Hace un año empezaba a extenderse la percepción de que lo que hasta hacia bien poco parecía obvio –el recambio del cuarto kirchnerismo por una nueva versión de JxC- se había tornado dudoso; y que el resultado de los comicios era, por lo tanto, impredecible.
Por aquel tiempo, las acciones del outsider anarco libertario Javier Milei lucían devaluadas. De modo que tampoco se esperaba una fuga de votantes de las dos grandes coaliciones formada tras el tsunami del 2001 por ese lado.
Otra duda circulaba en el aire: ¿Se llegaría a las elecciones o todo saltaría antes por los aires? El resultado inflacionario de abril, que duplicaba la promesa del Ministro de Economía-Presidente, la ameritaba.
Pero otro sentimiento se fue extendiendo a la par: el desinterés plasmado en la promesa de muchos de no ir a votar o a hacerlo en blanco pues “todos eran lo mismo”. El desánimo se acentuó tanto en los votantes de un oficialismo aun sin candidato como en el frente opositor sumido en una interna feroz. E incubaba la respuesta a uno de los interrogantes: el abatimiento hacia poco factible el tan temido estallido.
La Argentina lucia como una sociedad despolitizada en la que sus dirigentes profesionales vivían en una dimensión absolutamente lejana a los problemas de la ciudadanía.
Nada era fortuito. Luego de doce años de estancamiento y de sucesivos fracasos políticos iba de suyo que en las profundidades de la sociedad estaban transcurriendo cambios difíciles de dilucidar. De hecho, el retorno del kirchnerismo de 2019 resultó menos de una ilusión como la de 2011 que del espanto frente al desenlace del último año del gobierno macrista.
Así y todo, el sistema parecía consolidarse: luego de la colosal paliza de la PASO, la “remontada” del presidente Macri en las elecciones generales orillaron arrancarle a Alberto Fernández un balotaje. Los tantos parecían consolidados en los guarismos finales: 48 y 41. Si Fernández fracasaba, el dispositivo de recambio estaba ahí. Pero más allá de los estragos de la pandemia, la gestión albertista superó a los peores escenarios imaginables.
La pobreza, que abarcaba en 2019 al 35% de la población, ascendió al 42%; y al 56% de nuestra infancia. El peronismo kirchnerista, que había prometido erradicarla y retornar a la sociedad salarial, solo la administró mediante fórmulas paliativas plagadas de peculados. “Argentina Trabaja”, esa gran propuesta de salir del pozo mediante una robusta “economía social” complementaria de la de mercado devino en la “economía popular” de las organizaciones sociales.
Sutilmente, se adivinaba una claudicación procedente de la conciencia de sus límites ideológicos: era irreductible; y había que aprender a convivir con ella idealizando a la potente cultura marginal y sindicalizando a los pobres en grandes organizaciones de dirigentes elegidos por el poder como interlocutores.
Se transitó, así, de la esperanza del retorno al trabajo a la ética del simulado por las contraprestaciones indignas del subsidio crónico. Desilusión que se facturó electoralmente en 2013, 2015 y 2017.
El empobrecimiento asedió a trabajadores informales, formales y a segmentos crecientes de la clase media. En los barrios humildes se ensanchó la grieta entre ”la gilada” –como los marginales identificaban a los trabajadores- y “la vagancia”, su contrarréplica. Los primeros debieron sumar nuevos trabajos para poder alquilar, pagar servicios públicos, los estudios de los chicos; y someterse a las acechanzas de los segundos con sus “bardos” nocturnos de cumbia a todo volumen y motos rugientes que perturbaban el descanso.
También, a los tiroteos entre bandas que redefinieron los obsoletos mapas de la antigua política territorial y los asaltos al amanecer para recomponer las reservas de estupefacientes. Un aprendizaje estoico de supervivencia cotidiana traducida en la despolitización.
El cuadro se completaba con la inflación y los miserables servicios de salud pública y educación que nunca pudo reponerse de la deserción masiva que arrojó a miles de niños y adolescentes a “la vagancia”. Pero había otro sentimiento subyacente: la responsabilizacion de la penuria al Estado y al fracaso de sus funcionarios venales y ausentistas.
La despolitización se acentuó en aquellos que debieron diseñar, durante y después del encierro, estrategias laborales que en muchos casos fueron asombrosamente exitosas frente a la miseria mendicante de la política subsidiaria. Movimientos en las profundidades de la sociedad que tornaban más compleja las antiguas fracturas comenzadas cuarenta años antes.
El pronunciamiento de esta saga soterrada irrumpió en las elecciones. Datos al canto: el peronismo perdió en cuatro años 6 millones de votos; y JxC casi dos. Aun en el GBA, en donde la oposición fue casi barrida, el oficialismo perdió un millón y medio de votos. Sus protagonistas fueron los jóvenes.
La sorpresa de la PASO se contuvo algo en las generales merced a la movilización de aparatos exhaustos. Pero en el balotaje; y con una participación del 76 % del electorado, Milei -ya con el apoyo del ala conservadora de PRO- ascendió 15 puntos y Massa solo remonto la mitad.
La Argentina expresó así un inmenso revulsivo sociocultural tangible en el estupor del resultado electoral y los rasgos de un liderazgo político de naturaleza aun inasible. Pero todavía blindado por una mayoría esperanzada que intuye que una eventual solución de la actual encrucijada transitará por andariveles diferentes a los hasta ahora conocidos y responsables de nuestra decadencia.
Publicado en Clarín el 4 de abril de 2024.
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