A 75 años de su nacimiento, el peronismo está en una encrucijada. Es cierto que las condiciones del país son poco propicias para su estilo de gobierno. Pero el principal problema es que no tiene un líder definido, algo grave para un movimiento en cuyo ADN está la conducción. ¿Dónde está hoy el jefe que conduzca a todo el pueblo peronista a la victoria y lo mantenga en el poder?
Ocurre que algo está llegando a su fin. No el peronismo, al que -con Borges- juzgo tan eterno como el agua y el aire. La que está amenazada es su actual franquicia, a la que no sé si llamar kirchnerista o cristinista.
Una de las razones de la larga y exitosa supervivencia del peronismo ha sido su capacidad para adecuarse a las diversas circunstancias de un país que cambió enormemente desde 1945, y ofrecer en cada caso una propuesta triunfadora. Los peronistas no dudan en cambiar lo que sea necesario para mantener su marca en el tope, invistiendo en cada caso al conductor adecuado.
En 1945 Perón fundó la marca, la condujo exitosamente y le imprimió un sello indeleble. Después de 1955, con un líder en el exilio, los sindicalistas y los montoneros libraron una guerra por la franquicia peronista, que terminó catastróficamente. En 1983 la vuelta a la democracia tomó mal parado al peronismo, que sufrió una derrota electoral inédita, pero en 1989 ya habían dominado los secretos de la política democrática. Entonces Carlos Menem encabezó una nueva franquicia, con propuestas audaces que funcionaron durante una década.
A la salida de la crisis de 2001, Néstor Kirchner se hizo cargo de la franquicia: reconstruyó laboriosamente el centro del poder, amplió las bases del peronismo y gracias a la soja retomó la política populista. Un elemento clave fue el novedoso discurso político, el relato, de gran eficacia para cohesionar un movimiento con muchos recién llegados.
Cuando Cristina Kirchner recibió la franquicia las cosas empezaron a cambiar. El estilo de conducción se hizo más tosco y prepotente, y el discurso más confrontativo y agonal. Atrajo a nuevas capas generacionales pero también sembró dudas en el peronismo más tradicional, acentuadas por las derrotas electorales de 2013 y 2015.
La franquicia -que ya podría denominarse “cristinista”- se mantuvo firme en la “resistencia” al gobierno de Macri, pese a que la jefa era acosada por la justicia y se esbozaban liderazgos alternativos. Respaldada por un discurso revigorizado con la premisa “Macri es la dictadura”, pudo aglutinar todas las críticas y obstaculizar exitosamente al gobierno.
En 2019 el peronismo volvió al poder, transfigurado en el Frente de Todos, una exitosa jugada electoral que reunió la franquicia kirchnerista y el resto de los sectores peronistas, sin dejar claro cómo convivirían el presidente y su vicepresidente y socio mayoritario.
El gobierno de Fernández afronta una aguda crisis económica, agravada por la pandemia pero sobre todo por la incertidumbre acerca de quién está gobernando efectivamente.
Cristina marca errores y veta alternativas pero no está realmente a cargo, no se preocupa de cohesionar el frente interno, donde afloran las disidencias.
Concentrada en sus problemas judiciales, explora atajos que aumentan la inseguridad jurídica. Los militantes de la Cámpora, que la obedecen, se ocupan más de expandir su poder que de dar coherencia a la gestión. Los defensores de derechos varios -la igualdad de género, el acceso a la tierra, las comunidades aborígenes-, agrupados bajo el paraguas kirchnerista, también salen a ocupar posiciones.
El kirchnerismo controla el poder pero no fija un rumbo ni tiene una táctica, salvo la repetición de sus mantras discursivos, que comienzan a desgastarse.
Ya son muchos los peronistas que advierten que la franquicia ha perdido eficacia y que su jefa virtual los está conduciendo a un estrepitoso fracaso. En suma, el peronismo hoy no tiene conducción.
Visto en perspectiva, parece indudable que la renovación de la franquicia es inevitable. Pero esta visión no nos dice nada sobre cuándo y cómo ocurrirá.
En el peronismo hay indicios de preocupación y se oyen “sordos ruidos”. Pero allí el poder de Cristina hoy es enorme, en parte por su extenso círculo de fieles pero sobre todo -lo señaló Vicente Palermo- por su extrema audacia, entre egoísta e inconsciente, en el “juego de la gallina”.
Entre los peronistas el temor a “quedar en orsai” es por ahora mayor que su preocupación por el destino del movimiento. Para un ajeno no es fácil interpretar la lógica de sus realineamientos. Solo ellos pueden explicarlo.
Publicado en Los Andes el 18 de octubre de 2020.
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