Aunque la academia debate si las claves de los procesos sociopolíticos son las estructuras, las instituciones o los actores individuales, es obvio que la realidad consiste en complejas y variables interacciones entre los tres. Las sociedades democráticas exitosas se caracterizan por gozar de una singular fortaleza institucional que, nutrida por parámetros ordenados y justos, dirime las pujas de toda sociedad y erige frenos a los abusos de las estructuras y de las personalidades hegemónicas.
La Argentina ha padecido desde 1930 el yugo de corporaciones o instituciones degeneradas, es decir, con poderes, intereses, lealtades y proyecciones oscuras y extrainstitucionales, como antes lo fueron las Fuerzas Armadas o lo son hoy las cúpulas sindicales, la “patria contratista”, las fuerzas de ocupación callejera, las asociaciones fútbol-política y narco-política, el clientelismo estatal, la academia y la cultura oficialista, los medios adictos y otras, dominadas por líderes hegemónicos. Un caso emblemático es el de la educación, en la cual un solo hombre maneja a su antojo la formación de millones de escolares con fines claramente extrapedagógicos.
El resultado es uno de los países más feraces del planeta, dominado desde hace 90 años por un puñado de corporaciones tan turbias como vigorosas, conducidas por individuos opulentos, que sobrevive de lo que producen islas laboriosas y creativas, en un vasto océano de miseria y marginalidad. Todo disimulado por un discurso predominante entre la masa afectada, que acusa cínicamente a quienes enfrentan a esa estructura, como esbirros de supuestas “corporaciones”, pero que apenas son focos acotados de resistencia, como partidos de oposición, ONG, actores civiles, periodistas independientes, fiscales probos y poco más.
No se desmonta tamaña ingeniería corporativa con la fuerza espontánea del mercado, las “buenas ondas” ni siquiera un buen plan, sino deconstruyendo el tejido institucional y social enfermo del país, infectado durante décadas por esa epidemia parasitaria que lo mantiene vivo como el caso de paciente crónico más extravagante del mundo, a lo que ahora se suma otro récord mundial de pésima administración de la pandemia de Covid, que empujó al país un poco más aún, hasta un estado terminal.
La cuestión es profunda y estructural, y consiste en hallar una fórmula para quebrar la asociación entre intereses corporativos, líderes hegemónicos astutos y masas crédulas. Se requiere de una reconstrucción de los cimientos del país, mediante el fortalecimiento de instituciones sólidas, regidas por criterios democráticos, equilibrio, transparencia, legalidad, responsabilidad (accountability), justicia, mérito y continuidad en las políticas y sus objetivos. La construcción de semejante arquitectura institucional es una tarea compleja, meticulosa, de largo aliento y enorme coraje, pero no imposible, como lo demuestran las experiencias aún más extremas de Alemania y Corea del Sur.
Además de la feroz resistencia de los afectados, deberán preverse otros obstáculos: la impaciencia del votante propio que, como ya ocurrió, si no percibe cambios inmediatos exige volver a los males conocidos, la improvisación de aliados voluntaristas que subestiman los problemas con eslóganes simplistas, los arteros intereses transversales de algunos amigos y el conformismo con una rutina conocida, frente a la incertidumbre de lo que nadie vivo conoció.
Pero tal reconstrucción institucional no se refiere a otra grandilocuente reforma constitucional ideada por el Príncipe de Lampedusa de turno, sino a una labor más sutil, paciente y minuciosa, a cargo de legisladores probos e idóneos, capaces de blindar nuestra trama institucional a prueba de corruptos, patoteros, ineptos y oportunistas, y concretar una audaz revolución contra la verdadera oligarquía que oprime a nuestro país.
Publicado en La Nación el 8 de diciembre de 2022.