Roy Hora (Buenos Aires, 1965) es un riguroso analista de nuestro pasado. Profesor de Historia por la Universidad de Buenos Aires y Doctor en Historia Moderna por la Universidad de Oxford. Es Profesor Principal de Cátedra de la Universidad de San Andrés e Investigador Principal del CONICET. También es Profesor Titular Regular en la Universidad Nacional de Quilmes. Es autor, entre otros libros, de Los terratenientes de la pampa argentina. Una historia social y política, 1860-1945 (en castellano 2002 y 2015), Los estancieros contra el Estado. La Liga Agraria y la formación del ruralismo político en la Argentina moderna (2009), Historia económica de la Argentina en el siglo XIX (2010), Historia del turf argentino (2014), y ¿Cómo pensaron el campo los argentinos? Y cómo pensarlo hoy, cuando ese campo ya no existe (2018). Vale la pena detenerse en sus respuestas y reflexionar.
¿Se puede aprender de la historia?
Como de cualquier disciplina que reflexiona sobre el mundo social. Nos da elementos para pensar el cambio social y las diferencias entre pasado y presente. Al colocarlo en una perspectiva de largo plazo, nos ayuda a entender nuestro tiempo. Pero sobre lo que más nos intriga, el futuro, la historia no tiene mucho para decir. Cada vez que un historiador se volvió futurólogo, se equivocó. Yo entre ellos.
A veces da la sensación que el pasado pesa sobre el presente, es una carga.
Algunas sociedades, en algunos momentos, se ven atrapadas por su pasado. La Argentina es una de ellas. ¿Por qué? No es porque somos particularmente nostálgicos, ni porque contamos con una gran cultura histórica. Sucede, más bien, que tenemos un pasado más brillante que nuestro presente. En rigor, no tenemos un paraíso perdido sino dos. Uno para cada gusto: para los de sensibilidad nacional-popular, el de 1946-1955. Para los liberales, el país de la era agroexportadora, el de las glorias del Centenario o la dorada década de 1920. Y hay otros menores: el desarrollista, el setentista… La intensidad con que discutimos sobre el valor de esas etapas, nuestro gusto por las querellas sobre el pasado, habla de nuestra dificultad para imaginar un futuro mejor.
Vivimos en estado de frustración económica permanente, pero volvemos una y otra vez a las ideas del pasado que no han funcionado.
Depende de qué entendamos por “no han funcionado”. Nuestro país fue una de las grandes estrellas de la Primera Globalización, del medio siglo previo a la Primera Guerra. Creció más rápido que Estados Unidos y Alemania, y acortó distancias con los países desarrollados en varios campos, desde niveles salariales y tasa de alfabetización a esperanza de vida. Atrajo a millones de inmigrantes europeos que buscaban un futuro mejor. Argentina sufrió mucho con la Gran Depresión, pero desde los años cuarenta otra vez se puso en marcha. Desde entonces, y por treinta años, progresó mucho menos que otros países latinoamericanos, pero distribuyó los beneficios de ese crecimiento de manera más equitativa que antes de 1930. Fue menos el país del progreso individual o familiar y más el país de la justicia social. Desde la década de 1970, sin embargo, no hemos logrado nada perdurable, salvo la conquista del régimen democrático. Nuestros fracasos en todos los demás terrenos, sobre todo en lo que se refiere a crecimiento y distribución de los frutos de ese crecimiento, son los que nos llevan a volvernos con nostalgia nuestros logros anteriores. En este último medio siglo, en efecto, ninguna receta ha surtido efecto.
Las ideas que permiten el desarrollo y el progreso han ido cambiando a lo largo de nuestra historia. El país agroexportador que ampliaba la frontera productiva cada año, el país de la Ley 1420 que aportaba calificación laboral, el país de M´hijo el doctor con gran movilidad social, el país de la sustitución de importaciones que alcanzó su apogeo en la década 1963 y 1973.
