo que nos dice. Siempre pensé que hay que tomarlo en serio (cómo siempre pensé que no había que subestimar a Menem). Y que, por definición de delirio megalomaníaco, Milei no miente nunca. Su torva mirada autoritaria-totalitaria se hace perceptible.

“El fondo debe ser extremo”, agrega Ades. Pero vamos a normalizar un poco el debate. Se puede entender la radicalidad por oposición al gradualismo, la tesitura confrontativa por oposición al consenso. Para el autor, habría un reformismo clásico, basado en la gradualidad y el consenso, definitivamente fracasado. Por fin, radicalismo y confrontación son el nombre: the only game in town.

Este argumento es – si se me permite ser tajante – un poco facilón. A la noción simplista de consenso se le puede oponer casi cualquier cosa para aniquilarla. Pero conceder los laureles a la radicalidad y a la confrontatividad es un sinsentido, si hablamos de política, debido a su incompletitud. Es como decir “los perros cazadores deben ser atentos”. Deben ser atentos, sí, pero deben tener olfato, buena vista, osadía, reflejos rápidos y ser obedientes. El modo excesivamente simplificado de expresarse Ades (en este pasaje) sobre las formas de gestión política, tiene un sentido taxativo, excluyente. Y hasta intimidatorio (sin atribuirle a Ades esta intención):

La confrontación cumple una función estratégica. Transformaciones de semejante envergadura requieren defensores decididos. Se necesita una base militante dispuesta a enfrentar a “la casta”.

¿Cómo hace la “base militante” para enfrentar a la casta? No hay muchas opciones, Ades debería hacerlas explícitas, apurando el cáliz amargo de una vez. Lo que sí sabemos, es cómo hace Milei para enfrentar a ese sector “ensobrado” de la casta, los periodistas. Pero dejando de lado estas truculencias, a mi juicio el autor está equivocado en lo conceptual. La radicalidad puede ser menos promisoria que la gradualidad en muchos casos. No solamente por los costos que acarrea, y porque afecta el diseño de largo plazo. Ya escuché a mileístas invocar al Sarmiento de “hacer las cosas; mal, pero hacerlas”. El problema es que, si se hacen mal, a veces es imposible corregirlas luego; como la teoría de path dependence sugiere, el camino tomado limita las opciones a futuro, y/o no se puede volver al punto que permitiría seguir un camino mejor). La otra cara de la moneda es que, desde luego, la radicalidad está emparentada con el discrecionalismo que ya hemos discutido, y carecemos de un fundamento para no dudar de su reversibilidad; las reformas radicales pueden ser revertidas y a un tiempo encajonadas en una trampa de path dependence. Pero radicalidad y gradualidad no son, a mi juicio, opuestos sino opciones que deben ser consideradas para el caso a caso que es siempre la gestión política. Conceptualmente, esto es pertinente aun cuando el formulador de política disponga de pocos grados de libertad (puede ser que esto haya sido así con Milei en el campo de la macroeconomía – quizás no había opciones al retraso cambiario y al ajuste fiscal draconiano – pero no en el de las reformas estructurales). La discusión aplicada de formulación de política no está en modo alguno cerrada en este punto, porque, por ejemplo, los componentes en el dilema son “el aglutinamiento de los intereses” (radicalidad) versus el “agotamiento del impulso reformista” (gradualidad).

Las recomendaciones de sentido común en la vida y en la política son valiosísimas, pero sirven poco si se les atribuye un alcance general. Sus aplicaciones apropiadas son ad hoc. Está muy bien que el análisis político las refine e integre a su cuerpo, pero sería mejor no olvidar, en el camino, estos límites. Dentro de la ciencia política, la sabiduría de la formulación de política descansa en el examen caso a caso y en la duda reflexiva, no en la receta o el canon.

La confrontación es indispensable, pero las capacidades de negociación y, sobre todo, de organización de la cooperación y de consensos, son tan indispensables como la confrontación. Aisladamente considerada la confrontación conduce al fracaso. La esencia de la buena política consiste en gestionar el conflicto y la cooperación. Y los consensos, o son espontáneos, o se organizan haciéndose cargo del conflicto, y mezclando persuasión, coerción y negociación. Nunca se obtienen consensos sentándose en una mesa y conversando de onda. Ades acierta en calificar de ilusos a quienes creen que la buena política empieza por el diálogo y culmina en el consenso. Pero estos ilusos lo son tanto como los partidarios unilaterales de la confrontación. Y Ades se toma la libertad, infundada, de endilgar la ilusión del consenso al liberalismo político y a las democracias liberales. Construye así un hombre de paja y nos dice, triunfalista:

“una verdad incómoda para las democracias liberales: que, en contextos de crisis crónica, el conflicto controlado puede ser más eficaz que la conciliación ritualizada para refundar el orden”.

