“Algo tendré que decir”. Al final dijo. “Podría estar enrollándome mucho rato, porque afortunadamente tengo motivos y carrete, pero creo que todos nos merecemos una cerveza”. Y en el rato que habló, sin cantar (“pero lo estoy haciendo en privado y lo sigo haciendo en público cuando me apetece, cuando lo requiere la oportunidad, la ocasión y la amistad”), Joan Manuel Serrat parecía un muchacho del Poble Sec presentándose a un tribunal de ingreso en los honores.
La SGAE, Sociedad General de Autores y Editores, le había entregado (se la entregó Antonio Onetti, el presidente) la Medalla de Oro de la entidad que acoge sus canciones desde 1968 y él sintió eso, que “algo tendría que decir”, y fue sencillo como el origen de muchas de sus canciones en aquella “fiesta entre amigos” que había abierto Juanjo Solana, compositor clásico que interpretó la esencia de Serrat.
Este capítulo del homenaje fue un recuerdo al trote de todas las canciones del Noi del Poble Sec tocadas sin respirar, como si, por la banda, estuviera corriendo Kubala para precipitar un disparo múltiple, emocionante, ante la puerta del rival…
Sin solución de continuidad, este compositor que preside, de honor, la SGAE, atacó una antología que hacía saltar las lágrimas del pasado y la alegría de todos los tiempos, desde Penélope a Mediterráneo, mientras el cantante silente movía la cabeza, en la primera fila, como si estuviera poniendo letra a lo que iba diciendo aquel piano veloz, movido por la admiración, por la alegría de hacer del sonido un torrente de emociones hechas de música.
Hasta que llegó Señora, y la sala esperó un segundo por si aquel homenaje de canciones ya fuera a ser infinito. Fue un baño de Serrat en aguas adecuadas. Luego vino Eduardo Mendoza, su amigo, su paisano, su coetáneo, a ponerle palabras propias a la música vivida de Serrat… Él escuchó sus canciones cuando “salieron del horno”, lo siguió desde el principio, forma parte de su vida, “y de mi vida musical, emocional, sentimental”.
Mendoza, que habla como un pianista seguro, mirando al público y causando risa o emoción, como si llevara por dentro una sinfonía de memorias, recorrió la infancia del Noi, pasó por la guerra mundial, llegó a aquella España del “rosario en familia”, hasta que mostró al “chico espabilado” que, “en tiempos de restricciones, hambre y represión” adquirió “el compromiso que ha mantenido toda su vida, el de ser un honrado hombre de izquierdas, cuando ser de izquierdas era una manera de estar en la vida y una actitud general ante el mundo”.
La nova cançò, y luego el que sería el gran cancionero del propio Serrat, surcó “los años de plomo” del país que éramos entonces, y luego los mares del mundo, sintonizó con un público cada vez más suyo, afrontó las afrentas sufridas porque cantaba en bilingüe, y se convirtió, aquí y en cualquier parte, en “el ídolo que sigue siendo hasta el día de hoy”.
“Se hace camino al andar” con gran sencillez, hasta que le tocó decir adiós, “aunque un artista no se puede retirar, ahí están sus canciones, que seguirán sonando eternamente”. Mendoza, un caballero de Barcelona, que domina la ironía como Serrat la garganta de las canciones, buscó algo malo que decir de él, “llevo varios días esforzándome”, buscando alguien que le dijera maldades sobre Serrat, “pero no las he encontrado. Así que, nada más, Joan Manuel, graciés y una abraçada”.
Fue entonces cuando Serrat abrazó a su coetáneo, recogió la Medalla de Oro e improvisó, como si cantara, una canción en prosa, “feliz de haber podido dedicar mi vida a escribir canciones y a cantar… Feliz de que mis canciones hayan acompañado a gente que ha descubierto en ellas otra fuerza que yo no había pretendido… Feliz de los compañeros que he tenido”.
Luego, convidados por él, los numerosos amigos que había en la Sgae se bajó con él al patio de frío al que tanto calor aportaron la música y las palabras de este abrazo al Noi que ahora va a cumplir un año fuera de los escenarios y casi ochenta años de vida.
