Del Viejo Testamento al obituario de la República
Las Sagradas Escrituras condensan notas de sapiencia ecuménica y validez intemporal. Allende las clasificaciones doctrinarias dadas al Antiguo Testamento (Torá, Pentateuco, etc.), los primeros libros de las “religiones del Libro” coinciden en ponderar a Salomón como epítome del acierto en el quehacer judicial. Su intervención más difundida consiste en el esclarecimiento de un litigio planteado entre dos mujeres que reivindicaban la maternidad del mismo hijo. Ocurre que una de ellas había perdido a su recién nacido y como deriva enfermiza del luto procuraba apropiarse de un niño ajeno. El problema estribaba en que nadie daba en la tecla a la hora de distinguir a ciencia cierta a la matrona doliente que intentaba robar al pequeño, de quien era en efecto la madre real del lactante en disputa y sólo pretendía protegerlo y protegerse (en ese orden) del acto criminal. La resolución ingeniada por Salomón, desde entonces conocida como “decisión salomónica”, implicó una estratagema reveladora de las genuinas identidades filiales. ¿Cómo? Merced a la escenificación de una amenaza contra el infante. Ante la imposibilidad de discernir entre reclamos equiparados en el peso de los respectivos argumentos, la única salida al dilema de apariencia irresoluble consistía en empuñar una espada, partir al neófito por el medio y dividir entre las reclamantes las mitades iguales del cuerpo.
El razonamiento gozaba de una salvaje sensatez. Si ninguna de las mujeres conseguía ejercer la plena maternidad, la conclusión subóptima implicaba que ambas lograran ser madres a medias (o madres totales de un medio hijo). Por supuesto, la inhumana brutalidad del fallo albergaba una treta de auspicios demostrativos. Salomón planeaba aquilatar el tenor de la reacción de las litigantes para elucidar de forma incontrovertible el quid del contencioso. Cuando una de las demandantes renunció por propia voluntad a su exigencia en pos de preservar la vida del párvulo (protegerlo a costa de no protegerse), el Rey de Israel de inmediato reconoció en ella a la efectiva progenitora. ¿Dónde halló el hijo de David el recurso para discriminar el alegato verdadero de la demanda mendaz? En la espontánea exteriorización de la disposición a desistir de una de las supuestas madres, en aras de garantizar la salvaguarda del pequeño en entredicho. Sólo la madre real renunciaría a su hijo si ese fuera el precio para salvarle la vida al recién nacido. Un verídico desborde de pánico ante un proyecto de equidad montado sobre la teatralización de un infanticidio cribó de una vez y para siempre lo que la trama de testimonios, pruebas y enunciados en colisión fallaba en tamizar.
Para pasmo de creyentes, agnósticos y ateos por igual, el desbarajuste argentino subvierte las enseñanzas bíblicas, hasta trastocar el sentido profundo de los consejos salomónicos en ideas diametralmente opuestas a lo que proponían en su origen. Subiendo el volumen de la sinfonía del desastre con un aporte de abierta sintonía anticonstitucional, la Corte Suprema desmenuzó sus últimos girones de legitimidad institucional al darle un tiro de gracia a la República. Enfrentados a una tesitura maniquea, que los conminaba a laudar entre la defensa de la intangibilidad de los jueces, como viga maestra de la división de poderes, y el fomento populista de la conveniente plasticidad para edificar una justicia adicta, la mayoría peronista del Máximo Tribunal (que desde ahora bien podría llamarse el Tribunal de Máximo) intentó desesperadamente malquistarse con nadie. Y al final consiguió enfurecerlos a todos.
