“La retórica populista sostiene que el poder legítimo reside en la gente común, no en los partidos tradicionales, los medios de comunicación ni los representantes electos”. Así comienzan su argumento teórico Pippa Norris y Ronald Inglehart (1) en Retroceso cultural, cuyo objetivo es estudiar lo que ellos llaman “populismo autoritario”, al que ven encarnado en Trump y el Brexit. Un momento, dirá el lector: ¿acaso la frase citada no es la definición misma de democracia? Después de todo, los partidos, los medios y los representantes son intermediarios entre el pueblo y el Gobierno, no fuente de legitimidad democrática. Si el lector se hizo esta pregunta, entonces su cabeza funciona mejor que la de politólogos canónicos y comentaristas vernáculos, que advierten los elementos antiliberales del populismo pero son ciegos a los antioligárquicos (2).
Podría haber sido diferente. Fue la misma Pippa Norris quien, en los noventa, percibió el descontento de las masas con la democracia. Escribió entonces sobre “ciudadanos críticos” y “demócratas insatisfechos”, que defendían los valores democráticos pero consideraban insuficientes las estructuras inventadas el siglo anterior (3). Fuera de los claustros, la desconexión entre representados y estructuras de representación recibió una respuesta elitista en vez de inclusiva: los líderes establecidos desarrollaron reformas institucionales para reconquistar el apoyo perdido. No se les ocurrió que quizás el problema no fueran las instituciones, sino ellos. Antes que la representación, lo que fallaba eran los representantes. Acto primero de la crisis democrática: entra la casta.
La democracia, dicen los politólogos, no es substancia sino forma: se trata de un procedimiento para tomar decisiones colectivas, no del contenido de la decisión. Si aceptamos el procedimiento, debemos aceptar el resultado. Pero los seres humanos no son todos politólogos. Por eso, pueden valorar los resultados con autonomía del proceso que los generó. Si la democracia no produce bienestar, ¿por qué deberíamos apoyarla? Es cierto que el procedimiento democrático no es moralmente neutro: encarna valores como la igualdad (todos los votos valen uno) y la no violencia (gobierna quien gana elecciones, no guerras). Sin embargo, para el ciudadano que teme un futuro peor que el presente, esos valores pierden visibilidad (o cobran menos importancia).
El cambio demográfico aceleró esta insatisfacción cuando el bajo crecimiento económico limitó el horizonte de expectativas de los jóvenes. Por primera vez en la historia, los hijos creen que van a vivir peor que sus padres. Esta brecha no resultó perceptible a primera vista: el Brexit, por ejemplo, fue votado por los mayores y reprobado por los jóvenes. Inicialmente, el voto de rechazo al statu quo provenía de los márgenes del sistema, movilizado por los ingenieros del caos mediante estudios de opinión y sofisticados algoritmos (4). En las elecciones disruptivas que siguieron, como las que dieron la victoria a Trump y Bolsonaro, emergió una visión alternativa: los márgenes del sistema se transformaban en su centro. Las elecciones dejaban de ofrecer alternativas en el sistema para transformarse en plebiscitos contra el sistema.
La brecha de género vino a complementar la etaria. En las décadas previas, el pensamiento políticamente correcto se había impuesto en los centros intelectuales y en los medios de comunicación. Chistes que dejaron de contarse, expresiones y palabras censuradas. Todo lo que afectase los sentimientos de una minoría era reprimido, mientras se multiplicaban los grupos que exigían reconocimiento. Las sociedades occidentales se convirtieron en caleidoscopios: cualquiera fuera el ángulo de visión, la realidad era siempre una composición de fragmentos. Las fuerzas políticas de izquierda pasaron de representar a las mayorías trabajadoras a representar minorías identitarias. Acto segundo de la crisis democrática: entra el wokismo.
El pluralismo de orientaciones sexuales, y su reivindicación en el espacio público, fue alimentando el resentimiento de sectores conservadores. Pero fue el apogeo del feminismo el que dejó al descubierto al grupo más afectado por esta evolución: los varones jóvenes, sobre todo heterosexuales. De un orden social que los colocaba en la cima de la cadena alimentaria, cayeron al lugar de “macho violador” y a considerarse víctimas de la “cultura de la cancelación”. Es difícil explicar, para quien no haya estado en esa situación, el temor a equivocar un saludo en una presentación pública: decir “buenas tardes a todos”, sin agregar “y todas”, podía dar lugar a murmullos de reprobación. Para mujeres que habían pasado toda una vida en condiciones de subordinación, o para minorías sexuales históricamente reprimidas, tales sanciones eran anecdóticas, justas incluso. La empatía perdía expresión y la olla ganaba presión.
