Las discusiones sobre las reglas electorales (o incluso sobre los instrumentos de votación, como el tipo de boletas a utilizar que se dio este mismo año) aparecen frente a la opinión pública como preocupaciones que solo afectan a los políticos. Y en cierta medida es así. Sin embargo, de lo que se acuerde (o no) sobre ellas depende gran parte de la posibilidad de mejorar (o no) en temas que sí interesan a la ciudadanía.
La Argentina necesita alcanzar lo que para otros países ya es un hecho: políticas públicas sólidas (bien diseñadas y aceptadas por amplios sectores) y estables en el tiempo. En otras palabras, políticas de Estado que, fruto de algunos acuerdos básicos, puedan lograr resultados positivos en el mediano plazo para el desarrollo del país y el bienestar de la ciudadanía.
Pero ese sueño es irrealizable sin una condición previa, que es lograr un acuerdo estable no ya sobre el contenido, sino sobre las reglas que permiten la confianza en el sistema, y por lo tanto en el comportamiento de los rivales.
En cualquier país hay preferencias diversas y hasta contradictorias sobre qué políticas implementar. Por eso las sociedades se han dado reglas para administrar esas diferencias. Las mejores reglas que existen son las de la democracia, que a pesar de sus problemas y sus complejidades, garantizan algo tan sencillo como dar la oportunidad periódica de que se prueben todos los rumbos políticos que los ciudadanos vayan decidiendo mayoritariamente en cada turno. Los gobiernos suelen tener ventajas sobre las oposiciones: según cálculos del célebre politólogo polaco-estadounidense Adam Przeworski, entre 1788 y 2008 se celebraron en el mundo unas 3.000 elecciones, en las que triunfaron los oficialismos en casi un 80 %. Pero lo importante de la democracia no es tanto quién gana como la expectativa futura que generan, precisamente, las reglas.
De allí que en las democracias las reglas sean más importantes que los contenidos. Las recetas se pueden ir probando y cambiando, pero para que eso sea posible, las reglas son un insumo esencial. De hecho, la mayoría de las elecciones no se ganan con una mayoría absoluta (más del 50 %), por lo que cada elección produce más perdedores que ganadores. Y esos perdedores están dispuestos a esperar el siguiente turno porque confían en que se respetarán las reglas. Corolario: manipular las reglas electorales atenta directamente contra la posibilidad de cimentar una confianza mínima en los que piensan distinto. Sin eso, no podremos ni siquiera soñar con grandes acuerdos, diálogos, o políticas de Estado.
Es verdad que no hay reglas perfectas. Y es verdad que las PASO han tenido y tienen problemas: no son del todo aprovechadas por los partidos, y en ocasiones sus resultados han vaciado de sentido a la elección general. Pero por otro lado, también es cierto que brindan una buena oportunidad para democratizar la función más importante y más sensible que tienen los partidos políticos: proponer candidatos a los cargos públicos.
Entonces, en la discusión de fondo sobre las PASO (si son convenientes o no) e incluso en los detalles técnicos (el porcentaje de votos a superar, etc.), hay y puede haber debate entre los especialistas, e incluso más allá. El problema es que la discusión en Argentina responde siempre al interés de cortísimo plazo. La salud de la democracia y de la representación queda siempre en segundo plano. Así, generalmente los gobiernos quieren eliminar las PASO, y las oposiciones quieren conservarlas. Esto es así porque el partido o coalición que tiene un liderazgo claro y por lo tanto está “ordenado” internamente, no las necesita.
En cambio, cuando hay varios candidatos (a líder) en carrera, las PASO vigorizan la participación ciudadana y reducen las chances de “astillamientos” en los partidos, lo que ocurre cuando los que resultan perdedores en interminables y cansadoras negociaciones y/o disputas internas, abandonan el partido o coalición y se van por las suyas en busca de mejores oportunidades.
Esto parece bastante claro hoy para la competencia presidencial. En el Gobierno ya no quedan reales o potenciales desafiantes a Cristina, mientras que Juntos por el Cambio se desangra en internas. La oposición las necesita, y el gobierno no.
En el nivel provincial, los gobernadores suelen ordenar la política de sus distritos de manera férrea, cuando no hegemónica, y es bastante común que obturen las chances de sus competidores internos, que se favorecerían con un sistema competitivo abierto como las PASO para la categoría de diputados nacionales. Por eso es razonable que las voces más insistentes para eliminarlas provengan de allí. San Juan y Salta ya lo hicieron, y Chubut, Córdoba, Tucumán y Catamarca ya se pronunciaron en contra de la persistencia de las PASO.
Ahora bien, como escribió Aristóteles, acostumbrarse a cambiar las leyes con facilidad puede ser más perjudicial que los beneficios del cambio (incluso suponiendo que el cambio fuera beneficioso) porque eso debilita a todas las leyes. Y si las leyes elementales de la democracia, como lo son las reglas electorales, no cumplen con su función de garantizar las ventajas de la democracia (es decir las expectativas futuras de los perdedores), entonces la propia democracia pierde legitimidad y sentido. Si para ganar hoy mi adversario pretende manipular una regla básica sin mi consentimiento e incluso aprobando una ley por un margen mínimo, ¿cuál otra regla podría manipular en el futuro?
Se alimentan así la desconfianza y la imposibilidad del diálogo, situaciones que deberíamos evitar en nuestro contexto actual. En una reciente encuesta regional, el 42% de los argentinos dijo que estaría dispuesto a no tener elecciones (y por ende, a abandonar la democracia) si eso ayudara a garantizar sus ingresos básicos (sobre todo los más jóvenes, más pobres y menos educados). ¿Cuándo se dará cuenta nuestra dirigencia que está jugando con fuego?
Publicado en Clarín el 26 de septiembre de 2022.
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