Aunados propios y ajenos en un mismo desengaño (“No nos une el amor sino el espanto”, diría el poeta a quien Perón condenó a cuidar aves de corral), Argentina asistió a un fallo que suturó por un momento la grieta, tendiendo los peores puentes posibles entre los bordes enfrentados. Para horror de todos, la cúspide de uno de los tres poderes de la República equivocó el ardid salomónico de la amenaza reveladora con un acto de vivisección efectiva, y partió por la mitad a la criatura alumbrada con el fórceps del per saltum. Creyendo que media solución para cada una de las partes en pugna alcanzaría para mediar de manera satisfactoria entre las dos posturas enfrentadas, en una única maniobra de impropias pretensiones equilibristas, la mayoría peronista trituró el prestigio de La Corte, puso en crisis al Sistema de Justicia en su conjunto, consintió todos los excesos de las posturas encontradas y omitió cualquier aspecto de sensatez enarbolado por los contendientes. Con una decisión vergonzosa y vergonzante, la Corte Suprema eligió enriquecer la frondosa jurisprudencia nacional, con una contribución fundamentada en la búsqueda de su propia conveniencia. El Máximo Tribunal, en lugar de zanjar el fondo constitucional de un problema jurídico, eligió la opción jurídica de tirar la Constitución al fondo de una zanja con ánimo de evitarse cualquier problema.
Inmolando el principio de la coherencia en nombre de una simulada equidistancia entre oficialismo y oposición, contradiciendo sus propias acordadas y rindiéndose sin ambages a la influencia del poder de turno, en su apremio por sobrevivir, La Corte (con la valiente excepción de su presidente) olvidó la admonición contra la indecisión acomodaticia que consta al final de los Evangelios: “Conozco tus obras […] Ojalá fueras frío o caliente […], pues a los tibios los escupiré de mi boca”. Al tiempo que omitían las precauciones explícitas en los renombrados versículos del Apocalipsis, los cuatro jueces (¿jinetes?) desataron el Armagedón. O sea, con objeto de guarnecerse de los previsibles reclamos políticos y sociales sectoriales derivados de un fallo ejemplificador y ordenador en torno a un tema tan sensible como la estabilidad de los jueces, el Tribunal de Máximo optó por inventar un mal tercero con repercusiones más graves y profundas que las esperables de los cursos de acción esquivados. ¿Cómo consiguieron borrar con el codo lo que ellos mismos escribieron hace poco con la mano? El descubrimiento de la cuadratura del círculo jurídico por parte de la mayoría peronista de la Corte Suprema, consistió en invertir diametralmente su propia interpretación de la Constitución Nacional.
Si en las traducciones suelen perderse sutilezas albergadas en los significados originarios, se ve que en la intelección de nuestra Carta Magna pueden aflorar libertades interpretativas seleccionadas a la carta (de Cristina). Ante la disyuntiva de vivir bajo el imperio de la ley republicana o morir en el páramo de la anomia populista, el Tribunal de Máximo condenó a Argentina a languidecer en un comatoso limbo cuasi constitucional. En la ambigüedad normativa de esta composición de lugar insólita, en teoría el Estado de derecho mantiene su plena vigencia en nuestro país. Empero en la práctica las normas pierden progresivo vigor a favor de un principio de versatilidad interpretativa, donde las lecturas practicadas sobre la Constitución Nacional por la autoridad judicial más encumbrada resultan todo lo creativas que demande la “Lealtad”. En la lógica posaristotélica de La Corte, el resultado necesario de los silogismos bien planteados (si A entonces B, lleva a que si se da A, por fuerza deba concluirse B), cede ante el abanico de posibilidades albergado en la contingencia del “depende”, donde: si A entonces B, cuando se verifique la premisa A, todas las letras del abecedario puedan darse cita en cualquier cantidad y combinación, dependiendo de las necesidades coyunturales de los jueces, y a condición de que el significado legal del resultado conduzca a la pervivencia de los intereses de la corporación peronista.
El fallo parió un engendro híbrido. Y por tal condición la decisión nació estéril. En el parecer de la corte justicialista no sólo conviven ―potenciadas― las rispideces técnico-jurídicas de las dos resoluciones lógicas que la mezquindad de la mayoría peronista luchaba por eludir. La inaudita muestra de veleidad consiguió gestar problemas no contemplados en las posibles alternativas originales, producto del olvido pertinaz de consejos añejos. Cicerón explicaba que “la historia es la gran maestra de la vida”. Evidentemente el Tribunal de Máximo discrepa con o desconoce las enseñanzas del gran jurista romano. Caso contrario, antes de incurrir en una traición flagrante a los valores republicanos que lo emplazaron como guardián último de la Constitución Nacional, debería haber rememorado un episodio del pasado reciente. En vísperas de la más sangrienta conflagración de la humanidad, Winston Churchill criticó a Neville Chamberlain por su condescendencia con el expansionismo alemán en Europa central. La admisión británica de la anexión de Austria y de los Sudetes (territorios checoslovacos de habla alemana) terminó por envalentonar a Berlín a invadir Polonia.
