En las últimas semanas el Presidente ha empuñado el celular como si fuera un lanzallamas. Lo ha hecho para descalificar, avasallar y estigmatizar a periodistas, pero también a otros protagonistas del debate público que han hecho afirmaciones que en algunos casos fueron erróneas y en otros simplemente le molestaron. Empezamos a naturalizar que el jefe del Estado se valga de X (ex-Twitter) para reaccionar de manera airada cuando alguna cosa, por lo general intrascendente, lo saca de las casillas. Quizá sea necesario poner una lupa atenta y preventiva sobre ese comportamiento, porque podría ser el indicio de algo que es posible corregir pero que, en caso de acentuarse y persistir, tal vez sea el germen de una peligrosa mezcla de intolerancia y prepotencia en el ejercicio del poder.
La lista empieza a hacerse larga: en apenas nueve días el Presidente trató de “mentirosas” a tres periodistas, adjudicándoles además motivaciones oscuras. Lo hizo sin reparar en matices, sin cuidar las formas ni guardar las proporciones. Les cayó con todo el peso del vozarrón presidencial por líneas muy secundarias de crónicas periodísticas o comentarios periféricos en radio o televisión que en algún caso incluyeron afirmaciones erróneas y en otros, datos ciertos y comprobables. Resultaría farragoso sumergirse en los detalles de cada episodio, pero vale recordar que los hechos que provocaron las reacciones del Presidente tuvieron que ver con cuestiones que bordean la insignificancia: la mudanza de sus perros a la residencia oficial, el uso de un auto o un helicóptero para trasladarse desde Ezeiza a Olivos o la existencia o no de algunas sillas vacías en el auditorio que lo recibió en Davos. Si la palabra presidencial se pone en juego y asume semejante virulencia frente a hechos de tan módica envergadura, sería razonable preguntarse qué pasaría frente a una cuestión de fondo o a un escándalo de proporciones. ¿La agresividad pasaría de la retórica a los hechos?
No hace falta consignar que el Gobierno tiene todo el derecho a refutar información periodística que pueda resultar errónea o incluso a discutir opiniones o valoraciones de la prensa o de cualquier otro actor del debate público. Pero hay una cuestión de proporciones, de jerarquías y de formas que no son precisamente accesorias. Si es el Presidente el que va a invertir su energía y su tiempo en desmentir la mudanza de los perros, deberíamos ahorrarnos, entonces, los salarios del vocero, del secretario de Prensa y de muchos otros funcionarios que orbitan alrededor de la comunicación presidencial. Pero además de esa desproporción, lo que está en juego es el tono y el profesionalismo con el que se ejerce el poder. Una cosa es rectificar una información errónea o inexacta, incluso desmentirla con énfasis y contundencia, y otra es lanzar un ataque personalizado, agraviar a quien haya cometido eventualmente una equivocación y equiparar el error a la mentira y la crítica a la intención aviesa. Si en el plano del debate político la descalificación siempre irrita, llevada a lo personal, resulta directamente chocante. Frente a la exaltación de la libertad que hace el propio Presidente surge, además, una pregunta inevitable: ¿no existe la libertad de discrepar e incluso la libertad de equivocarse sin recibir por eso el rayo fulminante de un tuit presidencial?
Alguien debería proteger al Presidente de sus propios arrebatos. Reacciones altisonantes y temperamentales le hacen daño al propio mandatario, antes que al destinatario de los espasmos coléricos. Genera temor a sus reacciones viscerales en lugar de respeto a su actitud reflexiva. Exhibe más irritabilidad que templanza; más agresividad que mesura. Y eso puede contribuir a que nadie se anime a contradecirlo ni a decirle las cosas con franqueza. Parecen desviaciones menores, pero la historia está llena de líderes que construyen un universo regido por la obsecuencia. Son comportamientos bastante estereotipados: “el jefe” o “la jefa” quedan envueltos en un manto de vanidad y arrogancia que impide que sus personas de confianza lo ayuden en el ejercicio del poder. Vale la pena recordar el lamentable ejemplo de Carlos Zannini cuando advertía a los interlocutores de Cristina Kirchner: “A la Presidenta no se le habla, se la escucha”. Entre ese talante cuasi monárquico y el aislamiento en el ejercicio del poder suele haber una distancia muy corta.
