miércoles 9 de octubre de 2024
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Relativismo republicano

Cuando después de la batalla de Caseros- 3 de febrero de 1852, triunfo de Urquiza sobre Rosas- Juan Bautista Alberdi se dio a la tarea de escribir las “Bases”,-no las del DNU y Ley “Ómnibus” de ahora- sino  sobre las que se asentaría la futura organización institucional argentina, se le planteó el primer problema. No cabían dudas que el sistema a adoptar debía ser el de una República.

Pero la característica principal del sistema republicano se basa en la división de los poderes: ejecutivo (presidente), legislativo (Congreso) y judicial (Corte Suprema y jueces inferiores).

Partidario del llamado “método histórico” Alberdi tomaba en cuenta, la realidad de la existencia, no sólo en el Río de la Plata, sino en general en toda Sudamérica, de caudillos locales que ejercían su poder en forma autoritaria, por no decir, despótica o dictatorial.

Lúcido y sagaz, el gran jurista tucumano advertía las dificultades que habrían de plantearse del paso de un ejecutivo fuerte a un sistema de pesos y contrapesos, de equilibrio de funciones y potestades al estilo norteamericano.

La solución estaba, a su criterio, en un Ejecutivo fuerte, pero a la vez acotado a través de una, más o menos taxativa enumeración de funciones:

 “Dad al Ejecutivo todo el poder posible” –fue su propuesta-. “Pero dádselo por medio de una Constitución. Este desarrollo del Poder Ejecutivo constituye la necesidad dominante del derecho constitucional de nuestros días en Sudamérica” (Alberdi Juan Bautistas “Bases” Ed. Plus Ultra, pág. 183)

Por eso, en el modelo alberdiano, plasmado en la Constitución de 1853 el Presidente tiene muchas más facultades que su similar norteamericano: en EE UU tiene diez, en Argentina veintidós (art.99 Constitución Nacional)

Además, puede proponer leyes, cosa que el de EE UU no puede hacer.

 En algunos casos, por ejemplo la de Presupuesto, sólo puede provenir del Ejecutivo.

Eso sin contar las que el actual artículo 100 concede al Jefe de Gabinete.

Como dijera algún autor contemporáneo nos encontrábamos frente al proyecto de

“Una monarquía con fachada republicana que unificase a las élites y ejerciése el poder en representación de las clases propietarias” (Nun José “La República Posible”, Ed. La Mirada, B.Aires, 1990, pág. 14)

Amplio y generoso en cuanto a derechos civiles, la Constitución de 1853 fue reticente en materia de derechos políticos.

La mayoría de la población criolla por entonces era analfabeta.

Hay que “educar al soberano” decía Sarmiento.

Pero, mientras se lo educa, no puede ejercer su “soberanía”.

Tampoco puede hacerlo el inmigrante, recién llegado a estas tierras, sin conocer el medio, las instituciones, ni siquiera el idioma.

El gobierno lo debe ejercer una elite culta y calificada.

Por medio de la educación, en un largo proceso evolutivo se irá transformando el “habitante” en ciudadano.

Una característica de esa República de fines del siglo 19 y principios del 20 es la existencia de un poder estatal fuerte, y centralizado en un ejecutivo.

En manos de una clase dirigente, si se quiere virtuosa, realizadora y progresista, pero minoritaria.

Existía un Congreso, que funcionaba, prácticamente sin interrupciones, pero sólo en medida muy relativa cumplía su papel de controlador o equilibrador.

“El Parlamento era una apacible tertulia de caballeros, donde se iba con las citas ya memorizadas y con amago de gestos para conjugarlos a tal o cual pasaje del disenso. Era proverbial por ejemplo el preparativo minucioso de Quintana, quien otorgaba al acto de quitarse los guantes, carácter de interés trascendental”. (Raúl Larra “Lisandro de la Torre”, pág.36)

El sistema republicano realmente empezó a funcionar, a ser “democrático”, en 1912 cuando se dictó la ley Sáenz Peña de voto universal secreto y obligatorio.

El pueblo pudo elegir a sus representantes, y se formaron partidos políticos orgánicos como la Unión Cívica Radical, el Partido Socialista o el Demócrata Progresista.

En esos tiempos,-décadas de 1910 y 1920- el Congreso logró tener verdadero protagonismo, aunque se criticó que por ejemplo durante el gobierno de Hipolito Yrigoyen, primer presidente electo por voto popular, el Senado con mayoría conservadora, le obstaculizó muchas iniciativas progresistas.

La creación de YPF en 1922, por ejemplo, tuvo que salir por decreto, y nunca fue aprobada por el Congreso.