Por ende, la claudicación política internacional ante los avasallamientos perpetrados contra la soberanía de otros Estados únicamente consiguió incentivar ―y por lo tanto preludiar― el disparador de la tragedia de la Segunda Guerra Mundial. En una de sus más agudas intervenciones parlamentarias, el gran líder británico lapidó a quien en breve sería su predecesor en el cargo de primer ministro con palabras que hicieron historia: “Te dieron a elegir entre el deshonor y la guerra. Elegiste el deshonor. Ahora tendrás la guerra”. A casi un siglo de la memorable filípica pronunciada contra la genuflexión, asistimos a la renovación de su vigencia en coordenadas criollas. En el afán de sortear los urticantes escollos políticos de un fallo que resolviera el conflicto de dos posturas encontradas respecto de uno de los pilares de la República, el Tribunal de Máximo acopió todos los reveces institucionales de una situación binaria, ocasionó un descalabro generalizado y no logró dar cuenta de ninguna de las expectativas de la sociedad.
La grieta. Un problema grave pero no tan excepcional
Contrario sensu a lo que se transformó en un trastorno obsesivo compulsivo del análisis y la narrativa político-nacional, la excepcionalidad argentina no estriba en padecer los perjuicios fratricidas de la mentada “grieta”. Todos los países, de una manera u otra, contienen fracturas estructurales de hondura histórica. La inveterada división norteamericana entre republicanos y demócratas antecede y convive con las repercusiones socialmente rupturistas del diferendo británico en torno al BREXIT (potencia central a su vez partida desde hace centurias entre conservadores y liberales). La dialéctica brasileña entablada entre Bolsonaro y sus contrincantes replica el espíritu de los sempiternos enfrentamientos de clase chilenos y la eterna rivalidad boliviana entre el altiplano y los llanos orientales. Lo propio vale para las regiones. Latinoamérica transita una silenciosa guerra religiosa desatada entre evangelistas y católicos. El campo de batalla espiritual lo deparan los populosos segmentos socio-económicos más postergados a nivel trasnacional.
La conflagración no sólo explica la elección de un papa argentino como pivote de una estrategia de contención diseñada para morigerar el creciente impacto religioso, causado por la diseminación de iglesias carismáticas en las principales bases demográficas del cristianísimo. La beligerancia por conseguir el monopolio ―o al menos la mayoría― de las conciencias de la población que habita desde el río Bravo hasta Tierra del Fuego, también torna inteligible el respaldo provisto a Bolsonaro (un exmilitar evangelista) por las clases humildes brasileñas en general y las fuerzas armadas en particular. Sectores de la sociedad civil y del Estado que desde hace años experimentan una creciente ola de catequización evangélica, efectuada en simétrico desmedro del tradicional predicamento vaticano en “o país mais grande do mundo”.
Las derivas electorales de la sigilosa división entre credos dentro de una misma religión incluso ―o, sobre todo― afecta a Argentina. El pacto proselitista celebrado desde antaño por el peronismo con la iglesia forjó la entelequia del pastoralismo justicialista fortuitamente sublimado en un papa peronista. La consustanciación entre un santoral peronizado y una plutocracia justicialista perfumada con incienso clerical terminó por inducir acercamientos entre sectores de Juntos por el Cambio con grupos evangelistas. La estrategia consiste en disputar el voto de las capas populares, contrarrestando la espiritualización de las propuestas de campaña peronista con la toma de conciencia a favor del programa enarbolado por el arco opositor. ¿De qué manera? Vectorizando las plataformas políticas en actores religiosos con penetración social efectiva en los pozos de inequidad crónica gobernados desde siempre por el PJ bonaerense. La maniobra destila simplicidad y por ello augura eficacia.
