viernes 29 de marzo de 2024
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Sueños megalómanos convertidos en pesadilla

La súbita irrupción de Putin en el escenario internacional como un individuo capaz de trastornar completamente el curso de la historia mundial reedita el clásico debate de las ciencias sociales acerca de si los sucesos sociopolíticos responden a las estructuras, a las instituciones o a los actores individuales.

La historia de la humanidad abunda en mentes megalómanas que han desatado tragedias mundiales con el principal objeto de dejar su sello indeleble en la memoria de los hombres. El más arquetípico caso, y que en consecuencia ha dado su nombre a este trastorno, es el de un pastor de Éfeso, llamado Heróstrato, quien el 21 de julio de 356 a.C., incendió el templo de Artemisa, una de las siete maravillas del mundo, con el mero propósito de que su nombre trascendiera en la historia. A juzgar por el pavoroso incendio que se ha desatado en Europa, parecería que Heróstrato pugna por reencarnar ahora en Putin.

El genial Aldous Huxley, en su insoslayable obra El fin y los medios (1937), imprimió otra vuelta a la tuerca del agente individual, cuando señaló: “No seremos capaces de comprender nada de lo que se refiere a los problemas de gobierno mientras no descendamos hasta los hechos psicológicos y los principios éticos fundamentales”. Aunque, ciertamente, este factor no es el único en juego, no hay dudas de que esta aguda reflexión cobra densidad en el caso de la invasión rusa de Ucrania, en el que el insondable espíritu psicológico y ético del presidente ruso, según varios analistas internacionales, constituye un elemento clave de análisis y explicación del conflicto.

En 1984, con la publicación de su clásica obra El retorno del actor, el prestigioso pensador francés Alain Touraine remozó con vasta difusión esta cuestión eterna. Actualmente, esa capacidad de los individuos de disponer de poder y recursos para cumplir sus propósitos es denominada en inglés agency entre los especialistas internacionales. Uno de los efectos más deletéreos del componente individual, como este que está ensombreciendo a Europa, es que cuando se desata un incendio de semejantes proporciones se alienta a los piromaníacos de todo el mundo a admirarlo, cuando no a imitarlo, especialmente si el causante original no encuentra freno y prospera impune y exitoso en sus nefastos designios.

La Argentina es un país en el que el rol del líder hegemónico, admirador del clásico motto “después de mí, el diluvio”, viene ejerciendo una influencia muy superior a la de las instituciones, a diferencia de lo que ocurre en las democracias exitosas, lo cual explica nuestros fracasos. Aquí también, mutatis mutandi, existen Heróstratos, si bien minúsculos y dormidos, pero que pueden ser extremadamente dañinos, tanto para nuestra política interna como externa.

Ya en los años 70, un puñado de jovencitos “imberbes”, como los calificó su propio líder, lograron prender fuego a todo el país, con las funestas consecuencias que aún sufrimos, pues subsisten sectores que, coherentemente, no solo reivindican como legítimo el recurso del incendio, sino que vacilan en condenar al Heróstrato ruso.

De allí que debamos redoblar nuestros esfuerzos internos, apelando a las instituciones que nuestro andamiaje constitucional creó, para evitar que los sueños de cualquier Heróstrato se conviertan en las pesadillas del resto del país, para apaciguar las tendencias incendiarias que anidan en nuestra sociedad, y que nos impiden asumir honesta y resueltamente cómo debemos pararnos ante el altamente inflamable tablero de la seguridad mundial.

Publicado en La Nación el 16 de marzo de 2022.

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