Además, la democracia republicana duró poco: en setiembre de 1930 un movimiento militar derrocó al presidente Hipólito Yrigoyen.

Y comenzó desde entonces un período de inestabilidad, golpes de estado, dictaduras o gobiernos civiles débiles o de democracia distorsionada por el fraude o el autoritarismo.

En los largos períodos de facto se disolvía el Congreso y los presidentes dictaban “Decretos-Leyes”.

La Corte Suprema primero declaró que sólo eran válidos si los ratificaba el Congreso (Causa “Municipalidad c/Mayer”, CSJN, Fallos: 201:266).

Pero eran tantos que tuvo que adoptar la tesis contraria: seguían vigentes si el Congreso no los derogaba. (Causa “Ziella…” CSJN, Fallos: 289:26)

Durante los intervalos constitucionales muchas veces los Presidentes llevaban a cabo sus medidas más importantes, sin dar intervención al Legislativo: así lo hizo, en 1958. El presidente Frondizi con los contratos petroleros.

Pero también el presidente Illia, al anular estos contratos, (1963) lo hizo por decreto, sin participación del Congreso, ni el Poder Judicial.

Más tarde, ya recuperada la democracia, en 1985 el presidente Alfonsín –Plan Austral- cambió la moneda por decreto.

Y su sucesor el Dr. Menem dictó también, sin pasar por el Congreso, una enorme cantidad de disposiciones legislativas que, en principio, le estaban vedadas por la Constitución.

La reforma constitucional de 1994, fruto precisamente del pacto de Olivos entre los dos primeros presidentes de la democracia Alfonsín y Menem, blanqueó esta situación anómala, incorporando entre las atribuciones del Ejecutivo (art.99 inc. 3) la de dictar “decretos de necesidad y urgencia”, con fuerza de leyes,  en caso de imposibilidad de hacerlo por la vía normal del Congreso.

El objetivo declarado era “limitar el poder presidencial”.

Ocurrió todo lo contrario, al no preverse, en la reglamentación respectiva, los límites de esta facultad.

Más aún cuando en el propio período kirchnerista -año 2006-  se dictó la ley 26.122 “Régimen Legal de los Decretos de Necesidad y Urgencia”, que torna extremadamente dificultoso, por no decir, directamente impide el contralor legislativo de estos poderes presidenciales.

En la práctica ya hemos visto: se han dictado  en los últimos años  cientos de decretos, de supuesta “urgencia” sin que el Congreso, salvo en muy rara excepción haya volteado alguno.

En la mayoría de los casos, ni los ha tratado.

Hago este resumen histórico, muy a vuelo de pájaro, simplemente para destacar algo obvio: que la sociedad argentina ha aceptado, pasiva, o a veces activamente, estas situaciones de excepción, de excesos o desequilibrio, como quiera llamarse,  que han pasado a formar parte de lo cotidiano o normal.

Razón por la cual, resulta un tanto sorprendente, las voces airadas de algunos, que se levantan ahora cuestionando algo, que ellos mismos hicieron uso y abuso  en el pasado, o toleraron con el silencio cómplice.

Otro efecto, quizá no querido por los protagonistas del Pacto de Olivos fue que al adoptar el sistema del “ballotage” para elegir presidente, no lo hicieron siguiendo el modelo francés, extensible también a parlamentarios.

Por eso se da la extraña circunstancia de un presidente elegido por el 56% de los votos, pero que no tiene ni el 15% de los diputados y senadores.

Y ningún gobernador, y hasta donde sé intendente o jefe comunal.

Cuando se llega a una semejante encrucijada, donde el sistema institucional, o más bien la realidad por encima de la ley nos coloca en un esquema de “poder repartido”, y nos encontramos en momento de crisis, ¿cuál es la opción?

Otra impronta argentina, negativa a mi parecer, es la tendencia a jugarse al todo o nada, bajo términos antagónicos rotundos y excluyentes.

Viene de la historia, desde “civilización o barbarie” del siglo 19 al más reciente de “alpargatas sí, libros no”.

Ahora sería algo así como “mercado vs, Estado”.

Pero también la Historia del siglo 19 nos muestra ejemplos en contrario: Urquiza, triunfante en Caseros, poniendo en vigencia las ideas liberales de Alberdi, a través de un pacto en San Nicolás con los trece gobernadores rosistas que se habían resistido a su Pronunciamiento.

El resultado de una y otra política-enfrentamiento o consenso- creo no deja duda del camino correcto.

Publicado en Análisis el 15 de enero de 2024.

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