Los estudiantes universitarios que protestan en Estados Unidos por una Palestina libre «desde el río hasta el mar» se están exponiendo al ridículo. Alumnos de algunas de las universidades más caras y prestigiosas del país llevan kufiya, «liberan» los edificios universitarios como si fueran luchadores por la libertad y (al menos en el caso de una joven manifestante) exigen que las autoridades de la universidad les suministren agua y alimentos como «ayuda humanitaria básica».
Es verdad que todas las manifestaciones políticas son una forma de teatro. No todos los que protestan contra la matanza de numerosos civiles inocentes en Gaza se merecen el escarnio; y que se use contra ellos la violencia (tanto si lo hace la policía o, como sucedió en la Universidad de California en Los Ángeles, una turba) es inaceptable.
El problema es que la causa «antisionista» que está ganando terreno en los campus universitarios se muestra a menudo incoherente. Sus fundamentos ideológicos tienden a verlo todo interconectado: la brutalidad policial contra los afroamericanos, el calentamiento global, el imperialismo estadounidense, la supremacía blanca, la historia de la esclavitud en los Estados Unidos, el colonialismo europeo, la transfobia y la homofobia («Queers for Palestine») y ahora la guerra entre Israel y Hamás.
El sionismo, un determinado movimiento nacionalista judío del siglo XIX con elementos religiosos, seculares, de izquierda y de derecha, hoy se ha vuelto sinónimo de colonialismo, imperialismo y racismo. Entonces, para ser una persona buena, humana y moral, habría que ser «antisionista».
No está del todo claro si esto también es ser antisemita, como dicen algunos. Oponerse al sionismo, o criticar las políticas israelíes, no es necesariamente antisemita. Pero negar el derecho de Israel a existir es ciertamente hostil, lo mismo que suponer que todos los judíos son sionistas.
La jerga académica tiene una palabra para esta conexión entre todas las formas de opresión: «interseccionalidad». Muchos de los estudiantes que se manifiestan por Palestina han adoptado esta línea de pensamiento porque les ha sido enseñada (en general, por profesores de las mismas instituciones contra las que ahora se rebelan).
En un mar de políticas identitarias que compiten entre sí, hay una señal distintiva en la que coinciden todos los miembros educados de la izquierda liberal, sobre todo en Estados Unidos: para ser un ciudadano biempensante del Occidente posesclavista y poscolonial, hay que ser activamente antirracista, antiimperialista y anticolonialista. Esto implica ver a través de este lente todos los acontecimientos mundiales, pasados y presentes, incluida una variedad de complejos conflictos que van de Estados Unidos a Medio Oriente.
Tal vez esta cosmovisión explique por qué las protestas propalestinas comenzaron en algunas de las universidades estadounidenses más exclusivas: Columbia, Harvard, Yale, Stanford. La interseccionalidad no es una preocupación central de la clase trabajadora, sino más bien marca distintiva de la élite educada, cuyos miembros están habituados a verse como la conciencia moral colectiva del mundo occidental.
Es posible que uno de los factores de esta oleada de activismo universitario sea cierto grado de culpa por asistir a las universidades más caras, sobre todo en una sociedad donde la brecha entre ricos y pobres está en aumento. Vivir con privilegios es más fácil cuando la lucha de clases se reemplaza con protestas contra el colonialismo y el racismo.
Pero las cuestiones de clase no están del todo ausentes. Muchas rebeliones surgen del temor a la pérdida de privilegios. La retórica demagógica del expresidente de los Estados Unidos Donald Trump atrae a blancos con menor nivel académico que están resentidos por ver que a los inmigrantes les puede estar yendo mejor que a ellos. Algo similar ocurre en instituciones estadounidenses de élite y en otras partes del mundo occidental.
Hasta hace poco, ser varón, blanco, miembro de una familia bien educada era la llave de ingreso a los niveles más altos de la escala social. Pero ahora, para acceder a los trabajos más buscados en universidades, editoriales, museos, en el periodismo y otros campos que demandan buen nivel académico, hay que competir con más mujeres y personas de color muy educadas. Este cambio es totalmente positivo, y debería aplaudirlo quienquiera que crea en la inclusión y en la diversidad, por no hablar de la interseccionalidad.
Pero con su insistencia en la «descolonización» activa y en la confesión ritual de privilegios raciales, la ideología liberal de izquierda puede llevar a reacciones defensivas. Cada vez más jóvenes varones blancos en Europa y Estados Unidos se ven atraídos a partidos de ultraderecha y dudosos gurúes que les prometen enseñarles a reafirmar su masculinidad y poner a las mujeres otra vez en su lugar. Es evidente que en esto también se pueden usar los prejuicios contra la gente de color.
Sin embargo, el temor de las élites a la pérdida de privilegios también puede ir en la otra dirección. Los alumnos de las universidades privadas más caras tal vez consideren conveniente para sus intereses manifestar su buena fe interseccional antirracista, antiimperialista y anticolonialista mostrándose más celosos en la defensa de esas causas que las minorías. Es un modo de aferrarse a posiciones de liderazgo en las esferas intelectuales y culturales.
No está claro si esto en verdad ayudará a los palestinos a obtener un Estado propio, en el que puedan llevar vidas mejores y más dignas bajo un gobierno libremente elegido. Pero tal vez nunca haya sido la cuestión más importante. Como suele suceder con los movimientos de protesta en Estados Unidos, en realidad este es un asunto puramente interno.