Es importante intentar construir en la esfera pública argumentos que propongan diagnósticos sobre la naturaleza de la crisis peruana. Aquí un intento.
La larga crisis peruana actual –¿o se trata de un equilibrio crítico? – tiene una peculiaridad: no sabemos bien qué nos ocurre. En 1990, por mencionar otra coyuntura difícil, reconocíamos que se debía derrotar a la inflación y al terrorismo. Había divergencias sobre cómo hacerlo, pero no respecto de nuestras dolencias. Hoy, en cambio, casi nada funciona, pero nada ha colapsado. La situación de 1990 asemejaba más a una guerra con enemigos distinguibles; la de hoy se parece a una atrofia inducida por un virus imperceptible. Deambulamos perplejos y sin diagnóstico. Y no hay forma de escapar de la crisis sin uno.
En las últimas semanas han aparecido un par de artículos muy relevantes en El Comercio que buscan responder a la pregunta que da título a este artículo. El historiador Carlos Contreras, en primer lugar, propuso que el Perú sufre una suerte de desbarajuste histórico. El paso del siglo XX al siglo XXI habría estado marcado por una doble transformación: transitamos de una sociedad formal representada por partidos a una sociedad informal con partidos amorfos. Retomando el vocabulario de Luis Alberto Sánchez, dice Contreras, tendríamos un sistema adolescente, con sus consecuentes imperfecciones, desproporcionalidades y exabruptos. Un par de semanas después, Eduardo Dargent comentó críticamente aquella columna. El politólogo señalaba que no sufrimos un impersonal desacople histórico, sino a esforzados actores que trabajan para construir un país cada vez más lumpen. Para sintetizar el intercambio, ambos coincidían en que la representación política es un punto medular de nuestra crisis, pero diferían sobre las razones para esa condición.
Ensayar diagnósticos como estos en la esfera pública –y no solamente en la académica o tecnocrática– es crucial si queremos eventualmente superar esta etapa oscura. Con el ánimo de aportar algo más a la cuestión de qué nos pasa, aquí quisiera salir del ámbito político-representativo. No porque sea uno sin importancia sino porque pienso que sufrimos una crisis que desborda a la política y que está atada a la atrofia del Estado de derecho. Es decir –como desarrollamos con mi colega Rodrigo Barrenechea en un libro que está por salir– lo que ha entrado en crisis severa es la capacidad regulatoria de la ley. No quiere decir que haya desaparecido la ley, significa que ha dejado de ser un activo del bienestar colectivo. Lo que prevalece es la voluntad de atajar o modificar la ley al gusto de algún interés particular. Por eso las aberraciones que observamos en el mundo de la política –y que Dargent señala en su columna– las encontramos también en otras esferas. Cada vez más, el que no burla la ley, no mama. Por eso en el Perú a todo el mundo le interesa el derecho. Y a nadie la justicia.
El Estado de derecho permite la convivencia civilizada. Si la democracia dirime nuestras diferencias cada cinco años, la ley regula nuestras interacciones cada día. Es el lazo público más básico y necesario para cualquier sociedad. Estar todos regidos por un orden legal que nos trata igualitariamente. Sin ley, solo queda la facción. Cada uno con su pañuelo. Después, cada uno con su pistola. Una comunidad de enemigos.
Pues eso somos cada vez más. Ante la convicción creciente de que la ley es inútil para producir bienestar colectivo solo queda la legalidad en tanto personal ganzúa para obtener réditos hoy. El que no le saca la vuelta a la ley perderá ante quien sí lo hace. Se institucionaliza la des-institucionalización. Con lo cual acaba el mediano y largo plazo. Y todo se vuelve incierto. Sin reglas solo existe el presente. Desde esas premisas funciona buena parte del Perú de hoy. Se ha instalado un espíritu de supervivencia y depredación que cabe en unas líneas del maestro Caitro Soto: toro viejo se murió, mañana comemos carne.
Donde se pone el dedo salta la depredación de corto plazo. En el ámbito económico, por ejemplo. Probablemente han visto que ahora hasta Keiko Fujimori fustiga a las farmacias por sus prácticas anticompetitivas. Vale todo. Cada quién prospera como puede, contra quien pueda. Si hay que cabildear para legalizar la depredación amazónica, se hace. Si toca presionar para redefinir a la anchoveta adulta como aquella que tiene ocho centímetros en vez de doce, venga. Si se puede desaparecer el requerimiento de “Certificado de inexistencia de restos arqueológicos” para las construcciones, de una. Ni pasado ni futuro: la comunidad de enemigos solo tiene ojos para el rédito inmediato.
