jueves 25 de abril de 2024
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Transformar, regenerar y movilizar

A los “cambiemitas”, dos visiones parecen movilizarnos hacia las elecciones: un acuerdo ultramayoritario estable o un shock de profundas transformaciones. Se supone que, una vez logrado el acuerdo o reconfiguradas las instituciones económicas, el país se encaminará hacia la prosperidad. Ambas posiciones tienen fundamento. El país padece la recurrencia de respuestas pendulares y necesita del compromiso y la estabilidad hacia adelante que podría brindarle un acuerdo, tanto como dar una señal profunda de cambio, para revertir situaciones que nos limitan.

Ahora bien, un acuerdo por sí mismo no podrá resolver la complejidad de nuestros problemas. Es de suponer que la amplitud de este lo condicione. El precio del consenso son las concesiones. Un “shock” debería prever cómo procesar los conflictos y bloqueos que esa disrupción podría provocar. Veamos la parte del vaso llena, en Juntos por el Cambio se está construyendo una competencia basada en visiones, que se hacen cargo de las necesidades que tiene el país. No todo son egos, como a veces parece querer resaltarse. 

Sin embargo, hay un aspecto soslayado: debemos asumir que el estancamiento económico no es resultado de una catástrofe natural o de una limitación estructural; y el rasgo distintivo de este proceso es una cultura política predatoria en materia económica, anómica, imprevisible, carente de perspectiva de largo plazo e impune. No ha sido neutro en nuestro declive la forma en que partidos, Estado y ciudadanía se han relacionado, incluyendo las peores prácticas que parte de la sociedad convalida, sobre todo en tiempos de bonanza.

Hay cinco prácticas, que se han consolidado como fundamentos de la política, que conducen al lugar donde estamos: crear expectativas inconsistentes, con complicidad social; movilizar a la sociedad con base en la simplificación, y renunciar a las explicaciones; usar sin restricciones ni evaluaciones los recursos públicos para incidir en el comportamiento de la ciudadanía, sin importar el resultado en materia de bienes públicos; tribalizar la vida cívica, alentando los conflictos que consolidan la posición de quien los estimula; aleatoriamente, cambiar reglas sobre la base de un criterio oportunista. 

Estas prácticas hasta acá han servido para ganar elecciones. Ahí está el nudo del problema. Es por eso que la Argentina necesita una transformación trascendente, sincera, profunda, sentida, que incluya un cambio en las prácticas políticas. Sin esto último, recuperar la confianza será difícil. Sin nuevas prácticas, ni los acuerdos ni los shocks son sostenibles. Transformar el país y regenerar la conversación democrática, objetivos que están implícitos en ambas visiones, van de la mano. No son contrapuestos, sino que se necesitan mutuamente. Los sesgos de ambas visiones son razonables, los acuerdistas ven más la necesidad de crear un nuevo clima, los transformadores expresan el hartazgo frente al agotamiento de este estatismo atolondrado en que vivimos.

La complementariedad es clara, no será posible conseguir una transformación profunda sin acuerdos y en medio de tensiones sistemáticamente alimentadas desde la provocación. Tampoco será posible que el país recupere un ambiente más amable sin cambios profundos que estimulen la actividad económica, la formación de capital en todas sus formas, la innovación y sobre todo que agregue personas a los circuitos formales de producción y consumo. Estamos en una crisis que excede lo institucional. Cada vez que un líder político propone algo sin alertar de sus consecuencias, sin reparar sobre sus costos, sin identificar las dificultades, sin escuchar las objeciones, cada vez que ese líder se contradice sin ofrecer una explicación, las posibilidades de transformación se diluyen. 

No es la cuadratura del círculo, es el desafío democrático que la Argentina enfrenta. Deben encararse transformaciones complejas, controversiales y resistidas; tan profundas y sostenidas que requieren de una artesanía política esencial entre rupturas y acuerdos. Muchas de las reformas que la Argentina necesita afectan a sectores muy amplios y aun así son necesarias, para evitar el colapso de sistemas públicos o para garantizar la equidad transgeneracional. Por eso mismo, dentro del cambio de prácticas que debemos asumir, la pedagogía, la sinceridad y la empatía ocupan un lugar central.

Solo una visión superadora puede generar paciencia social y recuperar el sentido de pertenencia y cooperación que movilice a la sociedad positivamente. De allí que no es ocioso incorporar temas a la agenda pública que operen como “puntos de encuentro” de un nuevo horizonte a construir. La osadía intelectual no es evasión, sino responsabilidad cuando nos provee la fuerza para seguir. Como otras veces en la historia argentina, es el radicalismo quien está empeñado en esa tarea. La agenda de la coyuntura es ineludible, ir más allá de ella es esencial. 

Una visión superadora hoy se construye conjugando cinco elementos: unidad en la acción, reglas para funcionar, un programa de cambio concreto y asumible, la valentía de poner el futuro en conversación en medio de la angustia presente, y un decálogo exigente en materia de conducta pública. Mientras el marketing se esfuerza en señalarnos que sin generación de esperanzas es imposible avanzar políticamente, nada nos dice de que cada ilusión vacía que se plantea es un daño adicional que generamos en la confianza futura.

La campaña por delante debería ser la más austera, debería disponer de un sistema de debates amplios en todo su recorrido, y antes que nada poner a consideración los esfuerzos que debemos hacer. Hay que buscar un pacto explícito con la sociedad, que al mismo tiempo que señale las dificultades muestre el camino de salida (por pedregoso que sea). Nuestra sociedad plural y desigual tiene expectativas distintas respecto del poder público, y es tan legítima la del empresario pyme por la baja de impuestos como la de quien entiende que el Estado invierte poco en sostenibilidad ambiental, quien reclama seguridad o por su salario. Si la política no expresa esa pluralidad, está condenada al fracaso. Nuestra fragmentación no se resuelve ignorando a nadie o enfrentando a unos con otros, sino apelando a la creatividad, a la verdad y al compromiso.

Una nueva práctica política no está exenta de conflictos, e implica afectar intereses y romper la zona de comodidad para quienes hacemos política “dentro de la caja”. Ni siquiera está garantizado su éxito, pero es la prueba de rigor para avalar las propuestas. Necesitamos cambiar más a fondo aún de lo que se enuncia. Ese debe ser nuestro propósito. Hacer de la calidad de nuestra oferta política una causa avalada con los hechos.

La política no es solo gestión, debate u operaciones. La política, en definitiva, sino es una causa, es ruido, burocracia, espectáculo o sencillamente una trampa.

Publicado en La Nación el 18 de junio de 2022.

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