Lastre: cosa que impide moverse con libertad, en sentido material o espiritual.
–Diccionario María Moliner
Decir que la política argentina incumple con las expectativas de la sociedad, o que la democracia ha acumulado deudas que con el tiempo se han transformado en incumplimientos severos, es un lugar común, una simplificación carente de matices, que canaliza las broncas de quienes lo señalan.
Sin embargo, empecemos por lo básico: es verdad que nuestro sistema institucional, más allá de los gobiernos de turno, se ha erosionado, y que con ese desgaste se han visto afectadas la capacidad de la política de conducir la sociedad, encontrar soluciones a los desafíos de la agenda pública y contribuir a la calidad de la convivencia.
Cuando estás en crisis, y no hay tiempo ni condiciones de corto plazo para reconstruir el poder desde la fuerza ni desde la organización, sólo te queda intentar recuperar el prestigio. En el último debate parlamentario (con motivo del acuerdo con el FMI) señalé que “nos estamos constituyendo en un lastre”, refiriéndome a las instituciones del Estado. No me refería a otra cosa que a la pérdida creciente y sistemática de la capacidad de los sucesivos gobiernos de generar condiciones para que el potencial de nuestros ciudadanos no resulte coartado. No se trata que el Estado posibilite, sino que no impida.
Un lastre, un freno de mano, una máquina de impedir. Enfermos de trivialidad, reglamentarismo, inaugurismo, reunionismo, lugares comunes, etc. Hemos construido una cultura política que pendula entre la “política espectáculo” o la endogamia absoluta.
Quiero proponer otra cultura política; y por supuesto no quiero ser injusto con las decenas de colegas que trabajan a destajo por hacer bien las cosas. Pero debemos ser conscientes de que la “resultante”, por ahora, no es buena.
RECONSTRUIR CAPACIDADES
Necesitamos reconstruir esas capacidades del Estado y la política. No se trata de un preciosismo intelectual. Sin capacidad de gobierno, ninguna idea resultará fructífera. Muchos podrán señalar que, muchas veces en la historia, los cambios se han hecho contra los gobiernos, sus debilidades e impotencias. Es cierto. Tan cierto como que esas rupturas institucionales no son gratuitas.
Hemos conquistado la democracia, entre otras cosas para reemplazar pacíficamente gobiernos y para incidir de modo tal que los mismos respondan a las expectativas sociales, no para habilitar mecanismos de ruptura permanente, sin sosiego, sin aprendizajes y sin previsibilidad.
Lo cierto es que nuestros dispositivos institucionales son débiles. En esta oportunidad no me detendré en las causas de esta debilidad, hay razones de índole económico (inestabilidad crónica), de índole social (empobrecimiento), de índole subjetivo (desacople de expectativas), de índole estrictamente institucional (des-jerarquización del Estado) que explican por qué en Argentina es difícil ser optimista respecto de agentes e instituciones que parecen sobrepasados frente a las situaciones que deben resolver.
Mirando hacia delante, la pregunta evidente es: ¿cómo podemos reconstruir la representación, fortalecer la capacidad de respuesta estatal, mejorar la conversación pública? En definitiva: cómo podemos mejorar nuestra democracia.
El mundo político contemporáneo parece dividirse entre quienes queremos mejorar la democracia –porque entendemos que tal como está parece incapaz de resolver los retos de la revolución informacional– y quienes, frente a sus debilidades, se proponen (como otras veces en la historia) sustituir la democracia, aprovechando su momento de fragilidad.
Enfrentar a los enemigos de la democracia y defender la política, nunca puede sostenerse desde la complacencia. Los demócratas debemos ser al mismo tiempo tenaces frente a las críticas banales, frente al chantaje de los autoritarios y la arrogancia de los iluminados, pero exigentes con nosotros mismos y creativos para buscar soluciones.
NO SOMOS UNA CASTA (TODAVÍA)
No creo que quienes abrazamos una idea, militamos en una organización política y hemos sido honrados para representar al pueblo de la Nación seamos una casta. El más elemental estudio de hábitos, consumos, estéticas y patrimonio de mis compañeros de bloque desautorizaría esa acusación mentirosa y maliciosa. Sin embargo, que no seamos una casta no significa que estemos a la altura de las circunstancias.
El momento es excepcional y, por tanto, no alcanza con una respuesta ordinaria. Necesitamos un ejercicio de introspección aguda para representar el dolor, sin dejarnos ganar por la indignación.
Si las instituciones públicas no recuperan su lugar referencial, la posibilidad de que los reclamos sociales se transformen en desbordes o que los procesos económicos se vuelvan ingobernables, se multiplican. Algunos podrán ver en esas crisis una oportunidad histórica, un portal para reformas profundas o una lección frente a nuestras inconsistencias; yo, personalmente, creo que lo que es seguro es que traen más pobreza, menos empresas, más emigración, menos confianza y una moneda al aire sobre cómo esas materialidades y los sentimientos que generan pueden terminar. Es imprescindible trabajar por una mejor política, una mejor conversación pública y un mejor Estado.
No hay infinitas formas de superar este entuerto. Al fin y al cabo, el poder tiene orígenes muy concretos: el prestigio, la organización o la fuerza (en cualquier caso, el resultado económico es una derivada de alguno de ellos).
