sábado 21 de diciembre de 2024
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Redes de libertad o de odio

P. SCOTT es el autor de un opúsculo fundacional del periodismo. Comment is free, but
facts are sacred (la opinión es libre, pero los hechos son sagrados) fue la frase con la que el dueño del icónico diario The Guardian, explicó allí con autoridad que es mucho más que un negocio; es una institución, capaz de informar y educar, y también de hacer todo lo contrario.
Lo de SCOTT en 1921 sigue siendo la piedra basal para entender el rol del periodismo en un sistema republicano. Pero es mucho más que eso: fija las fronteras de la libertad de expresión, pilar de la democracia. En tiempos de redes, de ágoras imaginarios en las que cualquiera puede decir todo y hacerse cargo de nada, su reflexión es más actual que nunca.
Hay que decirlo con todas las letras: las ventajas que en términos de libertad ofrece el espacio virtual, tienen una contracara que por falta de responsabilidad, tiene efectos que empiezan a revelarse perniciosos para el funcionamiento democrático en el mundo tangible.
Hay quienes sostienen que la libertad de expresión es un derecho absoluto. Tienen un
apoyo jurídico en la Section 230 de Estados Unidos, norma que libera de responsabilidad a las plataformas digitales de lo que se diga en su ámbito; también de sus consecuencias. Esa disposición ha servido conceptualmente de paraguas protector casi en todo el mundo, a pesar de su carácter local. Al argumento del derecho, se suma una tendencia de orden sociológico: lo que se llama posverdad favorece la exacerbación de la violencia en esa búsqueda por refrendar argumentos, más que escuchar razones que pueda tener el otro. Es un circuito que se retroalimenta desde lo tecnológico con el funcionamiento de los algoritmos, que proveen opiniones del orden de las propias, desechando las ajenas.
Las consecuencias en el funcionamiento del sistema político son cada vez más evidentes. Hay algo de cinismo: se promueve el argumento del carácter absoluto de la libertad de expresión como un incentivo democrático, en eso de favorecer que todos hablen. Sin embargo, aquellas tres fuerzas lo que hacen es promover los extremos, pero sobre todo la opinión única. Es el concepto mal entendido de crítica, no como dispositivo de elaboración arquitectónica, de mejora de la opinión desde la tolerancia y respeto al prójimo, sino de imposición que lleva al desprecio y al odio.
Vivimos tiempos de decadencia política, que son siempre de decadencia moral. Se ve
especialmente en el mundo virtual. La investidura presidencial y lo que la rodea ha sido objeto de escarnio, con un guion propio de telenovela de media tarde. Es patético y triste. Pero corresponde poner el ojo un poco más allá del culebrón pleno de violencia inaceptable, y pensar en el sistema. ¿Se debe permitir el anonimato de los usuarios en las redes? ¿Quién es el dueño de la información que allí se comparte? ¿Quién el responsable de sus consecuencias? ¿Se puede decir y hacer lo que plazca? Aun más operativo: ¿se pueden destinar millones de fondos públicos para financiar actuaciones en las redes?
¿periodismo? ¿servicios de inteligencia? Las preguntas podrían seguir… Pero es el
Congreso el que debiera formularlas y responderlas, seguramente en un proyecto de ley
que siente las bases de una convivencia democrática más sana. Las redes al servicio del
orden constitucional, y no al revés. Lo de SCOTT hace un siglo invita a pensarlo.

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