En situaciones de reformas estructurales, abarcadoras, conflictivas, renace la política, no siempre es aplastada . Las formas deben ser confrontativas, negociadoras, impetuosas a veces, mesuradas otras y, sobre todo, precisan atender a una necesidad central de la gran política: la combinación de conflicto y cooperación. Sobre esto hay bastante escrito y discutido en la Argentina; mi héroe en ese sentido no es ninguno de los que están en boga. Es Justo José de Urquiza, que le puso letra al conflicto, confrontó, organizó (en base a su triunfo) la cooperación inclusiva (y hasta la cooperación mafiosa, se sobreentiende) y sobre la base del marco institucional que tuvo concreción bajo su égida, negoció y confrontó nuevamente, y hasta fue capaz de comprometer, compensar a los perdedores (lo pagó muy caro: con su vida). Un ejemplo más contemporáneo y por tanto más controversial sería el de una de las bêtes noires de JM: Raúl Alfonsín, que puso letra, lo que es fundamental, confrontó, y procuró organizar una cooperación inclusiva, lográndolo sólo en parte, porque la Renovación Peronista fue una cría rebelde, y a don Raúl se le fue la mano). Ninguno de esos ejemplos tiene que ver con el consenso de los inocentes (por mucho que a Alfonsín le gustara la palabra). Si un líder quiere apuntalar, conferir sostenibilidad, alargar los tiempos de las políticas, es preciso en algún punto que la radicalización dé paso a la competencia en el centro, a la aceptación crítica de reformas que la oposición haga en parte suyas y en parte le permitan diferenciarse. En formas tanto como en contenidos, Milei enfila por otro sendero.

La substancia de una política de reforma no camina sola, esto es obvio para todos. Se necesitan formas que la impulsen, la defiendan y la traduzcan en acción política. Milei lo sabe; no sé si lo expresa claramente Ades:

“[…] la profundidad del cambio y la velocidad de sus efectos no son sólo una estrategia técnica: son, para el Gobierno, la única forma de volverlo políticamente irreversible. Primero los resultados; después, el apoyo. No convencer para reformar, sino reformar para convencer.”

Pero este es el temperamento de Ades, no el de Milei Y Ades no se atiene a los hechos; crea un relato, que no comparto por dos motivos. Primero, porque Milei convenció y, sobre todo, puso palabras, constituyó sujetos político-electorales, inestables, pero reales. Un liderazgo de popularidad. Y, segundo, porque Milei comenzó su gobierno con ¿apenas un 30% de respaldo? Es más que discutible, aunque, de cualquier modo, Milei registró la brecha entre primera y segunda vuelta electoral. Hubo voluntad, pero también cultivo del respaldo (también aquí es llamativo que el contrato electoral no se rompiera, luego, ni cuando Milei se distanció de la dolarización ni cuando se hizo visible que suprimir la casta iba a ser más difícil de lo anunciado y que la carga del ajuste no iba a ser volcada sobre la política). Y muestra una preocupación por cristalizar un sujeto político, en la palabra política, en la curiosa combinación de invectiva y pedagogía  y en la extenuación de JxC, en la que Macri colaboró con esmero.

Pero a todo esto, el mileísmo adopta una lógica, que cuenta con el visto bueno de Ades, que, teniendo por parámetro su fórmula general (discrecionalismo-radicalidad-confrontatividad) entronca con la de los “ingenieros del caos”, según la definición que puso de moda Giuliano da Empoli. No se busca, dice Ades, “persuadir al adversario”, sino “movilizar a los propios a través de una narrativa identitaria”.

Diría que la tesis que sobrevuela estas líneas es la de que los “ingenieros del caos”, ahí donde no lo encuentren, al tal caos, como dije páginas atrás, lo producen. Impertérrito, Ades nos remite a los libros de da Empoli. Pero los ingenieros del caos, no son abanderados del buen gobierno, la prosperidad no les importa más que la pobreza, la igualdad o la libertad no son valores de su incumbencia: su obsesión es establecer un orden con ellos en la cúspide hasta el fin de los tiempos. No aspiran a coaliciones amplias sino angostas, y la democracia es para ellos instrumental: empieza y termina en ganar elecciones. Milei se preocupa, sí, por construir una fuerza política, pero con vocación no de reorganizar la competencia y la representación, sino de reducirla a una expresión mínima. Santiago Caputo (para quien debe ser un orgullo el apelativo de Mago del Kremlin, al que no le encuentro la menor gracia) y sin duda JM, han sido sumamente eficientes en obtener lo máximo posible con lo mínimo necesario (Milei de muy poco ha hecho muchísimo, un auténtico triunfo de la voluntad; para él, no creo exagerado decir que las instituciones casi no importan, los que importan son los hombres).