Compensar la predicación del peronismo misional con la presentación evangélica de las verdades cambiemitas, posibilita la instalación de revelaciones políticas distintas a las difundidas desde la sacralidad profana que irradia de las unidades básicas. Naturalmente, cuando las creencias devienen proselitismo, la militancia se sacraliza. Con un aditivo de desemejanza atinente a la extracción sociológica de los respectivos agentes eclesiásticos y carismáticos. Los primeros suelen provenir de capas medias y medio-altas y su inserción en el mundo de la pobreza e indigencia replica casi de manera calcada la inmersión etnográfica del observador participante. Los segundos, por lo común, arrean almas en el mismo entorno de pauperización donde nacieron y crecieron. Queda por verse si la fuerza del conocimiento nativo supera el empuje de la prédica injertada. Pero lo seguro es que la intensidad de la confrontación por las almas de los votantes humildes ascenderá en su fragor hasta el mismo cielo beatífico que sendos contendientes les prometen a sus feligreses.
A contrapelo de lo declamado hasta el hartazgo en Argentina, la existencia de una bisectriz política marca un estado de salubridad social. El punto es que las democracias vigorosas florecen en la tramitación institucional de los desacuerdos. Un ítem cada vez más devaluado en nuestro país pero que, exceptuando sutilezas como el intento de copamiento del Congreso Nacional en diciembre de 2017 y la flamante demolición de la intangibilidad de los jueces, todavía permite la tentativa estructuración del debate por canales legales y consensuados. En contraste, las sociedades guionadas en la unanimidad oficialista ―China, Corea del Norte, Rusia, Irán, Cuba, Venezuela― denuncian sin excepción la presencia de silenciosos o rimbombantes esquemas opresivos. La visibilización de lo binario, como generalidad política global de lo que aquí denominamos “grieta”, no exime a nuestro país de sus insólitas excentricidades. Sólo las enmarca. La inclasificable originalidad argenta reside en que el costado gubernamental de la grieta expresa una labilidad de convicciones extremada hasta el ridículo. Condición penosa por su naturaleza irreversible, ya que, como bien dijo Sarmiento: “Del ridículo no se vuelve”.
El Péndulo Populista
La impresentable maleabilidad axiológica, elevada a estatura programática, recibe dictamen inapelable en los inconstantes movimientos de un péndulo en perpetua oscilación populista. El cuarto mandato kirchnerista, tercer Gobierno de Cristina y primer, y por ahora único, simulacro albertista duda entre la agenda de la izquierda revolucionaria y el oxímoron del “peronismo racional”. La primera modalidad expropia Vicentín, mociona impuestos a la riqueza, ocupa tierras y “combate al capital”, según lo estipulado en la borrosa vertiente ideológica patagónico-feudal del “Socialismo del Siglo XXI”. El segundo registro depara el eslabón perdido de la evolución justicialista. Una especie imaginaria que no se arrepiente del atropello estatizador de una cerealera por tratarse de un garrafal desatino legal, sino por la falta de entusiasmo popular mostrada ante la tentativa. La indecisión crónica como marcador etológico inclina al Gobierno a aguardar agazapado detrás de una eventual decisión judicial, para determinar si celebra o condena la ocupación del campo de los Etchevehere. Para compensar con la sensibilidad de la grey radicalizada que lo llevó a Balcarce 50, pero cuyo sentir anida en las entrañas del Instituto Patria, luego de dignarse a acatar el desalojo (como si la obediencia a la justicia fuera opcional en una república), el presidente testimonial no se privó de elogiar los méritos del Proyecto Artigas presentado por un senador K a instancias de Grabois.
La ironía situacional no puede trepar más alto. El FDT primero minimizó la situación aduciendo desdén por tratarse de aparentes rispideces de clase alta. “Son cosas que pasan entre ricos”. Claro, si el problema involucrara intereses megamillonarios como los de la verdadera jefa del Poder Ejecutivo de la Nación (PEN), la crisis ameritaría la intervención estatal para desplazar jueces y reformar la justicia. Por suerte no es el caso. Ahora bien, cuando la gravedad del inconveniente campero escaló, Alberto Fernández de Kirchner fingió una inverosímil subordinación a las normas en aras de teñir su gestión con una tenue pátina de fervor legalista. Para de inmediato intentar la reconciliación con los desalojados propulsando el Proyecto Artigas en el parlamento. El espíritu legislativo de la iniciativa que apunta a “garantizar el acceso a la tierra para la producción local y saludable de alimentos” nace al calor de las acciones de un “niño bien” (como diría el tango) devenido esperpento neosetentista pour la galerie.
