Hace tres semanas me preguntaba sobre las posibilidades de una propuesta democrática, republicana y popular, capaz de consolidar las difusas demandas del 41% electoral, e incluso ganar apoyos en una zona del otro campo, de modo de construir una mayoría electoral convincente.
Desde entonces el panorama ha cambiado vertiginosamente por obra de la pandemia, combinada con una crisis económica que va llevando al anunciado default. En estas circunstancias están aflorando los males profundos de la Argentina, sus lacras, que podemos observar como si tuviéramos una lupa.
Hace mucho que sabemos que nuestro Estado está corrompido hasta el hueso, pero aún así, nos asombra el espectáculo actual del Ministerio de Desarrollo Social, colonizado por distintas mafias que, pese a la pandemia, se reparten los recursos de la caja, como si Alicia Kirchner continuara en el cargo. También sabíamos que la capacidad de gestión del Estado era baja, pero hoy nos aterroriza la imprevisión, la falta de coordinación y de planes más allá del día a día.
Sabíamos de su baja capacidad para hacer cumplir la ley, remediada a veces con la sanción de un montón de leyes, incumplibles; hoy esto es cosa cotidiana. Finalmente, sabíamos que el Estado no estaba en condiciones de articular un diálogo con los distintos intereses de la sociedad y sacarlos de su corporativismo cerrado. La pandemia muestra que el interés general o el bien común están lejos de su horizonte mental.
Siempre pensé que ante el deterioro de las capacidades de gestión, junto con la incapacidad de pensar políticas estables, el decisionismo presidencial resultaba ser la única alternativa de gobierno. Como ocurría con los viejos televisores, cuando fallaban, un buen golpe los hacía funcionar. Por un rato.
El gobierno actual no está en buenas condiciones para dar los golpes adecuados, ni siquiera para la coyuntura. Tiene dos cabezas, de cualidades y pesos diferentes, y una incógnita sobre la estabilidad de su relación. Tiene deudas con todos los intereses prebendarios, corporativos y políticos, que lo apoyaron en la última elección, y no puede pagarle a todos. Tiene además problemas para disciplinar su complejo frente interno.
Su destino era incierto antes de la pandemia, y sigue siéndolo. Pero la coyuntura le da al presidente, el piloto de la tormenta, un amplio crédito, y también una enorme responsabilidad. En principio, todos lo acompañamos, pero no podemos dejar de pensar en lo que vendrá.
Si logra salir adelante, probablemente lo hará fortaleciendo el decisionismo, tradicional en el justicialismo, a costa de lo poco que queda de la dimensión republicana de nuestra democracia. La oposición, que debería defender ese bastión, no encuentra el lugar desde donde ubicarse en este momento crítico: un gobernador y un diputado necesariamente miran las cosas desde lugares diferentes.
Suele decirse que toda crisis encierra una oportunidad. ¿De qué? Hay alternativas preocupantes, como una profundización del decisionismo. El kircherismo podría lograr, finalmente, quedarse con todo. Pero también hay una posibilidad -no digo una probabilidad- para que la democracia republicana gane predicamento y fortaleza. Su punto fuerte, su haber, consiste en que, a diferencia del decisionismo populista, tiene una propuesta diferente para el Estado y sobre todo para uno de los puntos débiles del régimen actual: puede mejorar su capacidad de gestión y de planeamiento.
Tanto en la crisis como en la normalidad, el Estado debe recuperar su capacidad de gestión, cuyos principales problemas son su déficit como organización y su semi parálisis por la acción de los grupos de interés y pequeñas mafias enquistadas en los extremos de sus órganos de decisión. Son poderosos y resistentes. La república, que precisamente se define por ser la cosa pública y no la privada, es el principio institucional desde el cual encarar una transformación muy difícil.
Pero además de gestión, el Estado necesita ideas que apunten al desarrollo sostenido y estén socialmente legitimadas. ¿De dónde salen? ¿De un grupo de técnicos? Quizá sean buenas, pero difícilmente sean legítimas.
Me parece útil la línea de pensamiento que abrió a principios del siglo XX Émile Durkheim, eminente sociólogo y uno de los abanderados de la República. Sostuvo que el Estado es, esencialmente, el lugar en el que la sociedad reflexiona sobre sí misma. Pensaba en un proceso de elaboración colectiva de las políticas estatales que, iniciado desde el Estado, recorría los distintos ámbitos de reflexión y debate de la sociedad, se refinaba y decantaba y construía su legitimidad para volver al punto de origen donde los funcionarios -los representantes y los administradores- lo traducirían en acciones.
Esta idea de un proceso de maduración y condensación de la conciencia social, en el que se elaboran las políticas de Estado, está en las antípodas de lo que hacen los gobiernos decisionistas, que obran por impulsos espasmódicos, quizá recogiendo el volátil ánimo público. La reflexión madura solo es posible en una democracia republicana.
A diferencia de su contemporáneo Max Weber, Durkheim era escéptico respecto de los resultados directos del sufragio universal. Sin desconocer que estaba en el corazón de la legitimidad republicana, creía que solo expresaba la conciencia social en estado difuso, y que las decisiones requerían mediaciones institucionales. Lo contrario del plebiscitarismo populista.
Pero las elecciones hay que ganarlas. Todos somos conscientes de lo difícil que es concitar apoyo electoral para una propuesta democrática republicana. Siempre lo ha sido. ¿Cómo cambiar esta situación?
La democracia republicana, pese a asociar positivamente los principios de libertad e igualdad, está teñida por una cierta fama de elitismo, de utopismo, sobre la que trabaja el adversario (“republiquitos” nos llamaban hace poco).
La tentación de contraponer la democracia formal y la democracia real -en esos términos lo puso Perón en 1946- siempre está presente, y hasta es posible que esté hoy a la vuelta de la esquina. Por eso la democracia republicana debe ser fortalecida con algún tipo de acción argumentativa que muestre que no solo es un régimen idealmente bueno sino que es el más útil para resolver problemas concretos, que los autoritarismos populistas no pueden resolver.
El objetivo es demostrar la dimensión popular del republicanismo. Para empezar, hay que dar un duro combate para recuperar el sentido de “popular”, secuestrado por el populismo. Luego hay que demostrar su pertinencia práctica y no solo formal. Sugiero algunos esbozos, sobre los que trabajar.
Hay que desarrollar la idea de que la eficiencia del Estado depende de su gobierno republicano. Desplegar la idea de que, desde una postura republicana y en nombre del interés común, se puede desarmar la red de intereses que asfixia al Estado. Demostrar que una república puede generar el marco institucional y la seguridad jurídica que los intereses legítimos necesitan para desarrollarse.
Esta tarea que sugiero requiere del trabajo conjunto de políticos y de intelectuales expertos en ideas y discursos. Creo que vale la pena hacer un esfuerzo en este sentido. ¿Batalla inútil? Quizá. Pero parafraseando a Romain Rolland, hay que combinar el pesimismo de la inteligencia con el optimismo de la voluntad.
Publicado en Los Andes el 26 de abril de 2020.