“¿La luz de nuestro tiempo?”, por Padura.
El autor de La novela de mi vida (como casi todos libros, en Tusquets), Leonardo Padura, pronunció este viernes último una conferencia escalofriante en la Casa de América de Madrid. El auditorio estaba lleno, y al estrado se subió el más importante de los escritores cubanos vivos, de los mejores de esta lengua, atrevido y sereno, habitante de la isla que en un tiempo fijó sus ojos en un futuro que se fue desmoronando.
Leonardo Padura, con su bufanda interminable, su sonrisa que parte de los ojos y llega al corazón de lo que escribe, o sufre, leyó catorce folios como catorce “diminutas ferocidades” (por citar sonidos de Serrat, por cierto) ante un público boquiabierto, entre cuyos oídos estaban los de la nicaragüense (exiliada) Gioconda Belli, su colega.
Hoja a hoja, a esta sesión final de las jornadas que le ha dedicado la Casa de América le dio Padura la honestidad de su rabia y su canción protesta, pasó de José Martí, el libertador, a André Breton y a Stalin (“calificado por el mismo Trotski como el sepulturero de la Revolución”), evocó “los tristes destinos personales o literarios de Maiakovski (suicidado) y Gorki (artística y políticamente pervertido), los silencios forzosos que le fueron impuestos a Anna Ajmátova, Ósip Mandelstam e Isaac Babel, entre otros, sometidos a la cultura de la cancelación, y Mandelstam y Babel a la total cancelación: el poeta muerto en un campo de trabajo y el segundo con el tiro en la nunca que tanto le gustaba a la policía política estalinista, ambos condenados solo por practicar en su época el oficio de riesgo de escribir literatura”.
Por esa vía de las evocaciones históricas de la cruel cancelación estalinista, y no tan solo, llegó Padura a los años de plomo macizo que fueron los setenta de su propio país. “La Cuba socialista (…) practicó abierta y despiadadamente los procesos de censura y cancelación de artistas, intelectuales, docentes. Se le llamó procesos de paramentración: para ser admitido en la sociedad en construcción y al formación de El Hombre Nuevo, el intelectual debía cumplir con ciertos parámetros establecidos en un oneroso Congreso de Educación y Cultura, con la anuencia y el discurso de clausura del propio líder partidista Fidel Castro, que diez años antes, en los albores mismos de la etapa revolucionaria, había declarado que la Revolución tenía el derecho a sobrevivir y defender, y esa potestad incluía la pertinencia de los contenidos y mensajes del arte y la literatura. Con la Revolución todo; contra la Revolución, nada, dijo, y bajo ese lema un batallón de entusiastas represores hicieron sus zafras”.
Lo escuché con las manos ateridas, un discurso lleno de la evocación de aquellas oscuridades en las que tantos jóvenes de aquella época veíamos sin ver las costuras de la Revolución que iba perdiendo su Erre mayúscula. Fue, decía Padura en su conferencia, “el quinquenio gris de la cultura cubana”, cuya esencia “se ha mantenido hasta hoy en la Cuba socialista, pues su práctica es consustancial al sistema”.
El resto del discurso de Padura circuló por las venas abiertas de la cancelación, en Cuba y en el mundo, y los que escuchábamos sus evocaciones de la realidad se nos abrió la sangre de silencio que ha habitado el tiempo que fue de ilusión y luego de desgracia.
El cubano más querido de la literatura de este tiempo abrió esta bandera: “Nada ni nadie debe coartar (…) la libertad del creador –y de cualquier individuo. Nadie puede proclamarse el dueño de la Verdad, única e indiscutible. (…) El resto es censura y la censura es cancelación, no ya de un artista, una obra, un individuo, sino de ese derecho humano que llamamos libertad”.
Se levantaron, se levantó la gente, la Casa de América fue, al fin, un baño de estupor envuelto en aplausos a Leonardo Padura, cubano, escritor, habitante literario, sentimental, rabiosamente humano, de la isla de Cuba.
Publicado en Clarín el 24 de diciembre de 2023.
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