Está agobiada pero, por alguna inescrutable razón, mantiene la sonrisa. Vive en el Moreno rural, conurbano bonaerense profundo, donde abunda la escasez. Es empleada doméstica, tiene 33 años y cuatro hijos que van a la escuela pública; tres a la secundaria y uno, Santi, a tercero de primaria. Desde que comenzó la cuarentena no trabaja y, entre los malabares para sobrevivir, se ocupa de las tareas escolares de sus hijos. Con dificultad, porque sólo terminó la primaria.
Le dan mucha tarea a Santi. Es así: lunes y jueves la maestra envía actividades por whatsapp, las copian en el cuaderno, Santi las hace, le sacan una foto al cuaderno y la mandan por whatsapp. A veces la maestra pregunta cómo van y, si van lento, espera y no manda más tarea. Encontraron un ritmo y eso es importante, porque esta escolarización, aunque mediada por la tecnología, funciona con tracción a sangre.
Hay cosas que le cuestan más. No entiende el método de Santi para sumar. Yo hago cuentas con los números uno debajo del otro, dice, y a él se las hacen hacer en fila. Otra es Inglés, le mandaron que dibuje y escriba las partes del cuerpo humano en inglés. Tuvimos que buscarlas en Google, explica.
Paga 800 pesos por semana para tener internet en el celular, así los cuatro hijos pueden estar conectados. No hay otra, dice, los mayores hacen todas las tareas por Google Classroom y, sin conexión, se quedan afuera. La primera semana de cuarentena en las escuelas repartieron alimentos, los del secundario recibieron cartones de leche, galletitas y mate cocido. A Santi le dieron arroz, fideos y latas de tomate. Pero después de la primera semana, nunca más. Como el mercado está lejos tiene que comprar en el almacén cerca de su casa. Es más caro, la plata no le alcanza. Ella tiene miedo de quedarse sin trabajo.
El Ministerio de Educación nacional, a través de su viceministra, explicó que “el virus infectó a sociedades enfermas de neoliberalismo y que está transcurriendo una experiencia pedagógica enorme que hay que saber incorporarla al futuro”. La mamá de Santi necesitaría algo, digamos, más concreto; conseguir alcohol para desinfectarse las manos, que entreguen la comida del comedor escolar y que los datos del celular sean gratis o con descuento, mientras las escuelas estén cerradas.
Ella tiene un sueño. Su utopía post pandemia no postula la transformación moral de la especie humana. Sueña con que su hijo mayor termine este año la secundaria y empiece la carrera el año que viene. Quiere ser profesor de Educación Física.
En Argentina, desde hace 8 semanas, 11 millones de estudiantes atraviesan la “escolarización en casa”. Más de la mitad viven en hogares pobres con limitado capital cultural. El 40% del país no tiene Internet fijo.
Y poco más de un tercio de los niños acceden a dispositivos y conexiones de calidad para actividades educativas sincrónicas, según el último informe del Observatorio Argentinos por la Educación. Sin embargo, la continuidad pedagógica propuesta por las escuelas se basó en dos supuestos: habría adultos disponible con habilidades para acompañar el aprendizaje y conectividad en el hogar. Ambos supuestos son regresivos y refuerzan el “efecto cuna”, por el cual las oportunidades y los logros de aprendizaje dependen principalmente de las condiciones socioeconómicas y culturales de las familias. Por eso, la pandemia afecta de manera desproporcionada a los más vulnerables y profundizará la desigualdad educativa. El sistema de salud, luego del titubeo inicial, organizó un plan para afrontar la pandemia. Se tomó tiempo para reunir expertos, establecer protocolos, capacitar y adquirir insumos. Veremos si resulta. El sistema educativo no lo hizo. Al día siguiente del anuncio de suspensión de clases presenciales bajo el slogan “la educación no entra en cuarentena”, las provincias y sus escuelas debieron salir a sostener el ciclo lectivo como pudieron, con las desigualdades de siempre.
Sin poder garantizar las condiciones básicas para esta escolarización, entre ellas el acceso a la conectividad requerida para todos los estudiantes y docentes. Con el tiempo, y corriendo de atrás, aparecieron algunas herramientas oficiales: plataformas, cuadernillos, material audiovisual. Pero no todas las escuelas las usan. Muchos estudiantes han quedado absolutamente desvinculados y es posible que no vuelvan.
Ahora el Ministerio dice que actuó de manera “rápida y efectiva” y que llegó el tiempo de evaluar el esfuerzo de familias y estudiantes. Antes de evaluar a Santi y a su mamá, convendría evaluar si las acciones desplegadas fueron pertinentes y, de verdad, efectivas. ¿Cómo rendirá cuentas la política?
Todavía se pueden corregir errores, pero es urgente planificar el día después. Para la etapa de “nueva normalidad escolar” no vale volver a improvisar, hay que anticipar las acciones para compensar y acelerar aprendizajes que no estén asegurados y fortalecer los mecanismos de reparación del daño social. Si esto no ocurre, hasta los sueños más modestos de las madres más abnegadas, como la de Santi, quedarán truncos.
Publicado en Clarín el 6 de mayo de 2020.
Link: https://www.clarin.com/opinion/pandemia-desigualdad-educativa_0_Y5M9JA6Kh.html