Además de incertidumbre y miedo, la pandemia nos provee de literatura. A pesar del relativo poco tiempo de su aparición, ya hay libros, de seguro habrá muchos más, y las columnas en los diarios superponen opiniones de expertos en sanidad pública, analistas más o menos rigurosos, filósofos y periodistas especializados.
No es mucho lo que puede decirse con certeza y sin caer en la profundización de la desesperanza. Lo que sí sabemos es que un hecho social de tal magnitud tendrá consecuencias en la forma de ver el mundo, de percibir el rol de las instituciones y en la conformación de las subjetividades individuales.
Algo despunta claro dentro de este mar de incertezas y es que el Estado será, una vez más, el objeto de análisis privilegiado. No es necesario esperar: una lectura rápida de los diarios del mundo nos acerca columnas y opiniones que ya tratan sobre el tema. Los análisis que provienen de los países desarrollados, sobre todo los más generalistas, como las de Byung-Chul Han y Yuval Harari, muestran un acercamiento global, enfatizando en una línea de acción colaborativa y de fortalecimiento de la sociedad civil para hacer frente a las posibilidades de vigilancia de un estado que, imposibilitado de ir contra el virus, pueda volverse contra la ciudadanía.
El debate público sobre el Estado sucederá también en nuestro país, con las particularidades de nuestra cultura política. Aquí el Estado ha sido, históricamente, el espejo en el que la ciudadanía se mira para construirse a sí misma como un actor.
Al mismo tiempo, esa estatalidad se extiende hasta tomar buena parte de las vida económica y se constituye, también, en el receptor de las demandas crecientes de la población. Percibido como problema y solución, el Estado, sea por el papel que le cabe en la organización de los sistemas de salud, por su monopolio de la fuerza o por sus capacidades decisionales, volverá a situarse en el centro de la escena.
La discusión sobre la estatalidad, sus elencos y sus alcances es una discusión que viene de lejos y que a los modernos nos estalló con toda su potencia a partir del siglo XX. En Argentina este debate ganó durante mucho tiempo la atención de académicos, expertos, historiadores y escritores.
Se llenó al significante Estado con miles de adjetivos, casi siempre negativos, que iban desde su ausencia, hasta su fracaso y su volatilidad frente a los poderosos.
Muchas veces, la fuerte impronta global de estos tiempos – y esta pandemia refuerza este punto hasta la exageración – opaca el hecho de que los debates públicos se despliegan sobre formas culturales específicas que condicionan el tono y los objetivos de la discusión. Esto hace que, muy posiblemente, la revitalización de este debate en nuestro país adquiera un sesgo particular, que alertará a los que defendemos la democracia liberal. Nuestra raíz hispano católica, como lo ha señalado Loris Zanatta, inclina la discusión sobre el Estado y sus alcances en una dirección que reúne elementos reaccionarios, autoritarios, corporativos y anti liberales. ¿Por qué esta vez habría de ser diferente?
Otra vez el Estado. Si bien la pregunta sobre el Estado no es nueva es probable que su reinstalación en la conversación pública se encuentre hoy con la exacerbación de algunos rasgos muy cimentados en la cultura política argentina.
Sobran los ejemplos de actores sociales, políticos y culturales que han dado muestras en estos últimos días de un entusiasmo por la autoridad y el control muy alarmantes, acompañando fervorosamente la aplicación de cuanta normativa vaya en contra de la individualidad y de la libertad.
Si bien el justificativo es potente y la preocupación no debe minimizarse, hay que decir que no hay nada que justifique en términos teóricos y prácticos que la coacción es más eficaz que la colaboración. Sin embargo, la tentación generalizada de encontrar virtud en la dimensión más autoritaria de la agencia estatal se encuentra entre nosotros a flor de piel y se cuela ante el más mínimo de los resquicios.
Hay ciertos casos, más bien patológicos, donde esta tristísima situación se utiliza casi con alegría para reposicionar al otro en un lugar de minusvalía moral, ya sea por su hipotética situación de clase o por su posición política. La mención a un virus de chetos y su inmediata asociación con sectores políticos opositores es solo un ejemplo, de los muchos existentes.
El placer con el que se reciben las fanfarronadas del presidente Fernández y el tono épico guerrero de los mensajes de algunos funcionarios funcionan como otra muestra de un carácter autoritario.
Esta ¨actitud¨ va a filtrarse indefectiblemente en la próxima discusión sobre el Estado, los líderes públicos y sus alcances, y así como el virus requiere de tratamiento, también lo necesita el gozoso nivel en sangre de autoritarismo de buena parte de la sociedad argentina.
Para los que defendemos el racional liberalismo esos no serán los únicos problemas. En el último tiempo, y gracias a la eterna falta de interés que el liberalismo ha suscitado en nuestros círculos del pensamiento, se ha instalado una versión mediática que termina por hacer más daño que el estatismo vulgar.
Las manifestaciones libertarias, que ganan lugar en base a la sobresimplificación y a la búsqueda de likes basados en la exageración y el histrionismo de sus representantes, terminan cayendo en un fundamentalismo que, convirtiéndose en un estructuralismo sin teoría, niega las condiciones fundamentales del liberalismo al no reconocer la contingencia y la historicidad.
En el debate que viene, quienes creemos en la perfectible democracia liberal debe discutir con dos fanatismos, el del estado autoritario y el del anarquismo irresponsable.
Habrá que poner en discusión que tipo de ciudadanía necesitamos para hacer lo que ese Estado no hará, por falta de interés o conocimiento. Habrá que apelar a las versiones más plásticas del liberalismo, las más pragmáticas y razonables.
Son las más creativas y esperanzadoras, aquellas que, siguiendo a Dewey y a Rorty, creen que las instituciones y las personas pueden actuar para moderar la crueldad que los poderosos infringen a los débiles.
Y aun así, es bastante probable que no tengamos éxito, porque los enemigos de la libertad están demasiado a gusto con el poder que les otorga la tragedia.
Publicado en Perfil el 28 de marzo de 2020.