¿Representa Donald Trump las ideas del liberalismo frente al populismo, o del capitalismo frente al socialismo? ¿O es la expresión cabal del populismo, enfrentado a las ideas liberales, hoy rebautizadas como progresismo o “wokismo”?
Parece una cuestión meramente terminológica, ante la evidencia de que todo puede entrar dentro de esas definiciones utilizadas como etiqueta, asociadas a lo que cada uno entienda que representa lo bueno y lo malo, la libertad o la opresión, “las fuerzas del bien” frente a “las fuerzas del mal”. Pero discernirlo puede resultar, en estos días, un ejercicio necesario.
No está de más, por empezar, recordar que el populismo no es un invento del comunismo soviético o chino, ni surgió en la Argentina de Perón, ni fue el patrimonio exclusivo de la Venezuela de Chávez, o de los años de los Kirchner entre nosotros.
El término surge más precisamente en la Rusia de los zares y en los EE.UU. de las últimas décadas del siglo XIX y ha tenido, a lo largo del siglo XX, diversas expresiones, todas llevando en común su reivindicación de ser la voz auténtica del “pueblo” y su oposición a las elites establecidas, la apelación al vínculo entre el pueblo y el líder, la reducción de la diversidad a la unidad y de la complejidad a la simplicidad, la crítica a la democracia representativa de partidos y una constante remisión a las antinomia amigo-enemigo y los binomio protección-amenaza y decadencia-esplendor.
La “Edad de Oro” que evocó Trump en el discurso inaugural de su segundo mandato, este lunes 20 de enero en el Capitolio, fueron los años en que los EE.UU. emergen como gran potencia. Los tiempos del presidente William Mc Kinley, el último veterano de la Guerra de Secesión que alcanzó ese cargo y ejerció desde 1897 hasta su asesinato en 1901, a manos de un anarquista. Trump le rindió tributo anunciando la reposición de su nombre al Monte Denali de Alaska, la montaña más alta de América del Norte y recordando su papel en la construcción del canal de Panamá.
La presidencia de Mc Kinley se recuerda, precisamente, por la expansión territorial y el proteccionismo económico. Un presidente que sentó las bases de la modernización económica estadounidense y la expansión de su influencia internacional. Y fue, además, el iniciador del proyecto de construcción del canal de Panamá que concretó su sucesor Theodore Roosevelt y que hoy Trump se propone recuperar. Así lo dijo: “El presidente McKinley hizo muy rico a nuestro país gracias a los aranceles y al talento. Era un empresario natural. Le dio a Teddy Roosevelt el dinero para muchas de las cosas que hizo”.
La denuncia del “establishment radical y corrupto (que) ha extraído poder y riqueza de nuestros ciudadanos” y la exaltación del excepcionalismo y el destino de grandeza rubrican esa fuerte impronta populista en el mensaje inaugural de Trump: “Queremos ser un pueblo, una familia, una gloria bajo Dios, para que cada padre pueda cumplir para sus hijos los sueños que tiene y que cada hijo pueda soñar en su futuro. Voy a luchar por vosotros y ganaré por vosotros. Vamos a ganar como nunca antes (…) Vamos a hacer que la nación vuelva a ser más grande que nunca antes. Vamos a ser una nación como ninguna otra, llena de compasión, de valentía y de excepcionalidad (…)Vamos a soñar con audacia y nada se interpondrá en nuestro camino. Porque somos los estadounidenses. El futuro es nuestro.Y nuestra edad de oro acaba de comenzar”.
Una presidencia imperial y un liderazgo populista al frente de la república estadounidense, revisionista y crítico de las políticas liberales que los Estados Unidos han difundido a lo largo del siglo XX -el multilateralismo, la apertura al libre comercio-, para internarse en esta segunda mitad de la segunda década del siglo XXI con reminiscencias finiseculares.