La administración de Donald Trump acaba de evitar –toma y daca mediante– que el Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas abra una investigación sobre racismo en los EE.UU, a partir de los hechos desatados por la muerte de George Floyd.
La preocupación resulta extraña si se toma en cuenta que la administración norteamericana renunció al consejo hace dos años, calificándolo como un “pozo negro de prejuicios políticos”, anti-Israel y denunciando la inclusión en el Consejo de países que abusan de los derechos humanos.
Luego de la presión, el consejo de 47 miembros cambió el rumbo de una investigación centrada en los Estados Unidos, a una más amplia sobre el racismo anti-negro en todo el mundo. Pero que estuvo tan cerca de hacerlo ilustra cómo los activistas, grupos e instituciones internacionales se le están “animando” cada vez más a considerar a los Estados Unidos como un villano y no como un héroe, en el tema de los derechos humanos. Si bien Estados Unidos profundizó ese perfil negativo luego del fatídico 11-S, por la tortura, la Bahía de Guantánamo y los ataques con aviones no tripulados, los ex funcionarios y activistas dicen que, bajo el presidente Donald Trump, la lucha doméstica estadounidense y la erosión democrática es preocupante.
Por otro lado, el Secretario de Estado Mike Pompeo ha creado una comisión encargada de “repensar el enfoque estadounidense de los derechos humanos”, bajo el supuesto de que ha habido una proliferación cuestionable de lo que se considera derechos humanos. Los críticos temen que la comisión, cuyo informe debe presentarse este verano, ponga en entredicho los derechos de las mujeres, las personas LGBTQ+ y otros.
Es claro que Trump desprecia el tema y que cuando ha condenado los abusos contra los derechos humanos, generalmente ha sido en situaciones selectas que le costaron poco capital político o lo han ayudado a reforzar su base electoral, como en el caso de Irán y Venezuela.
“El factor Trump es enorme, si no el factor determinante” en la reputación estadounidense maltratada, dijo David Kramer, ex subsecretario de Estado para los derechos humanos en la administración George W. Bush (2008-2009) y ex presidente de Freedom House. “Las personas que defienden y luchan por la democracia, los derechos humanos y la libertad en todo el mundo están desilusionadas por el gobierno de Estados Unidos y no ven a la administración actual como un verdadero socio”, declaró a Politico.
En 2019, la mencionada Freedom House, una ONG con sede en Washington, que recibe la mayor parte de sus fondos del gobierno federal y se estableció en 1941 para combatir el fascismo, advirtió que Trump había acelerado el deterioro democrático que ese país ya venía registrando. “Ningún presidente ha mostrado menos respeto por los principios, normas y principios [de la democracia estadounidense]”, dijo el informe. “Trump ha atacado instituciones y tradiciones esenciales, incluida la separación de poderes, una prensa libre, un poder judicial independiente, la entrega imparcial de justicia, salvaguardas contra la corrupción y, lo que es más preocupante, la legitimidad de las elecciones.”
Los líderes de ONGs y funcionarios de derechos humanos reconocen que los problemas de Estados Unidos no son tan preocupantes como los que ven en muchos otros países. Sin embargo, argumentan que Estados Unidos merece una atención muy especial. “Existe un intenso racismo y abuso de los derechos humanos por parte de las fuerzas del orden público en China, Rusia, Brasil y muchos otros países a los que las Naciones Unidas tienen dificultades para reunir la voluntad de condenar”, dijo el diputado Tom Malinowski, ex miembro de Human Rights Watch y un ex alto funcionario de derechos humanos de Obama. “Pero ninguno de esos países es la nación indispensable. Lo que dicen las organizaciones e instituciones de derechos humanos al centrarse en los Estados Unidos es algo que no pueden admitir explícitamente, y es que creen en el excepcionalismo estadounidense. Entienden que uno Estados Unidos que no cumplen con sus ideales tiene un impacto mucho mayor en el mundo que Rusia o China haciendo lo que todos esperamos que hagan esos estados autoritarios”.
Trump se muestra amable con líderes mundiales autoritarios y aprueba sus gestiones haciendo caso omiso a las atrocidades que sus políticas impongan a sus gobernados. A su vez, la base electoral del presidente norteamericano carece de la sutileza de lo que durante años el Departamento de Estado ha construido como “soft power”, un espacio de negociación asentado en valores culturales que permiten avances del poder de los EE.UU. investido de una legitimidad de origen como adalid de la democracia y los derechos humanos. De todas las tropelías de Trump esta es la que seguramente causará un daño difícil de reparar a la política exterior de su país y al liderazgo de esa nación en el mundo.
En su defensa, los funcionarios de Trump señalan dos logros de su administración: la Ley Global Magnitsky, que impone sanciones económicas a numerosas personas implicadas en abusos contra los derechos humanos en el extranjero. Y los cuantiosos recursos invertidos en la promoción de la libertad religiosa internacional, para mantener el tema en la agenda con conferencias, menciones oficiales, reuniones ministeriales anuales al respecto y lanzando una coalición internacional de países para promover ese ideal. Hace unas semanas, Trump emitió una orden ejecutiva instruyendo a Pompeo para que integre aún más la promoción de la libertad religiosa en la diplomacia estadounidense.
Sin embargo, la segunda medida estaría dando cuenta de las presiones de los evangélicos sobre el presidente y la primera sólo sobre aspectos económicos de la violación de los derechos humanos. Ambas, podrían considerarse en la línea de promoción de los derechos humanos, pero carecen de la virtud generadora del “soft power” que ha sido la preocupación constante del Departamento de Estado, desde hace décadas.
Ante el rediseño de un nuevo orden mundial post pandémico esas no parecen ser las mejores perspectivas para que los EE.UU. sostengan su candidatura a liderarlo.