No creo tanto en el poder de las ideas para explicar nuestros infortunios de los últimos cincuenta años. No quiero restarle méritos a los grupos dirigentes de la era liberal pero estaba cantado que a la Argentina le iba a ir bien en un mundo de mercados abiertos y gran demanda de alimentos como fue el de esas décadas. Ese mundo parecía diseñado para que un país que tenía una pradera tan formidable como la pampeana saliera adelante. Desde la Gran Depresión el avance se hizo más trabado. ¿Por qué? Porque no teníamos nada equivalente a una pampa industrial que nos permitiera brillar en la era de la sustitución de importaciones. Ni energía barata, ni minerales, ni un gran mercado, ni una tradición tecnológica de relieve, ni crédito barato, ni vecinos ricos a los que exportarle nuestras manufacturas. Es decir, la naturaleza y la geografía, que antes nos había ayudado, se nos volvieron en contra. Era inevitable que países como México y Brasil acortaran la distancia pese a que, como mencionás, hubo momentos de dinamismo, como la década del sesenta. En esos años todos se quejaban de que las cosas andaban mal pero tuvimos una década de crecimiento ininterrumpido, en gran medida producto del impulso desarrollista y la inversión extranjera y de una tibia recuperación del agro luego de treinta años muy malos, con ventas externas estancadas. Desde entonces, creo, entramos en una nueva etapa que, como ya dije, no trajo logro alguno en términos de desarrollo. Y para entender ese fracaso –el gran fracaso argentino– hay que mirar hacia adentro, porque muy pocos países tuvieron una trayectoria tan mediocre: es el producto de una sociedad trabada, conflictiva, con gran inestabilidad institucional, en la que los caminos que necesita recorrer para crecer son contradictorios con las demandas mayoritarias.
¿Cuál es hoy la idea matriz del desarrollo argentino? ¿Cuál debería ser?
Para algunos el norte sigue siendo la economía semi-cerrada, con la manufactura volcada sobre el mercado interno como motor del proceso de acumulación. Pero creo que lo que sostiene ese proyecto no es tanto la fuerza del ideal de la Argentina industrial sino el conjunto de intereses crecidos a su sombra, sobre todo los empresariales y sindicales, que libran una batalla de retaguardia para defenderla. Este proyecto ya dio lo que tenía que dar –acá, en América Latina, y también en Occidente-, en gran medida porque, en un mundo cada vez más interdependiente, donde la canasta de bienes que consumen las clases populares tiene tantos componentes importados, la apuesta por la industria protegida no puede asegurar progreso para las mayorías. Nos guste o no, vivimos en una era de creciente integración económica. Encerrarnos dentro de nuestras fronteras es un programa reaccionario, que sirve para proteger los empleos industriales pero que no nos va a permitir general empleo para todos. En la Argentina de nuestros días, la manufactura solo genera 1 de cada 5 puestos de trabajo formales en el sector privado; el resto salen del agro y, sobre todo, del sector de servicios. Tenemos que poner en marcha estos tres motores, y mantenerlos trabajando simultáneamente. Para ello, hay que estimular el crecimiento del sector agroexportador, que es nuestra principal fuente de divisas y el sector que produce el combustible con el que se alimentan los otros dos motores. No vamos a resolver los problemas de empleo de cerca de la mitad de nuestra fuerza de trabajo solo con industria o sólo con campo, incluso si es campo moderno, de punta. Para sacar a más de 20 millones de compatriotas de la pobreza necesitamos una economía pujante e integrada, donde campo, industria y, sobre todo, servicios, pueden crecer y apoyarse mutuamente.
La Argentina siempre fue una economía muy cerrada al mundo, según un estudio de Andrés López en su momento de mayor apertura la Argentina era el 12º país más cerrado del planeta, ¿cómo hacer frente a un mundo globalizado con problemas globalizados cuya resolución ya no depende de la voluntad de los estado nación?
La apuesta por un mercado interno muy protegido tenía sentido tras la Crisis del Treinta. Y lo tuvo por varias décadas, porque la industria pudo crecer ocupando los espacios vacantes que fue dejando la retirada de la protección importada. Y eso trajo crecimiento económico y progreso social. En una etapa en la que el mundo nos dio la espalda, que golpeó nuestras exportaciones, fue una apuesta razonable. Pero hace tiempo que ha dejado de serlo: en la era de la globalización ya no podemos insistir en ese camino, porque ha dejado de beneficiar a las mayorías. El panorama actual, con mucho empleo informal y mal remunerado, y 40 o 50 % de pobreza, lo demuestran de manera enfática. Si dejamos la pandemia de lado es posible ver que, en el siglo XXI, el mundo nos da una nueva oportunidad. Para aprovecharla tenemos que acentuar nuestro perfil exportador y, cuidando lo nuestro, abrirnos más al comercio mundial. Pero ojo: no somos tan ricos en recursos naturales como a veces pensamos. Chile y Brasil son más ricos. Esto significa que la pampa ya no puede salvarnos. Es imprescindible, pero también necesitamos otros motores que generen dólares: energía, vitivinicultura, software. Y tenemos que hacer crecer el mercado interno con un clima de negocios que estimule el desarrollo de una industria más competitiva y, sobre todo, que permita crear muchos, muchos empleos en el sector de servicios.