En la política es lo mismo. ¿Cuál fue la primera medida del presidente Castillo? Legalizar su sindicato. De manual, aseguró a los suyos. O el presidente del Congreso que participó de un cambio en la normativa penal que lo beneficiaba directamente. Y los perseguidos por el sistema de justicia lo “reforman”. Y los impopulares políticos modifican leyes para clausurar el ingreso de nuevos competidores o, directamente, para ajusticiar a las autoridades electorales. Han aprendido del Hombre araña: un gran poder viene con una gran tajada.
Pero hay algo más. Una baja adicional es la idea de un prestigio personal que cuidar. O para decirlo de otra manera: ya nada da roche. Una lideresa del feminismo puede protestar contra el machismo del gobierno en la mañana y jurar como ministra en la tarde. Un fraudista puede ser canciller de Castillo. Quienes insultaban a Dina Boluarte ahora trabajan para ella (¿o la presidenta trabaja para ellos?). A fin de cuentas, ¿cuándo más podré ser canciller o congresista, embajador o ministro? Ahora o nunca.
Mal haríamos en creer que solo elites políticas y económicas se comportan así. En realidad, al verlas, la sociedad concluye, con bastante lógica, que quien respeta las normas pierde. Así, se atascan las auxiliares en las carreteras, se riegan clavos para estafar con cambios de llanta o se asalta las vías con vehículos de transporte informal. Una reciente e interesante investigación de Jorge Aragón y Diego Sánchez (La ilegitimidad del poder político en el Perú, IEP, 2023) encuentra que está muy extendida la creencia según la cual la política es una forma de ascenso social. Y donde dice “política” debe leerse la corrupción que esta permite. El mismo estudio asegura que los ciudadanos no tienen interés en políticas redistributivas o en aumentos de impuestos. Sí quieren que el Estado distribuya cosas o servicios, pero no aportar para ellos.
Por eso el candidato Pedro Castillo y otros van de plaza en plaza prometiendo la destrucción de la ATU, SUNEDU o del Tribunal Constitucional. Y por eso también quien finalmente consigue destruir todo aquello es el gobierno de su vicepresidenta Boluarte. La degradada continuidad. Si un Estado es percibido como ineficiente, corrupto y arbitrario, la natural reacción es desear su desactivación.
En síntesis, estamos ante una espiral anti-Estado de derecho que va engullendo a la sociedad. No completamente, pero avanza sin pausa. La encontramos en la derecha y en la izquierda, arriba y abajo, en la política, pero también en la sociedad, el Estado y el mercado. Como ocurre con las polarizaciones políticas, estas dinámicas arrastran a los individuos, aunque no lo quieran. Como en las corridas bancarias, llega un punto en que debes optar entre hundir al sistema o quedarte sin ahorros.
Ante esta situación se abren dos preguntas. La primera es ¿por qué sucede esto? Hay muchas respuestas posibles. Aquí aventuro un par: la erosión de la legitimidad de nuestras instituciones y el fin del crecimiento económico. De un lado, la ciudadanía ha dejado de creer que el entramado institucional refleje un interés nacional o produzca bien común. Es decir, la ciudadanía no percibe que el orden institucional esté justificado. Se le acata por miedo a la sanción o se le saca la vuelta. Carece de legitimidad. No hay confianza en que el sistema vaya a producir mejoras.
Hace tres años una encuesta encontró que el 44% de los jóvenes quería irse del país. Hace cinco meses aumentó a 60%. Tanto en 2022 como en 2023 más de 400 mil peruanos migraron; esto es más del doble que en cualquier otro año. Y no solo quieren irse los más apremiados. En el colegio Markham, probablemente el más caro del país, hasta el 2018, 50% de los alumnos que hacían el programa internacional se quedaba a hacer la universidad en el Perú; de la promoción del 2021 solo se quedó el 6.3% (no tengo datos de los años posteriores, pero debe ser aún más bajo). Se trata de una crisis de confianza muy severa en el país y en sus instituciones.
Esto se combina con el fin del crecimiento económico. Esto, evidentemente, no es independiente de la erosión del Estado de derecho, pero produce sus propias urgencias y radicaliza las decisiones desde el corto plazo. El 2023 la economía decreció 0.5% y no hay indicios para creer que retomaremos un crecimiento importante en los próximos años. Si no habrá mucho por repartir, algo habrá que arranchar. Es más probable que consigas ganancias alquilando congresistas que te eximan de impuestos que incrementando la productividad de tu empresa. O es más probable que llegues a fin de mes como minero informal que buscando ese trabajo formal que no existe.
Y nos queda la segunda pregunta: ¿puede revertirse la espiral en que estamos metidos? En un mes lo conversamos.
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