En suma, nada de palabrerío, sino consolidar núcleos de apoyo férreo que legitimen la fórmula decisionismo-radicalidad-confrontatividad como método (por ahora el Gordo Dan es el límite). La lógica no es deliberativa en sentido clásico (ni en ningún otro sentido). La deliberación es ajena a este tipo de política que se fagocita a sí misma, supuestamente la única movilizadora y eficaz en el ecosistema digital contemporáneo.

Personalmente, hallo muy positivo que Ades tenga una actitud tan franca y leal como para navegar en estas aguas turbulentas. Quizás debiera preguntarse si no es que los protagonistas de estas experiencias (que suelen vanagloriarse muy por encima de la media de lo que lo hace un político, sea profesional, sea outsider) son portadores de potentes sesgos autoritarios.

La fórmula de la centralización, la radicalización y la confrontación compendia dimensiones que no pueden estar ausentes de gestiones de reforma y cambios, y no solamente en lo que atañe a la economía y al estado. Deben estar presentes en el lanzamiento de cualquier cambio político de relevancia (Alfonsín, Menem, etc.). Pero convertir a los componentes de esa fórmula en epítome de la política, reducir, identificar la política con esas dimensiones exclusivamente, o normativizar la política en arreglo a ese canon (como hace Ades en su texto y, como se desprende de la práctica de Milei) es nocivo y peligroso. Por de pronto, puede conducir a un cambio de régimen o a una implosión del propio gobierno: la centralización de un poder radicalizado y confrontativo puede terminar generando tensiones insolubles en su interior. Vivimos la ausencia – al menos por el momento – de una oposición que sea capaz de jugar su rol, limitando al gobierno y ofreciendo alternativas convincentes, haciéndose cargo de una parte de la agenda reformista, intentando a su modo, no destruirla sino rectificarla. Pero sin un esfuerzo ambivalente pero efectivo de las huestes oficialistas, como el que hizo Alfonsín en relación a los peronistas renovadores, tentado entre el fantasmático “tercer movimiento histórico” y su responsabilidad democrática, va a ser muy difícil que una oposición constructiva florezca. Por supuesto la fórmula polarizadora es la más fácil, y la más racional para el corto plazo, además de ser la que mejor se ajusta al temperamento del actual presidente. En este contexto una polarización promete ser exitosa para el gobierno; pero también podrá acontecer que esta polarización haga que sea del seno del propio gobierno donde nazcan las principales tensiones: el gobierno se puede descomponer desde adentro hacia afuera; reitero: puede fagocitarse a sí mismo. Ya se insinúan a veces señales de esto.

La fórmula general, de una vez y para siempre, de arriba abajo, de golpe y porrazo es una recurrente (y siempre renovada) ilusión argentina.

Me gustará ver qué pasa con gran parte de las reformas pendientes, que son pilares, como las reformas previsional, laboral, tributaria y del federalismo fiscal. Dudo mucho que, como parece suponer Ades, la fórmula que para Milei resulta ser la única posible pueda ser aplicada con éxito en estos terrenos. Parece inviable y además, en caso de que pudieran ser concretadas algunas, su sostenibilidad sería mucho más dudosa. Nuevamente, hay un dilema. Lo que dice Ades, que las reformas negociadas se vuelven inofensivas y finalmente se revierten, depende de los incentivos que la negociación sea capaz de crear, no de la negociación en sí. Así, las privatizaciones y la reforma previsional de los 90, que podrían ser consideradas emblemáticas de reformas negociadas y revertidas, fueron esto último no por ser negociadas sino porque los incentivos en ambos casos eran predatorios, y esto las hizo muy vulnerables.

Lo que sí hace Ades, nobleza obliga, es incrustar en los últimos 10 renglones de su ensayo, una muestra de buena voluntad y corrección política. Juzgue el lector:

¿Hasta qué punto se puede empujar un fondo extremo y formas confrontativas sin erosionar la legalidad? ¿Qué margen queda para la institucionalidad cuando se la bordea, se la dobla o directamente se la instrumentaliza?

No quiero influir, pero a mi juicio, tras convertir la fórmula mileísta en el paradigma de lo político a lo largo de su penetrante ensayo, afirmar que este es quizás, el nudo más delicado del proyecto libertario no carece de cierta artificialidad. Probablemente sea por eso que de inmediato ponga las cosas en su lugar. Porque punto seguido agrega: Pero aquí conviene ser precisos: aunque el gobierno tensiona el espíritu de las instituciones, respeta su letra.

Con lo cual, se completa el círculo; en su ensayo y en este artículo.