Las ideas que preferimos también son las que nos condicionan: “Los pobres son buenos y los ricos son malos”, “la culpa la tiene el capitalismo”, “los que triunfan son sospechosos”, “la riqueza es un pecado”, “el capital extranjero es una amenaza”, “no tenemos nada que envidiar”, hay un capítulo de los Simpson en donde Homero dice “yo apoyo todos los prejuicios conocidos”. ¿Hay demasiados Homeros en la Argentina?
Te diría que, desde muy temprano, en la vida pública argentina predominó un humor antielitista. “Naides es más que naides” era algo que ya se decía en el siglo XIX. El peronismo, sugieren algunos analistas de la cultura popular, sólo le dio una vuelta de tuerca a temas ya presentes en la cultura popular, como la del rico malo y el pobre bueno. En la medida que fuimos acumulando fracaso tras fracaso, esa crítica no sólo se acentuó sino que se volvió una acusación. No es difícil explicar por qué hay animadversión hacia los ricos. Los poderosos han aprendido a protegerse de un país que también a ellos los maltrata, y muchos han elegido divorciarse del destino nacional, darle la espalda a sus compatriotas. La versión criolla del “exit” de Albert Hirshman es la formación de activos externos, o la fuga de capitales, como quieras llamarlo. Su ritmo no bajó ni en los años el gobierno Macri. Todo esto sobre el fondo de un capitalismo que funciona muy mal, y que condena a las mayorías a padecer infortunios cotidianos. Por eso creo que, más que criticar a los que se quejan, la tarea de los grupos dirigentes es trabajar para que esas mayorías sientan que el país otra vez les tiende una mano y les permite soñar con un futuro mejor.
En tu muy buen libro ¿Cómo pensaron el campo los argentinos? (Siglo XXI) señalás que la supremacía de la agricultura en gran escala se ha impuesto por goleada a la idea de la supremacía de la tierra familiar productiva. El campo es hoy el sector económico más pujante, competitivo e innovador, sin embargo ahí están aún las ideas y movilizaciones que lo estigmatizan.
Desde Sarmiento, si no antes, la empresa familiar en tierra propia fue el modelo al que la Argentina aspiró. En esto Sarmiento, Juan B. Justo y Perón pensaban parecido. Un campo de farmers fue concebido, durante mucho tiempo, como una forma de organización superior tanto desde el punto de vista social como productivo. Todavía hoy muchos creen que la agricultura exportable se tiene que organizar a partir de ese modelo. Yo disiento. ¿Por qué? Porque ya no vivimos en un mundo que gira en torno al campo. Apenas el 6 % de la población de nuestro país reside en el campo. Aún si dividiéramos el suelo y creáramos medio millón de nuevas empresas familiares nuevas no podríamos solucionar nuestros mayores problemas sociales, que están localizados en la ciudad, en las periferias pobres de nuestras grandes urbes. Allí tenemos 25 millones de compatriotas pobres, de los cuales muchos son niños y niñas. Para solucionar los problemas de esa media Argentina el principal aporte del campo tiene que ser otro: empujar el crecimiento de la economía. Primero, aportando divisas en mayor cantidad, doblando o triplicando las exportaciones. Segundo, generando eslabonamientos con otros sectores y actividades que incrementen la oferta de empleo. Como decís, es uno de los sectores más dinámicos y modernos de nuestra economía, y posee empresas que están a la vanguardia tecnológica y que, además, son casi todas ellas nacionales. ¿Qué otro sector puede proyectarse fuera de nuestras fronteras, como sucede con los empresarios de la siembra directa? Tenemos que apoyarlo, ayudarlo a crecer, incluso reduciendo la carga tributaria (bajando las retenciones y concentrando el impuesto sobre el suelo). No tenemos que hacerlo por empatía con su cultura y sus tradiciones políticas, muchas de las cuales no son las que a mí más me gustan. Tenemos que hacerlo, simplemente, por egoísmo. Porque nos sirve. Porque es parte de la solución a los problemas de nuestro país.