Un dirigente social que ―funcionarios nacionales oKupando (sic) el campo incluidos― piensa que la reforma agraria comienza con la compra y colocación de plantines de perejil en una falsa huerta orgánica. Coronando el sinsentido con surrealismo y pasando de los cánticos de “Mao, Mao” a los brillos de Mau Mau, las proclamas emancipadoras resonaban mientras el sustento revolucionario lo proveía la policía provincial en su curiosa función de delivery. Las repercusiones del escándalo consiguieron mitigación posterior con la precipitada baja del dólar blue. Triunfo momentáneo conseguido a cambio del endeudamiento interno bajo condiciones tan usurarias, que hacen parecer amigable la cláusula contractual de la libra de carne estipulada por el mercader de Venecia.
Sólo en un país enloquecido como el nuestro, los veganos proaborto que valoran de manera superlativa la vida de un huevo de gallina fecundado, pero descartan la importancia de un huevo cigoto, conviven en animadversión existencial con los sectores ultra religiosos de los pañuelos celestes que claman por salvar las dos vidas, al tiempo que reclaman la instalación de la pena de muerte. No por nada, es en estos pagos donde la factótum del Frente de Todos (FDT) desiste de manera postal de su maternidad política. En la carta no sólo terceriza en su entenado al frente de una presidencia interina los costos políticos del ajuste a los jubilados, la agonía programada del IFE, el acuerdo con el FMI y la inminente hecatombe. Sin ruborizarse, al final del escrito también convoca a una idílica reconciliación multisectorial a los mismos actores que denosta al principio de la misiva. Madre simbólica que, poniendo de cabeza la historia de Abraham, sacrifica en la primera de cambio a su criatura electoral en el altar de la autopreservación. Que la denuncia de “funcionarios y funcionarias que no funcionan” sea contestada con imágenes televisivas y fotográficas, donde el Capitán Beto se pasea sonriente en compañía de dignatarios que oportunamente denunciaron por corrupta a la matriarca electoral del Gobierno, abona la confusión de este intercambio de dicterios crípticos entre pretendidos partícipes de un espacio político en armonía.
Ínterin se desarrollaba el sainete campestre entrerriano, que más que anécdota bucólica plasma un trágico signo de los tiempos por venir, de fondo resonaba la evanescente convocatoria oficialista a acuerdos transversales que el peronismo ultimó minutos después de haber traído al mundo. La cancelación de la empresa de concordia sucedió en el mismo instante en que, erróneamente, el Gobierno sintió que el fin de la intangibilidad de los jueces le daba pábulo para motorizar la reforma judicial. Cuando las ascuas de la decisión del Tribunal de Máximo todavía ardían en las primeras planas de los matutinos, el segundo al mando del PEN abrió el dique de su siempre pifiada incontinencia verbal: “Sigo esperando que diputados se digne a tratar la Reforma Judicial que he propuesto para la Justicia Federal”. Delicias del fantasmagórico peronismo racional (otros optan por modularlo como “republicano”): convoca al diálogo cuando padece debilidad episódica y pisa cabezas de manera inmisericorde en sus momentos de fortaleza transitoria. Su sola denominación designa una aporía que promete el advenimiento salvador de una criatura mítica tan esperanzadora como fatua. Falaz portento irreal del cual todos los justicialistas proclaman participar. Pero del que en la práctica nadie ha visto jamás siquiera un rastro.
