Hace algunos años, conversando con un intendente de Budapest, con quien cultivábamos amistosos almuerzos en una antigua taberna húngara, me transmitió una conjetura que, si bien entonces parecía excesiva, la gravedad del gesto de mi experimentado amigo húngaro dejó grabada como una huella en mi conciencia geoestratégica: “Si lo deseasen, los rusos podrían estar en pocas horas en Budapest”.
Aunque aquella expresión desnudaba una cicatriz de la fulminante y sangrienta represión con que la URSS aplastó en 1956 el alzamiento de Hungría contra el yugo comunista, aquel ominoso suceso y otros similares permanecen en la memoria de todo europeo central y de todo habitante informado del mundo libre. Pero aquella aprensión surgía también de una especulación lógica, basada en las preocupantes señales que viene emitiendo Rusia, como la ocupación de Crimea en 2014, el prolongado apoyo a los insurrectos en el este de Ucrania, la injerencia en otras exrepúblicas de la URSS, el retorno del estilo KGB con la oposición, y la gravosa dependencia de buena parte de Europa, incluida Alemania, de la energía rusa.
Finalmente, ocurrió lo previsible: Rusia invadió Ucrania, violando la integridad soberana de una de las naciones más ricas de la ex-URSS, evocando el estilo con que aquella brutal superpotencia sojuzgó a media Europa durante casi medio siglo. Aunque este infausto suceso presagia malos tiempos para Europa, no caben dudas de que también lo hace para todo el mundo, lo cual nos obliga a reflexionar sobre sus alcances. Si la Argentina volviese a creer, como lo hizo durante la Segunda Guerra Mundial y la posguerra, que esta clase de acontecimientos solo tienen trascendencia para los europeos, o que bastaría aguardar a que se desate una tercera guerra mundial, que las superpotencias se destrocen entre ellas y que el mundo vuelva a recurrir a la Argentina como proveedora ineludible de alimentos y refugio para millones de víctimas, como calculó erróneamente Perón, estaríamos muy equivocados.
La seguridad mundial y la vida general del planeta han adquirido, como lo demostró esta pandemia, una consistencia frágil, sensible e inexorable, como nunca antes vivió la humanidad, de la que no escaparemos. La Argentina es una potencia intermedia, cuya tradicional convicción y conveniencia es adscribir al derecho, la libertad y el orden planetario. Desde Alfonsín, gozamos de un prestigio arduamente ganado en materia de derechos humanos, paz y seguridad mundial, al que debemos honrar, manifestándonos consecuentemente donde quiera que esos principios sean avasallados.
Debemos apartar los prejuicios ideológicos juveniles de los 70 y plantearnos el interrogante realista acerca de a qué mundo aspiramos a pertenecer: ¿el de la libertad, el derecho internacional y el respeto soberano de las naciones, o a ser el satélite de una superpotencia a la que confiar nuestra seguridad?
Con esta invasión a Ucrania se presenta a la Argentina una nueva oportunidad de reconsiderar su política exterior y de seguridad externa, de redimir la fama sinuosa y oportunista que se forjó en los últimos años, y de no repetir los errores que la dejaron durante los últimos 80 años fuera del mapa del mundo. Probemos esta vez con la sensatez, con lo que nos dicta la memoria heredada de nuestros abuelos inmigrantes huidos de la opresión, con nuestra conciencia ética y democrática, y con recuperar nuestras mejores tradiciones principistas, como los nobles principios de derecho y paz para nosotros y para el mundo, con que recuperamos nuestra democracia en 1983. No hace falta sujetarse a la política de otros países, convocar cruzadas, proferir exabruptos ni buscarse enemigos, sino fijar sin ambages dónde se encuentra parada la Argentina cuando un país soberano, como el nuestro, es agredido por una superpotencia, pues todos podemos ser Ucrania.
Publicado en La Nación el 23 de febrero de 2022.