También describís que siempre hemos estado guiados por ideas reformistas moderadas.
Así es. Eso se ve en la discusión sobre qué hacer con el campo, que durante largo tiempo estuvo dominada por el ideal de la propiedad familiar como horizonte deseable. Y también en muchos otros terrenos del debate público, desde la educación y el trabajo al uso del suelo urbano. Desde fines del siglo XIX, la vida pública de nuestro país estuvo dominada por un liberalismo de tintes progresistas, de impronta reformista, muy presente en el grupo dirigente que a veces llamamos conservador (que fue, por ejemplo, el que empujó un ambicioso programa de educación popular) y luego en el radical que llegó al gobierno en 1916. Los que apostaron por los extremos, ya sea de izquierda o de derecha, nunca tuvieron la chance de ser escuchados. Estuvieron condenados a permanecer en los márgenes, de espaldas al gran público, hablando para minorías militantes. Desde la década de 1940 el liberalismo fue perdiendo brillo y terminó opacado por las ideas nacional-populares, pero el panorama que estamos describiendo no cambió demasiado: la reforma moderada, compatible con el orden capitalista, ahora con el estado como su gran demiurgo, siguió concitando más adhesión que las ideas de izquierda o las de derecha. Todavía hoy nuestra política tiene esa impronta, y esto hace que las diferencias ideológicas pesen relativamente poco en nuestra vida pública. Para dar cuenta de las preferencias electorales, la posición de clase (clases populares que votan al peronismo, clases medias y altas que votan a la oferta no peronista) es más relevante que la dimensión ideológica (derecha-izquierda). A la luz de la historia, que Sergio Berni y Axel Kicillof convivan en un mismo espacio político no es tan extraño. Y esto nos está diciendo que, para aquellos a los que les interesa el debate de ideas, el choque de concepciones del mundo, la Argentina es un país gris, aburrido. Nos gusta pelearnos y levantar la voz, pero nuestras disputas políticas tienen poca densidad ideológica.
¿Pero no están enfrentándose permanentemente dos visiones diferentes del país que debemos construir, uno que encaja mejor en el modelo republicano liberal democrático y otro que se identifica con los populismos personalistas?
La vida pública de nuestro país se organiza, desde el punto de vista retórico, en torno a esos dos grandes polos: libertad y justicia social. El primero está arraigado en el mundo de las clases medias; el segundo, en el de las clases populares. Evocan percepciones que los actores hacen suyas, y que algo nos dicen, pero que no creo que sean de gran utilidad para entender la naturaleza de los conflictos que dividen a la ciudadanía, que me parece se explica mejor enfatizando sus determinantes de clase. Hay que recordar que el personalismo no es un invento del kirchnerismo. Ya estaba bien presente en el siglo XIX, y se ve en todas partes. Fijate que, mucho antes de Perón o de Cristina, el nombre de los partidos del costado “antipopulista” ya se confundía con el de sus líderes: roquismo, alvearismo, y más recientemente alfonsinismo o macrismo. Y, ya que estamos, reparemos también en que la valoración negativa del personalismo la vemos en tiempos de Hipólito Yrigoyen, a punto tal que sus rivales se hacían llamar Antipersonalistas. ¿Dónde ponemos a Yrigoyen? ¿Del lado de los institucionalistas o de los populistas? No es fácil encajarlo en ninguno de esos casilleros. ¿Qué quiero señalar con esto? Que esta línea de tensión es bastante movediza e imprecisa y, por ende, que no veo que sea la más productiva para explicar nuestras disputas y conflictos.
Hubo un tiempo en que los argentinos trabajaban para las futuras generaciones, hoy parece que esto se ha invertido, no pensamos en el porvenir, nuestro horizonte económico es hoy.
En las últimas décadas no hemos logramos construir una noción colectiva de futuro capaz de reconocernos como una comunidad diversa y heterogénea y, a la vez, capaz de comprendernos a todos. En un país con tanta inestabilidad macroeconómica y tantos problemas de corto plazo, imaginar el porvenir es muy difícil. No podemos apuntar el dedo contra los hombres y mujeres de a pie, ni pedirles que ellos levanten la antorcha e iluminen el camino. Llevarnos al futuro es una responsabilidad de la dirigencia. A ella tenemos que reclamarle que eleve la mira y nos invite a soñar con un país mejor.