La democracia se está deteriorando rápidamente en América Latina. Durante el último trimestre de 2019, los violentos estallidos sociales en Haití, Ecuador, Colombia y Chile evidenciaron la desconexión de la clase política con la ciudadanía, así como el malestar ciudadano que existe debido a los altos niveles de desigualdad, la falta de resultados y la mala calidad de los servicios públicos.
Los primeros meses de 2020 muestran un cuadro regional igualmente preocupante, con democracias crispadas, niveles de insatisfacción en aumento y fatiga democrática. Un anémico crecimiento económico proyectado para este año (1.3 % promedio regional), que será mucho menor como consecuencia del coronavirus combinado con un aumento de la pobreza y un estancamiento de la desigualdad, suman turbulencia e inestabilidad.
La mayoría de los presidentes latinoamericanos tienen bajos niveles de popularidad y se encuentran en minoría en los Congresos. Esta combinación, además de complicar la gobernabilidad está provocando un aumento de choque de poderes entre el Ejecutivo y los parlamentos.
En el Perú, en setiembre de 2019, el presidente Martín Vizcarra cerró el anterior Congreso –permitido por la Constitución bajo ciertas circunstancias- y convocó a elegir uno nuevo; elección que tuvo lugar el pasado 26 de enero, cuyos resultados dieron lugar a un Congreso muy fragmentado.
En El Salvador, el 9 de febrero, el mandatario Nayib Bukele convocó a los legisladores a una sesión de emergencia para aprobar un préstamo destinado a implementar su plan de seguridad. Frente a la negativa de los legisladores, Bukele ingresó a la Asamblea Legislativa acompañado de militares y, a la salida del recinto, organizó un mitín en el que llamó “delincuentes y sinvergüenzas” a los legisladores y les dio una semana de plazo para que aprobaran el citado préstamo.
Esta medida fue calificada por el presidente del órgano legislativo como un “intento de golpe de estado”. Días después, durante una reunión del BID, Bukele señaló que “solo bastaría quedarse un día en El Salvador para decidir quemar a todos los políticos por el mal trabajo que, a su juicio, hacen y que afecta a su gestión”. En poco tiempo, el presidente más joven y “cool” de la región se convirtió en un modelo de autoritarismo populista millennial.
Un mes antes, en Venezuela, el régimen autoritario de Nicolás Maduro llevó a cabo un “golpe parlamentario” cuando las fuerzas policiales impidieron el ingreso, a Juan Guaidó y a los congresistas de su bloque de oposición, a la Asamblea Nacional con el propósito de evitar su participación en la ceremonia de elección de las nuevas autoridades del órgano legislativo. Mientras Maduro impuso ilegalmente –sin quórum ni votación comprobable- a su candidato, Luis Parra, el bloque opositor reeligió a Guaidó.
Brasil, por su parte, atraviesa actualmente una crisis institucional. Según el presidente Bolsonaro, el órgano legislativo y el Tribunal Superior Federal constituyen un obstáculo que le impiden “hacer lo que Brasil necesita” y, por lo tanto, deberían ser cerrados. Una marcha en contra del congreso, prevista para este domingo, convocada por varios grupos de extrema derecha y que cuenta con el apoyo expreso de Bolsonaro, podría agravar aún más la fuerte tensión entre ambos poderes.
La integridad electoral ha sufrido igualmente un deterioro en los últimos meses. En Bolivia, las elecciones presidenciales y legislativas de octubre de 2019 fueron anuladas debido a graves irregularidades reportadas en los informes de la OEA. Los nuevos comicios están previstos para el 3 de mayo. En la República Dominicana, las elecciones municipales fueron suspendidas, el pasado 16 de febrero, debido a una falla masiva del voto automatizado; bochornoso fallo que produjo una grave crisis política y obligó a recalendarizar las mismas para este 15 de marzo. Y en Colombia, la Corte Suprema de Justicia acaba de abrir una investigación en contra del ex mandatario y actual senador, Alvaro Uribe, por supuesta compra de votos a favor del actual presidente Iván Duque, durante las elecciones de 2018.
¿Qué hacer? Primero, la complejidad creciente en materia de gobernabilidad, agravada por los recurrentes conflictos de poderes entre el ejecutivo y el congreso, demandan la necesidad de reformar el sistema de gobierno, sea para mejorar el funcionamiento del presidencialismo o bien para transitar hacia un sistema semipresidencial. Este debate, que estuvo en el centro de la agenda regional durante la década de 1990, retorna ahora con nueva fuerza.
Segundo, hay que evitar que la brecha que existe entre la ciudadanía y las élites, la falta de confianza en los gobiernos y los altos niveles de insatisfacción sean el caldo de cultivo para la llegada de nuevos líderes populistas autoritarios. Para ello hay que diseñar respuestas democráticas innovadoras a los viejos y nuevos problemas de la democracia.
En tercer lugar, en plena época de aceleración tecnológica, cambio climático y capitalismo bajo revisión, hay que ir más allá de las reformas electorales y políticas. Es imperativo, como propone Daniel Innerarity, llevar a cabo “una profunda revisión de nuestras concepciones de la democracia y nuestras prácticas de gobierno” para actualizarlas y dotarlas de nuevas herramientas que permitan gobernar, democrática y eficazmente, las sociedades complejas del siglo XXI.
Publicado en Clarín el 14 de marzo de 2020.
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