En los ensueños oriundos del reino de la contradicción en los términos, tal la tierra de origen del populismo institucional, el FDT consigue escindir su personalidad en episodios de esquizofrenia sincrónica. Trascendiendo la esquemática secuencialidad con la cual el Dr. Jekyll se transformaba en Mr. Hyde, y vuelta a empezar, las patológicas pulsiones transformistas del Gobierno ocurren con impensada simultaneidad. En la Kasa Rosada habita un armado político bipolar que sufre depresión suicida y sobreexcitación paroxística al mismo tiempo. El trastorno de la indefinición profunda del FDT consiste en bregar todo el tiempo por ser dos cosas incompatibles entre sí, sin conseguir ser ninguna. Mucho menos arribar a la confección de una síntesis superadora tercera y distinta de las anteriores instancias trascendidas (tales logros dialécticos se los reserva la mayoría peronista de La Corte, con los resultados luctuosos ya comentados). La realidad oficialista es la de la inmovilidad de un bote donde las filas de remeros ubicadas en las bordas opuestas bogan en direcciones contrarias. El sinsentido condena a la barcaza a rotar sobre su propio eje sin jamás avanzar o retroceder. De idéntica forma el FDT gira todo el tiempo. En consecuencia, su gestión no propende hacia horizonte alguno.
El vértice descentrado del esquema sin balance lo personifica la inconsistencia política de un pretendido líder voluntariamente condenado a oficiar de subalterno. Cual badajo de una campana enloquecida que siempre llama al pueblo como si todo fuera una emergencia, las oscilaciones ideológicas de un presidente en penitencia sin fin desconciertan y repelen a los anhelados inversores. Pero no sólo a los extranjeros. La desgracia empieza por casa. Argentina cuenta con un 60% de capacidad productiva ociosa, monumentales consumos diferidos en la forma de ahorro e inenarrables cantidades de dólares resguardados en granos a la espera de la inminente devaluación. El problema nodal detrás de la aversión a invertir mostrada por los actores económicos medra en la justificada desconfianza que el Gobierno supo sembrar en quienes debería haber seducido. Luis Tonelli explica el brete con un razonamiento encadenado con eslabones de magistral simplicidad didáctica: “¿Por qué no rebota la economía? Porque no tiene piso. ¿Por qué no tiene piso la economía? Porque no hay credibilidad política. ¿Por qué no hay credibilidad política? Porque la prepotencia política de la impotencia gubernamental espanta”.
Colgados de la aldaba albertista, llamador de sustancia masoquista con los que su sádica líder sacude una y otra vez el portón de la insensatez nacional, el elenco variopinto que acompaña los crónicos vaivenes presidenciales agudiza los bamboleos de una gestión atrapada en el eterno presente cuarenténico. Si Alberto Fernández de Kirchner pendula entre la peregrinación anti-imperialista al norte de Jujuy con Evo y el ajuste neo-liberal a los jubilados, el travestismo carnavalesco de Massa se objetiva en el remolino de una perinola tramposa donde siempre sale “toma todo” (para él). En ese escenario enloquecido, Grabois juega el rol de un eterno fuego de artificio fallado. Pirotecnia destinada a explotar una y otra vez en las manos del oficialismo. Sabina Fréderic pasea en círculos en la fingida inocencia de la calesita del garantismo zaffaroniano, intentando con desesperación atrapar la sortija de algún acierto de gestión que la premie con una vueltita más antes de que la echen. Kicillof, el único argentino que hasta el momento consiguió hablar con faltas de ortografía al confundir a los “barones” con los “varones del conurbano”, simplemente no atina a encajar siquiera el más elemental balero político en el mango que tiene entre manos.
A fin de resumir con una imagen familiar lo que abruma como abstruso despliegue de inconsistencias, recurramos a una metáfora integradora para retratar en una instantánea global semejante concierto de disonancias. La posible figura retórica la proporciona la evocación de un juego letal. En el mortal divertimento una parte central del todo gira en círculos (al igual que las iniciativas de la administración nacional). Otras piezas se mueven de adelante para atrás y de atrás hacia adelante (alternancia idéntica a las opiniones del inconstante presidente testimonial). Con pánico mal disimulado, todos los jugadores aguardan una inminente explosión (económica y social). Los implicados directos rezan para que la detonación no suceda durante sus turnos como participantes principales (por primera vez el peronismo corre el riesgo de pagar el costo de sus desaciertos). El peligro de salir perdedor es existencial (la vice-presidente en funciones ejecutivas permanentes ya tomó una prudente distancia postal del asunto). Y en el mediano plazo (¿2021?) el resultado indefectible constituirá una catástrofe. En otras palabras, la rocambolesca gestión del FDT se asemeja demasiado a la ruleta rusa como para expresarlo de otra manera.