Todo gobierno tiene una trayectoria. Se inicia casi por regla como una línea ascendente, en donde la novedad suele agrandar los aciertos y acotar los errores. Siempre hay un punto de quiebre, indefectible, que cambia el derrotero
Suele ser un hecho anecdótico, al principio. Con el tiempo y con visión retrospectiva, se entiende toda su dimensión, en el sentido del viraje hacia una trayectoria descendente: fue el caso del gravamen a las rentas financieras en 2017, que marcó negativamente a los mercados. Otra más frívola: una fotografía condenable en la quinta de Olivos, en plena pandemia.
Hay méritos indudables del actual gobierno. Muy esencialmente haber estabilizado las cuentas fiscales y detenido un grave derrotero inflacionario. No es menor; tampoco suficiente. Y es en las mieles de las conquistas temporales (fugaces por definición) donde corresponde prestar atención a la trayectoria, para evitar los turning points.
Esto nos lleva al proceso de designación de jueces de la Corte Suprema de Justicia. Empezó con postulaciones tan polémicas, que resultan incomprensibles. Es una decisión que se proyecta en el tiempo, pero también hace a la coyuntura: la inversión directa, la que puede sacarnos de la falta de desarrollo y crecimiento, va a ser endeble en la medida en la que no haya una justicia independiente y creíble.
Estamos a la vera de un acto que tiene todas las características de un punto de quiebre: la designación en comisión de esos jueces. Al quién se designa, sumamos el cómo se designa; combo completo. La Constitución prevé un mecanismo con acuerdo del senado por dos tercios de sus miembros presentes. Se invoca un inciso para llenar vacantes de los empleos, que requieran acuerdo del Senado. Y que no le dan consenso. Está mal.
Los jueces de la Corte no son meros empleados. Por eso la mayoría agravada constitucional, que obliga a buscar consensos (no es una opción). Se cita el precedente de 2015, olvidando dos cosas, además de que fue un error y de que los postulantes eran impepinables: primero, esas designaciones se completaron y recién se formalizaron, con el acuerdo del Senado; segundo, no había transcurrido un año de gobierno, sino días, y el Senado ya había entrado en receso. Acá lo que se pretende es sentarlos a los empellones, esquivando al Senado, luego de un año de negociaciones tan escabrosas como fallidas.
Es una alerta muy grande. CARL SCHMITT creó la doctrina del decisionismo. Sostenía que ante la excepción, el derecho se suspende por preservación política. Y que el derecho es siempre en situación; lo que importa, decía, es mantener el monopolio de la decisión. Decisión por encima de la norma, por encima de todo. Es lo que cuenta y mantiene vivo el poder político de un gobierno.
Hay un problema con todo esto: SCHMITT fue el arquitecto jurídico de uno de los tiempos más oscuros de la historia. La norma pone el límite a la decisión, al poder, para que no se desboque. Por eso es que el argumento es atractivo pero termina mal, siempre mal.
La Corte reglamentó un sistema de conjueces; mejor sería que el Congreso modifique la ley, permitiendo que funcione con mayoría de tres. Pero no el error jurídico y político de designar por la ventana. Con la Constitución en la mano, siempre.