Suelo escribir con un método raro. Antes de arrancar tengo que tener todo el desarrollo en la cabeza, desde el título hasta la frase de cierre.
Hace rato, años incluso, tenía este título en la cabeza. No es que fuese original, sino que tenía una idea que no podía desarrollar desde el inicio. Que se entienda, tenía todo menos el primer párrafo. Sabía que quería decir y cuál era el problema que me planteaba. Pero no tenía el disparador.
Pero esta semana un twit de Gustavo Noriega me dio, indirectamente, ese primer párrafo que me faltaba. Básicamente decía: “Y esto fue idea de Néstor, eh. El genio de los superávits paralelos y del cuadro descolgado. Un animal, un bruto, el padre de este descalabro”. Hacía referencia al último juicio perdido por el Estado argentino en Londres. Fue el disparador para mi respuesta, algo que sostengo desde el 2003: “NK el peor de todos. El que destruyó la institucionalidad desde el día 1. Cualquier medida de CFK (que fue un desastre) tuvo más institucionalidad. No es casual que el infeliz de ahora haya sido su jefe de gabinete”.
Pongamos las cosas en contexto y en términos históricos.
Los partidos políticos nacen como tales (superando la etapa de las facciones o grupos parlamentarios regionales) hace unos doscientos años.
En términos generales y haciendo un corte diacrónico, pasaron de ser grupos de notables a partidos de masas cuando, en paralelo a la ampliación del derecho al sufragio, fueron ganando espacio electoral los partidos que representaban intereses burgueses y obreros. En términos weberianos, cuando empiezan a tener personal propios y profesionalizar la política. Mas adelante se convertirían en lo que comúnmente se denomina “atrapatodo”. Pongamos un compás de espera en este punto. Solo recordemos la frase del viejo Liborio Pupillo cuando, sabiamente expresó: “un voto de izquierda y un voto de derecha son… dos votos”. Esa es, simplificando mucho, en la jerga política, la definición del partido atrapatodo. Alcanzado un piso consensual alrededor del estado de bienestar, los partidos políticos tienen que diferenciarse por otras cuestiones: liderazgo y articulación de intereses sociales. Los partidos ya no tendrán que representar a un solo grupo. Deberán alcanzar a cada vez más potenciales votantes con el objetivo claro de ganar la elección.
En definitiva, los partidos se convierten en una correa de transmisión de las demandas de la sociedad hacia el Estado. Si ganan, convertirán esas demandas sociales en políticas públicas que llevarán a la sociedad. Si pierden, controlarán que las políticas públicas sean eficaces o se preparan para alternarse en el poder y proponer otras superadoras.
Insisto en esto, para que mis colegas politólogos no se horroricen, estamos simplificando.
La cuestión es que de a poco, todos los partidos políticos han accedido al Estado o a alguno de los estamentos del Estado (dependiendo si estamos en modelos unitarios o federales, el mecanismo será siempre a través de elecciones, hablamos de partidos democráticos, claro).
Eso convirtió a los partidos no ya en agentes que representan a la sociedad sino en gestores de políticas públicas. En partidos del Estado (no, no es lo que algún sacado llama casta, hablo del gestor estatal que se convierte en gobierno permanente, se incorpora a la burocracia, pero discutamos en otro momento las características de la misma, si es eficaz o no y cuáles deberían ser los factores para medir esta eficacia).
De a poco, con este fenómeno, los partidos se van “cartelizando”. Abandonan la representación o articulación de intereses de la sociedad. Abdican de su rol. Surgen los liderazgos profesionalizados de la política. Este fenómeno se da desde la década del setenta y, en nuestro país, podemos ubicarlo hacia los años noventa en adelante.
Cuando esto se profundiza, la representación social es ocupada por otros agentes: las fundaciones, los grupos de interés y las ONGs.
Y ahí apareció Néstor, a darle la última estocada a los partidos políticos. A refundar un sistema.
Gobernador de una provincia con poco protagonismo, grande, pero escasamente poblada y a la vez rica por el cobro de las regalías del petróleo y a la vez prepotentemente administrada. Sus años de gobernador le permitieron llevar adelante una serie de reformas políticas que, en definitiva, buscaban la subordinación de las instituciones. No solo por el manoseo a la justicia o el uso de patotas políticas (como se describe en El amo del feudo) sino también con el diseño de la representación a la legislatura, uninominal por distrito y con características de gerrymanderización, sumado a la Ley de Lemas (si se quieren poner todos los defectos juntos, no se va a conseguir un modelo mejor). En la legislatura, si bien el partido opositor siempre fue competitivo, nunca logra tener más que un puñado mínimo de escaños, cuando no, uno solo.
La ruleta electoral lo puso en el lugar que siempre soñó: la presidencia de la Nación. En el peor momento. No me refiero a la crisis económica, que había comenzado a superarse con la presidencia de Duhalde. Sino en el momento en que los partidos empiezan a fragmentarse.
¿Qué hubiésemos esperado de un líder político? Que al menos consolide a su partido político. ¿Qué hizo Kirchner? Lo defenestró, “mató” incluso a quien lo había puesto en ese lugar. En la primera elección provoca una división del peronismo que lleva a la sociedad, en lugar de elegir entre dos o tres modelos de gestión o de propuestas, a tener que optar en una gran interna del peronismo. Y de paso, desvirtuar la intención de la reforma constitucional de 1994 de dotar al Senado de una representación minoritaria, pero equilibrada, de la oposición. Al dividir el voto entre dos candidaturas peronistas, son más las bancas de este color político que se termina llevando para después integrarlas en un gran bloque.
El segundo paso fue aun más audaz, inventar la transversalidad: cooptar dirigentes intermedios de los partidos opositores. Si es a cargo de gestiones provinciales, mejor. El primero será el gobernador de Tierra del Fuego. Pero seguirán otros.