Alberto Ades se ha puesto, para escribir un texto de alto nivel de elaboración, la indumentaria de un publicista en acción. Su percepción más genuina tal vez no la conozcamos aquí; pero nos deja preparado un manual de la gestión mileísta que es, al mismo tiempo, su justificación. Sin embargo, podemos ver las cosas desde otro ángulo, menos malévolo, y en el que confío más. Podemos preguntarnos, en una clave que no es completamente novedosa en la Argentina, para quién escribe Ades. ¿Cuáles son sus destinatarios escogidos? Apostaría que básicamente son dos: los inversores dubitativos, y el presidente. Por qué se dirige a los inversores dubitativos es fácil de adivinar: para proporcionarles un conjunto de argumentos, buenos algunos, refinados otros, que puedan contribuir a mitigar sus vacilaciones. Ya desentrañar el propósito de dirigirse a Milei es algo más complicado, pero a mí me recuerda a la generación del 37. Sí, de 1837. La generación que se superó gloriosamente a sí misma. Dice Ades hablando del mileísmo:

“Esta convivencia entre provocación discursiva y disciplina institucional expresa quizás el núcleo estratégico del proyecto libertario. El respeto a la ley y la Justicia no pareciera surgir de una vocación legalista, sino de una inteligencia política que comprende que toda transformación duradera requiere, como condición mínima, no socavar el sistema en el que se apoya”.

Ades encuentra necesario regresar a la ambigüedad; la retórica como generadora de autoridad de gobierno ha vuelto a ser mera “provocación discursiva”. Y asume, nada menos, la faena de adoctrinar a un señor que cree ser un topo destructor del Estado. Lo dicho (por Ades), dicho está, y va al punto:

el verdadero examen… consiste en convertir el cambio en norma. El desafío es lograr que las reformas se integren al sistema y que la confrontación –útil en la ruptura– deje de ser la estrategia para avanzar. En esa transición –de la excepción al orden– se juega no solo el futuro del Gobierno, sino además la posibilidad de que la democracia argentina recupere una credibilidad extraviada durante décadas.

Después de habernos explicado, y apologizado, la política contemporánea “tal como es”, nos dice, como si nada, que enfrentamos el desafío de ir hacia una democracia republicana, representativa, y federal, tal como la Constitución manda. Este talante constructivo es el que me recuerda a la generación del 37. Como es sabido, algunos de sus integrantes (como Esteban Echeverría o Juan Bautista Alberdi) valoraban con reservas la capacidad de Rosas de implantar el orden. El orden autoritario como paso indispensable a un orden constitucional. Algunos llegaron a confiar, no por mucho tiempo, en que el propio Rosas, en los ropajes del despotismo ilustrado, diera nacimiento a las instituciones liberales que el país precisaba. Ex post facto es fácil decir que esta postura era errada y que las evidencias no tardaron en apuntar a otro camino, el del reforzamiento del autoritarismo. Pero ese resultado es otra historia, las expectativas de ningún modo eran delirantes. La resonancia con la experiencia – reiterada en otras variantes a lo largo de la historia argentina – de un autoritarismo en el cual numerosos liberales depositan su confianza, salta a la vista. Tal vez se pueda ver en Milei (que, al fin y al cabo, declara tener a Alberdi por su guía) un término medio entre un despotismo condenado a cerrarse sobre sí mismo, y una democracia liberal. Sería ese término medio el que podría “convertir el cambio en norma”. Lamento decir que a mi juicio no cuentan a favor con la experiencia histórica y que no me resultan suficientemente persuasivos. Pero hay que admitir que el final hace del ensayo de Ades una pieza más propia de la controversia que de la apologética. Casi sería como una invitación a pagar para ver.

Claro, a una gran parte de las clases altas, medias y bajas estas reservas les importa muy poco. Están hartas y quieren resultados. Javier Milei se los ofrece y ha suscitado un respaldo social inocultable. Que ese respaldo se traduzca en una configuración política con densidad y cohesión es otro asunto (y no sabría decir si eso es bueno o es malo), pero ahí están a la vuelta de la esquina las elecciones como oportunidad para empezar. No sería raro que, en el momento de capitalizar un resultado electoral importante, este ya no conmueva tanto a los agentes económicos no amigables con el estilo de gestión de Milei y a aquellos irritados, probablemente, por las concesiones de laxitud macroeconómica que el gobierno ha decidido hacer camino a las urnas.

A diestra y siniestra, mientras tanto, Milei, y el propio Ades, podrían sincerarse alguito y decir: sí, sabemos que el atropello institucional es gravoso, pero, nadie debería preocuparse, estamos en una dolorosa transición (de motosierra y licuadora), una vez llegados a la meta va a estar todo bien con las instituciones. Es la famosa alegoría de la travesía del desierto, en la lógica canónica de la formulación de política reformista.

Publicado en Panamá Revista el 10 de julio de 2025.

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