La exaltación del feminismo y de un abanico de identidades minoritarias tuvo su clímax en un espacio y un tiempo específicos: las élites contemporáneas de los países desarrollados. El psicólogo social Jonathan Haidt desarrolló experimentos sobre valores morales en cuatro grupos humanos: las élites occidentales, las masas occidentales, las élites no occidentales y las masas no occidentales (5). Sus hallazgos mostraron que las élites occidentales diferían de los otros tres grupos al desvalorizar valores tradicionales como la autoridad, la familia, la religión y la nación. Sobre una base de alto bienestar material, estas élites desarrollaron valores individualistas, seculares e internacionalistas. Después, la desaceleración del crecimiento económico, la crisis del Estado de Bienestar y la precarización del empleo fueron desarmando esa base material. Fue entonces que la reacción anti-casta y la anti-woke convergieron en su desafío al statu quo con una alternativa ideológica, y no sólo económica. La batalla cultural, antigua bandera de la izquierda gramsciana, cambiaba de lado. Lo novedoso eran sus armas. Acto tercero de la crisis democrática: entran las redes sociales.
Primero, las redes horizontalizaron el debate público y lo desintermediaron. Cualquiera podía publicar cualquier cosa, sin censura ni curaduría. Por supuesto, cuentas con más seguidores tenían más impacto, y esas cuentas solían pertenecer a personas populares. Pero progresivamente fueron emergiendo personajes cuyo impacto digital era independiente de su realidad analógica: seres previamente anónimos que, merced a su ingenio o estrategia, se tornaban influencers. La etapa siguiente fue la formación de tribus o comunidades digitales diferenciadas, cual cámaras de eco que amplifican nuestra propia voz. Después, los algoritmos potenciaron el sesgo de confirmación que caracteriza al cerebro humano, al costo de producir una paradoja: volvió la intermediación, pero esta vez invisible. Hoy las redes tienden a favorecer y reforzar la opinión de sus dueños… tal como hacían los medios de comunicación.
John Burn-Murdoch sugiere que la evolución de las redes es clave para entender la brecha de género en la nueva generación, los nativos digitales (6). Por primera vez en la historia, los (varones) menores de 30 años son más conservadores que sus padres. Este fenómeno no se limita a Occidente. Se manifiesta tanto en Corea del Sur como en Europa o Estados Unidos. Si la polarización afectiva puede explicar la brecha entre generaciones, es la segmentación digital la que explica la brecha entre géneros: chicas y chicos habitan distintos espacios virtuales. Sus percepciones y valores son diferentes, y crecientemente opuestos, porque sus influencers lo son. La biología hizo al hombre y la mujer, el algoritmo los separó. Si esto parece banal, nótense las consecuencias: las tasas de casamiento se han desplomado y las de natalidad se sitúan debajo del nivel de reposición del stock demográfico. En la generación Z (nacidos entre 1997 y 2012) se forman menos parejas, se inicia la vida sexual más tarde y se segregan los espacios de encuentro en función del género. Además, votan diferente.
En un mapa global con dos coordenadas, élites versus masas y Occidente versus Oriente, el wokismo se había adueñado de un cuadrante: las élites occidentales. En el nuevo mapa social, jóvenes versus adultos y varones versus mujeres, el antiwokismo se adueñó de otro: los varones jóvenes. La interacción entre esos dos cuadrantes, situados en diferentes tableros, define la política de nuestro tiempo: la testosterona reprimida versus la casta fracasada.
¿Despolitización o repolitización?
La primera reacción ante la insatisfacción es la protesta. En la política mundial de posguerra, la protesta se manifestó en contextos democráticos como el Mayo Francés, autoritarios como el Cordobazo argentino y totalitarios como la Plaza de Tiananmen (China). En los tres casos, por distintas razones, fue menguando conforme se conseguían los objetivos o se frustraban las esperanzas. Cuando la protesta ya no funciona, enseñó Albert Hirschman, se gatilla la salida, los insatisfechos desertan (7). Esto se manifiesta en volatilidad partidaria, abstencionismo electoral, criminalidad desorganizada y emigración masiva, afianzando la despolitización. En buena parte de América Latina, la deserción se ha convertido en una reacción natural. Pocos esperan que la política resuelva sus problemas, por lo que ni se molestan en protestar: se van.