En el momento que más se necesita a los partidos, Néstor los divide con todo tipo de estrategias. Con medias mentiras, incluso.
Pero no es que se ensaña particularmente con los partidos. Su objetivo es romper cualquier tipo de institucionalidad. La Corte Suprema también será una de sus víctimas, no solo por los juicios políticos que impulsó sino también por la manipulación que hace de la cantidad de jueces. Su reescritura de los años setenta y noventa también van en este sentido. Ajustar el pasado a su imagen y semejanza. Hasta que llegó él nada había hecho el Estado argentino por los derechos humanos (en realidad nada había hecho él por dicha institución).
En paralelo se va a ir dando la mayor cartelización del partido mayoritario, del peronismo. Pero también aparecerá un tercer partido que no pasó por las instancias previas: el PRO. Nacido con el principio del siglo, el intento de 2003 de Macri de llegar al gobierno de la ciudad nos muestra un ejemplo de “partido ambulancia” (una deformación de la ambulancia que pasa a recoger heridos después del cierre de lista en una interna, esta es mía, je). En esa elección tanto Aníbal Ibarra (que buscaba reelegir) como Mauricio Macri (que perdería la elección) competirán con tres o cuatro listas de legisladores colgadas de su boleta cada uno, con ofertas para todos los gustos. El resultado, una atomización en la legislatura que, a corto plazo, le costará a Ibarra su cabeza al frente del ejecutivo de la ciudad. Es decir, muchas listas, casi treinta bloques y ningún partido. Néstor y Alberto, mentores de la reelección de Ibarra, miraban para otro lado.
Lo que sigue es conocido. En 2007 Macri por fin llega al gobierno de la ciudad. En el primer intento algo aprendió, porque ya no usará colectoras. Una sola lista irá adherida a su boleta. Pero estamos en presencia de un partido que combina la ambulancia (todos son bienvenidos, radicales, peronistas, socialistas, liberales) con el control del Estado y del segundo o tercer presupuesto del país. El PRO nace como partido cartelizado, sin pasar por las categorías previas.
Su corta historia, además, no le permite institucionalizarse y procesar el conflicto interno. No hay un afecto societatis entre sus miembros. No se conocen desde “la Franja” o desde la “JP” (aunque haya ex de dichas agrupaciones adentro las lógicas de funcionamiento no son las que se trasladan desde la Universidad o los barrios).
De ahí los errores no forzados que cometen a diario. Hoy puede ser la defección del referente principal de una provincia importante como mañana puede ser la falta de control de las políticas a implementar en un área determinada, más de una diseñada para agradar a los otros (a los que nunca van a votarlos) que al electorado propio y fiel.
Durante este siglo, los dos grandes partidos cartelizados del país ocuparon el centro del escenario electoral.
Hagamos un nuevo paréntesis,
Más arriba señalé la aparición de las fundaciones, grupos de interés y ongs ocupando espacios otrora exclusivos de los partidos: la representación social.
¿Por qué interesa esto? Porque los partidos, al abandonar la representación social, no miden bien las consecuencias de lo que legislan. Se alejan de la sociedad y hablan con los que más recursos comunicacionales tienen: los grupos de interés.
El mejor ejemplo de ello es la Ley de Alquileres. Impulsada por un grupo poco representativo de inquilinos, terminó siendo una ley que rechazada por todos los actores: los inquilinos, las inmobiliarias, los propietarios y el propio Estado.
En paralelo, destruido el sistema de partidos desde 2003, en los márgenes empiezan a surgir los liderazgos individuales sin contención partidaria. Desde la ultraizquierda (cooptada por líderes marketineros sin mayor sustento ideológico que el consignismo anticapitalista) hasta la ultraderecha (no podemos llamarlos liberales, el espíritu de Alem y Alberdi nos despertaría por las noches) van cooptando votos, sobre todo entre jóvenes poco formados (¿cuánto hay en esto de responsabilidad en la destrucción de los contenidos educativos durante los últimos treinta años?) o sectores que ya poco tienen que perder. De nuevo la antipolítica paseando la ambulancia entre los desplazados del sistema político.
De ahí que, pese a la intemperie que sufrió el radicalismo desde la caída del gobierno de De La Rúa su mérito y necesidad sea doble y sorprenda su permanencia y territorialidad. Pero el radicalismo no solo aporta territorialidad, tanto al sistema como a la alianza opositora. Aporta afecto societatis, aporta reglas y aporta institucionalidad. El mantenimiento de la alianza opositora más allá de la derrota de Macri en 2019, tiene más que ver con los mecanismos internos de sucesión y funcionamiento de la UCR que con los índices de intención de voto de los precandidatos del PRO, un simple recorrido por las redes lo demuestra: en el hipotético caso que la candidatura presidencial se definiese entre dos candidatos radicales, los votantes de uno u otro votarían sin problemas al candidato ganador. En cambio, la interna entre los candidatos del PRO anticipa profundas heridas en dicho joven partido. ¿Habrá tiempo para pasar con la ambulancia pos PASO siendo que no hay posibilidad de incorporar a los heridos a las listas? Por más buena elección que haga el outsider de turno, nadie va a comprar la zanahoria de futuros conchabos en una hipotética y, al día de hoy, imposible triunfo.
A veinte años de la llegada al poder del kirchnerismo es hora de reconstruir partidos políticos fuertes y representativos, más centrados en escuchar a los votantes que al onegeismo. En un contexto de competencia coalicional, además, sobrevivirá aquella coalición (aunque no siempre detente el poder, como quedó demostrado en el periodo 2019-2023) que apueste al fortalecimiento de los mismos.
Publicado en el blog del autor el 7 de abril de 2023.