El celular de un jefe de Estado no puede ser utilizado “sin filtros” y de manera impulsiva, como tampoco debería amplificar voces que intoxican las redes con lenguaje inapropiado. El Presidente ha utilizado el riesgoso procedimiento de avalar en Twitter a usuarios anónimos o a activistas desbocados que embisten antes que él contra cualquier cosa que les parezca una crítica. Lo hizo este fin de semana, sin ir más lejos, para potenciar una andanada contra Adrián Suar, que solo se había permitido exponer algunas dudas sobre la política del Gobierno para el área de cultura. Legitimar desde lo más alto del Estado los agravios y los insultos anónimos que circulan por las redes puede ser algo más que una actitud riesgosa. Es una forma de degradar la conversación pública y de crear una atmósfera de temor ante el peligro de que una simple declaración provoque la furia tuitera de quien maneja los resortes del poder y del Estado.
No hay equivalencia entre la voz del Presidente y la de un profesional o un ciudadano común. Personalizar la crítica desde “el celular de Rivadavia”, y hacerlo con agresividad y beligerancia, puede bordear, si es que directamente no lo alcanza, el abuso de poder. Exacerba, además, la reacción desmesurada de seguidores, militantes y fanáticos, como ya ocurrió en los tiempos oscuros en los que el kirchnerismo arremetió desde el Estado contra medios y periodistas. Aquellos penosos antecedentes obligan a levantar la guardia antes de que se transgredan límites de los que después es muy difícil regresar. “Las palabras –escribió Freud– no son objetos decorativos: producen realidad”.
Si el Presidente señala con el dedo a un simple periodista y lo acusa de “operador” y “mentiroso”, habilita tácitamente a un “ejército” de seguidores a que lo acorralen con sus teléfonos en esa gigantesca “plaza de ejecuciones sumarias” en la que se han convertido las redes sociales.
Una tentación suele acechar al poder: la de adueñarse de la verdad. En pocas semanas, el Gobierno merodeó ese peligro. El vocero del Presidente llegó a decir, quizá con una frase mal articulada, que “todo lo que no salga de mi boca y no sea real es mentira”. Cuando “la verdad” coquetea con la uniformidad y el monopolio, tal vez deba apelarse a una nueva sigla para describir la realidad: LLR (La Libertad Retrocede).
Además de estas aristas peligrosas, hay algo que también es inquietante: las acusaciones presidenciales parecen responder a una visión conspirativa. Desde esa perspectiva, el error no existe. Todo está calculado; todo es deliberado y forma parte, según la jerga oficial, de “una operación”. El que discrepa, o aun el que se equivoca, es un emisario de la oscuridad y de “las fuerzas del mal”. Cuando la trama conspirativa es tejida desde el poder se puede entrar en una zona peligrosa en la que la lógica de “amigo-enemigo” empieza a dominar la mentalidad de un gobierno. Nada que los argentinos no hayamos visto en los últimos años, solo que con un sesgo ideológico de sentido inverso.
Los populismos, en general, necesitan al periodismo como enemigo. El que no hace seguidismo es “ensobrado”, “operador” y “mitómano”. El que se equivoca, aunque se rectifique, es un ariete de fuerzas oscuras. El kirchnerismo hizo de esa estrategia una bandera. Y con la misma lógica actuaron, en los últimos años, líderes como Trump, Maduro o Bolsonaro. Cuanto más se ensañan con un medio o un individuo, más regocijan a sus audiencias. Construir un enemigo les resulta políticamente rentable. Y a esa tarea se lanzan sin medir las consecuencias.
Existe la idea de que “lo importante” pasa por otro lado: por encarrilar la economía y sanear el Estado después de un proceso destructivo que dejó al país en una situación dramática. Pero no es la economía versus el pluralismo ni la estabilidad versus la tolerancia. Es una cosa “y” la otra. La Argentina necesita recuperar sus reservas monetarias, por supuesto, pero también sus reservas de calidad democrática, que fueron erosionadas al mismo ritmo que el valor del peso.
El Gobierno lleva apenas seis semanas y ninguna conclusión puede ser definitiva. Hay situaciones en las que ha mostrado flexibilidad y sensibilidad para rectificar errores. Habrá que esperar que el celular presidencial haga su propio aprendizaje. Lo que está en juego es algo de jerarquía superior: el clima de convivencia en una sociedad democrática.
Publicado en La Nación el 25 de enero de 2024.
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