Una democracia es exitosa si no necesita recurrir sistemáticamente a la fuerza; en caso contrario, esa recurrencia no será más que una muestra de debilidad. Por supuesto que la potestad punitiva del Estado es un recurso legítimo, cuya administración puntual está justificada, pero que se desgasta con su uso intensivo. Nuestra democracia dispone de una fuerza coactiva desgastada y cuestionada. La recuperación de la capacidad de actuación del Estado para dirimir conflictos debe ser mejorada en calidad y en sentido.
UN SOCIEDAD PARALIZADA
Este estado de cosas paraliza a la sociedad, por emprendedora que sea. Porque las instituciones ni hacen lo que deben hacer, ni permiten hacer a la sociedad lo que ésta podría, y además generan (o al menos contribuyen a generar) un clima que resta energía todo el tiempo.
Un sistema institucional que ahoga con incertidumbre, que no conduce debates, que pierde el sentido, que no logra resolver problemas; es un lastre, en el sentido más cabal del término. Un lastre y no un costo, porque no se trata de cuánto nos devuelve, sino de todo lo que nos desgasta.
No me siento ajeno al problema. Ni creo que solo sea un problema argentino. Pero a mí me duele mi país, al que amo profundamente; y me duele tanto que no puedo callar este dolor.
Me duelen los oportunistas, me duelen las improvisaciones, me duele la mentira.
¿Cómo puede el sistema institucional argentino recuperar el prestigio y desde ahí rehacer su poder, para superar este momento oscuro?
Sé que hay cuestiones sistémicas y no quiero escapar al debate organizacional y fiscal. Pero hay algo de base que se nos está escapando.
No creo que recuperemos nuestro prestigio a partir de señalarnos unos a otros, aunque creo que la contienda política es legítima y, por supuesto, no todos somos igualmente responsables. No soy cultor del todoeslomismo artero. Debemos debatir duro y con estrictez, pero no serán los señalamientos los que nos sacarán de este pantano.
No creo, tampoco, que se trata de un tema de concursos y reglamentos, aunque sean imprescindibles para que la organización funcione mejor. Debe ser prioritario aumentar el profesionalismo y ponerle fin a las agresiones que constituyen la toma del Estado como botín; pero no será suficiente para superar esta instancia traumática.
No creo, como insisten algunos influyentes y colegas, que se trate del tamaño del Estado, aunque pienso que el actual volumen del sector público es excesivo y deforme.
No creo que se trate de sistemas electorales, a pesar que el populismo los ha manipulado en muchas provincias de manera tramposa y con ello, además de beneficiarse, le ha echado un manto de sospecha a las elecciones democráticas.
No creo que se trate de la dedicación permanente o no a la política de quienes estamos en las listas, o del recorrido de los representantes o de sus situaciones patrimoniales, aunque es deseable que los representantes públicos conecten más con los padecimientos de la vida cotidiana de sus representados.
Creo que se trata de una razón moral, trascendente e inexplorada en nuestra agenda. Hasta que cada uno de quienes queremos ser parte de la representación pública no “hagamos carne” aquello que sostenemos, no seremos creíbles, por tanto no tendremos más que un poder menguado, circunstancial e insuficiente.
No importa lo que cada uno crea (bienvenido el pluralismo), pero si no empezamos por nosotros, si seguimos creyendo que el problema está fuera de nosotros, el laberinto del que pretendemos salir por arriba será irresoluble, no por su complejidad sino porque la energía que se necesita para enfrentarlo es más interior que exterior.
LA LECCIÓN DE GANDHI
Decir una cosa y no obrar en consecuencia es una impostura. Todas las poses declamativas erosionan tanto la democracia como el peor de los atropellos autoritarios. Ya se trate de intendentes del conurbano viviendo en Puerto Madero, de defensores antidiscriminación que no cumplen con las reglas laborales, militantes de derechos humanos que ignoran las violaciones de países que les resultan amigos o simpáticos, de baluartes del mérito que acomodan parientes, o demócratas de listas únicas. Ser el cambio que proponemos no es otra cosa que apelar a un sentido ejemplar de la política.
Gandhi, entre uno de los siete pecados sociales, listó en primer lugar: “Política sin principios”. Los principios no son exclamaciones vacías, no son aforismos edulcorados, no son elucubraciones. Los principios son esas reglas, que primero adoptamos en nuestro interior, porque creemos en ellas y sobre todo porque estamos dispuestos a hacer algo en nombre de ellas, aunque tenga costos, sencillamente porque conecta con nuestra perspectiva de las cosas y con nuestro sentir profundo.
Quienes no creen en los principios tienen muchas oportunidades en el descreimiento argentino. Quienes nos llenamos la boca hablando de valores no debemos conformarnos con este presente.
Nuestro inconformismo debe transformarse en resistencia, en actitud, en esfuerzo, en ganas de cambiar. Y también de expresar ese cambio cada día. Como dije aquel día en el recinto de la Cámara de Diputados: “Seamos el cambio que proponemos, desde el compromiso, la austeridad y la integridad”. Agrego: seamos el cambio que la democracia necesita para ser fuerte, más allá de lo que digan las encuestas de ocasión.
Publicado en Seúl el 27 de marzo de 2022.
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