martes 23 de abril de 2024
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Sacheri, un puente virtuoso entre historiadores y ciudadanía

El reconocido escritor Eduardo Sacheri es también profesor de historia, con una excelente formación en la Universidad Nacional de Luján. Nunca abandonó la enseñanza de adolescentes, que combina con su intensa tarea literaria y periodística. Acaba de unir estas dos partes de su vida escribiendo Los días de la revolución (Alfaguara), un libro de difusión histórica, con un resultado excelente.

Se centra en la Revolución de Mayo, sus antecedentes remotos y cercanos y sus consecuencias inmediatas. Comienza por el imperio español en América, y particularmente su sistema comercial monopólico, horadado por corsarios y contrabandistas. 

Prosigue con las reformas borbónicas del siglo XVIII y llama la atención sobre la inicial tensión entre criollos y españoles, dos partes de la elite blanca dominante. Finalmente, se ocupa del notable crecimiento de Buenos Aires, convertida en capital de un nuevo virreinato y puerto de salida de la plata del Potosí.

La segunda parte –el núcleo del libro– es una narración analítica del proceso revolucionario porteño. En el clima de la Revolución francesa, el derrumbe de la monarquía española en 1808 desencadenó una crisis política en todas las capitales hispanoamericanas. Frente a este hecho inesperado, las elites buscaron soluciones de emergencia. Así, los porteños, en un acto escasamente meditado y de consecuencias imprevisibles, el 25 de mayo de 1810 se hicieron cargo de un poder vacante. 

A Sacheri le interesa cómo, en esos años agitados, nació en Buenos Aires una vida política moderna, hasta entonces inexistente. En el seno de la elite, las novedades se discutían en la calle o en tertulias recoletas. Se formaron grupos de opinión, fluidos e inestables, se ensayaron discursos políticos y se esbozaron proyectos varios. Pero siempre mandó la coyuntura mundial, la noticia traída por un barco, ya vieja de varios meses.

Anatomía de una revolución 

En las vísperas, Sacheri ordena en escenario; ve decantados tres grupos, ligados a intereses y a perspectivas diferentes. Para el 25 de mayo, dos de ellos se han unido, desplazando al virrey y formando una Junta que luego se conocerá como Primera. En suma, el autor ha hecho la anatomía de una revolución, con unos protagonistas que se asemejan más a grupo de sonámbulos que a una vanguardia revolucionaria.

En la tercera parte Sacheri aleja el foco y sigue, de manera analítica, las principales consecuencias de un hecho que resultó ser revolucionario, a medida que la guerra introducía novedades sustanciales y a la vez cerraba toda idea de retorno al viejo régimen. 

Un gobierno provisorio surgido en una capital virreinal invitó a sumarse al resto, representado por las autoridades municipales de cada gobernación intendencia. Las expediciones militares enviadas para hacer convincente la invitación fueron el inicio de una larga guerra, llamada primero “de la independencia” y luego “civil”. En la práctica, ese recorte fue mucho menos claro.

La guerra significó reclutar ejércitos y mantenerlos de algún modo. La guerra cortó el vínculo con Potosí, destruyendo el principal circuito comercial existente. La guerra impuso una militarización muy amplia, que renovó los actores de la política. 

La revolución trajo el comercio libre y, con él, a los comerciantes ingleses, que pronto subordinaron a las locales. También lanzó a sus dirigentes a la invención de nuevas formas de gobernar, combinando lo viejo con lo nuevo. No lograron afirmar un gobierno único para el antiguo virreinato: se desgajaron partes importantes, de las que surgieron nuevos estados.

En 1820 terminó de desintegrarse el antiguo virreinato y en su lugar surgieron estados provinciales soberanos, entre ellos el de Buenos Aires. 

Un mediador talentoso y un polemista eficaz

La mediación entre el saber de los investigadores y el conocimiento social es una tarea muy importante. A diferencia de la física o la medicina, en las que para explicar hay que saber, en el campo de la historia se supone que no se requiere de saberes especiales: cualquiera puede contarla; es igual. 

Con una buena formación de respaldo, Sacheri se propone ser un mediador entre los buenos historiadores de la Argentina y la sociedad en general, que los conoce poco. En este caso, se basa en el mejor historiador de ese período, Tulio Halperin Donghi, un autor difícil de leer, de modo que el trabajo de Sacheri, que muchos hemos intentado ya, es enormemente meritorio.

A eso le agrega una suerte de texto paralelo, tanto o más importante que el primero, en el que explica en términos sencillos en qué consiste pensar como historiador. 

Así aparecen temas como los diferentes tiempos de los procesos históricos, la causalidad, la verdad y las verdades, el riesgo del anacronismo, las relaciones de los hombres con su pasado, las tensiones entre la memoria y la historia y, finalmente, la crítica a un mito clásico, según el cual “la historia se repite”. Todas cuestiones complejas puestas en términos muy claros.

Hay dos temas que reaparecen una y otra vez. El primero es la crítica a lo que llama la interpretación moral de la historia, que privilegia el juicio a la comprensión. Un relato histórico tiene que ser como un western: debe establecer quiénes son los buenos y los malos y luego arreglárselas para hilar un relato en el que los buenos luchen permanentemente contra los malos. Sólidamente instalada en el sentido común ingenuo, esta manera de entender la historia alimenta las versiones militantes del pasado, épicas y agonales. 

El segundo tema, reiterado hasta parecer obsesivo, es la crítica al llamado “mito de los orígenes”, según el cual la nación argentina, basada en una nacionalidad preexistente, vio la luz en 1810. Así lo explicó hacia 1860 Bartolomé Mitre, cuando ese proyecto, asociado con la fundación del Estado, comenzó a ser deliberado.

El Estado y sobre todo la escuela lo difundieron retomaron, instalándolo firmemente en nuestro imaginario. Es un caso extremo del distanciamiento entre el mundo de los historiadores y la sociedad. 

No es casual que Sacheri elija estos dos temas para interrumpir su relato y “fajarse en la esquina” con “autopercibidos historiadores” que, preocupados tanto por la militancia como por las ventas, se nutren del sentido común y lo realimentan. Nuestro autor admite que es lícito utilizar el pasado para hacer pedagogía patriótica, política, ficción literaria, teología o cualquier otra cosa. Solo pretende que no se confundan esas prácticas con el conocimiento histórico.

Lujos de un autor exitoso 

Sacheri ya es un autor exitoso. A diferencia de otros que cultivan el género, no recurre ni a la política ni a la trivialización. Su “lector implícito” parece componerse de sus alumnos y de coetáneos a quienes dirige referencias cómplices a músicos de su juventud; por lo que se ve, llega también a un público general más variado.

Lo hace por un camino diferente de los “mercaderes de la historia”. Sin demagogia y sin pintoresquismo trivial, sino razonando con el lector. Lo interpela con preguntas y lo desconcierta con respuestas heterodoxas, que son un desafío al sentido común, el de la “historia oficial” desgastada pero operante y el de la versión militante, que hoy se expresa en el famoso “relato. 

Quienes nos preguntamos cómo enfrentar el “relato”, por razones historiográficas y también ciudadanas, terminamos chocando con el problema de la complejidad. Sacheri advierte que las cosas son realmente complejas, pero se las ingenia para explicarlas con claridad y rigor analítico. Es un mediador que encontró su camino en la “historia pública”. Ojalá persista. Los historiadores y los ciudadanos lo necesitamos.

Publicado en Revista Ñ el 9 de agosto de 2022.

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