La deserción partidaria se hace evidente en las dieciséis elecciones presidenciales que se desarrollaron en América Latina entre 2021 y 2024: trece fueron ganadas por partidos fundados hacía menos de diez años. Incluso los partidos que hoy gobiernan democracias tan establecidas como Francia e Italia, con Emmanuel Macron y Giorgia Meloni al mando, no existían en 2010. Los nuevos partidos y los liderazgos populistas fueron la respuesta a la inacción de las élites ante cambios estructurales que perjudicaban desproporcionadamente a los sectores populares, juveniles y masculinos. La clave, sin embargo, no está en los cambios sino en la inacción. Contra el pensamiento de izquierda convencional, la revuelta no fue contra la desigualdad sino contra la indignidad: la demanda hoy es respeto antes que redistribución. Por eso, el blanco de la indignación no son los ricos sino el establishment o “casta”, aquellos que no ofenden con su riqueza sino con su superioridad moral.
La agenda que promovían inicialmente los nuevos movimientos era negativa: contra las élites, contra los inmigrantes, contra el globalismo, contra el progresismo. Y, muchas veces, regresiva: buscaba el futuro en el pasado, como cuando Donald Trump llamaba a hacer grande a América “otra vez”, cuando Jair Bolsonaro reivindicaba el golpe de Estado de 1964 o Javier Milei rendía culto a la Argentina del siglo XIX. Últimamente, sin embargo, se está consolidando una agenda positiva: apoyo a las grandes empresas tecnológicas, adquisición de territorios y rediseño de alianzas internacionales. Y estas políticas, en contraste con las que sólo desmantelan o desregulan, requieren un Estado operativo. El Presidente de Estados Unidos cuenta con esa herramienta; sus pares latinoamericanos están más limitados. Aunque la emergencia de nuevos liderazgos contribuyó a relegitimar la política, el instrumento estatal sigue tan mellado como antes. La motosierra puede limpiar un terreno, pero no construye una central nuclear.
Guillermo O’Donnell había descrito una situación en la que zonas de un país, las “áreas marrones”, quedaban al margen del Estado de Derecho (y del alcance del Estado en general). En estas zonas predominan las jerarquías sociales tradicionales, pero un autoritarismo centralizado carece de instrumentos para concretarse. En sociedades con Estados rotos, la tiranía aparece menos viable, o menos aterradora, que la anarquía. En América Latina la informalidad en general, y la ilegalidad en particular, son hoy más predominantes que las dictaduras (8). Los políticos tradicionales, mientras tanto, siguen discutiendo agendas del siglo XX: racionalidad ideológica, justicia social, corrección política. Y los politólogos convencionales también. Al enfocarse en la oferta política y en la cultura de las élites, ambos grupos se olvidaron de la gente y sus emociones. Los populistas son políticos que se acordaron. Entendieron que, en política, no hay nada peor que defender un statu quo que no funciona más.
1. Pippa Norris y Ronald Inglehart, Cultural Backlash: Trump, Brexit, and Authoritarian Populism, Cambridge University Press, 2019.
2. Cristóbal Rovira Kaltwasser, “The ambivalence of populism: threat and corrective for democracy”, Democratization, Vol. 19, N° 2, pp. 184-208, 2011.
3. Pippa Norris (ed.), Critical Citizens: Global Support for Democratic Government, Oxford University Press, 1999.
4. Giuliano da Empoli, Gli ingegneri del caos. Teoria e tecnica dell’Internazionale populista, Marsilio, 2019.
5. Jonathan Haidt, The Righteous Mind. Why Good People are Divided by Politics and Religion, Vintage Books, 2012.
6. John Burn-Murdoch, “A new global gender divide is emerging”, Financial Times, 26 de enero de 2024.
7. Alberto Vergara, “En América Latina, la ciudadanía sufre polimaltrato del Estado y del mercado”, entrevista con Astrid Pikielny en La Nación, 18 de enero de 2025.
8. Juan Pablo Luna, Democracia muerta. Chile, América Latina y un modelo estallado, Ariel, 2024.
Publicado en El Diplo en marzo de 2025.
Link https://www.eldiplo.org/seccion-desalineados/son-los-representantes-estupido-no-falla-la-democracia-sino-sus-elites/?fbclid=IwY2xjawI6pDVleHRuA2FlbQIxMQABHXG9EyUWZ7_wX0k3UOu4RNT7OI9nnFP8g3GgB3BjqeNqHCR3hD9XuPEXsQ_aem_P10KjUemS81j80kNNN5WNA&sfnsn=scwspwa