jueves 28 de marzo de 2024
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Pandemia, ambiente y gobernanza global

La pandemia del COVID-19 ha disparado la necesidad de revisar múltiples aspectos vinculados a la vida cotidiana y también facetas más amplias que envuelven a la sociedad en su conjunto. En este texto se discuten algunos elementos que se concentran en la dimensión ambiental y con una mirada puesta en la gobernanza global.

En primer término, la crisis del Coronavirus remite a examinar el vínculo entre el ser humano y los animales. Los orígenes mismos de la pandemia sugieren analizar esta cuestión. A la fecha dos de las hipótesis más fuertes se centran en el posible origen animal del virus que ha provocado esta crisis. En un caso, se presume que sería el mal manejo de pruebas de laboratorio en el contexto de investigaciones sobre enfermedades virales y sus posibles curas. La otra, está asociada al consumo masivo de animales silvestres. Hay una primera conclusión que parece bastante obvia: la seguridad en la realización de estudios sobre la salud y la sanidad animal deben ser puestos bajo estricto control y ajustados a protocolos transparentes de supervisión. Es más, la tarea escapa a las competencias de las autoridades locales y nacionales. La materia es de tal transcendencia que está en juego un bien público global que es la prevención de enfermedades de alta contagiosidad. Cabe entonces la pregunta de si las instituciones que disponemos, en este caso la Organización Mundial de la Salud, están a la altura de tal responsabilidad y, eventualmente, cómo se hace para mejorar los mecanismos de cooperación al respecto. Aparece una segunda conclusión que deviene del hecho de que no será posible erradicar los riesgos de nuevas zoonosis en razón de la composición de las dietas alimentarias de gran parte de la población mundial. Nos referimos a la seguridad alimentaria. Aquí se da cita  un aspecto de política pública doméstica, pero también las reglas que hacen al comercio internacional. Países exportadores netos de alimentos como Argentina y los que son importantes compradores deberán prestar especial atención si se pretende que sigan abiertos los canales de intercambio.

En segundo lugar, esta crisis hace pensar en la necesidad de aumentar los recursos que se destinan a investigaciones científicas sobre enfermedades transmisibles de alta tasa de mortalidad y contagiosidad, aunque estén enclavadas en poblaciones pobres, pequeñas y aisladas. Tal es el caso del Ébola, que ha experimentado brotes epidémicos en los años recientes. Uno de los más importantes fue el del 2014. Sin embargo, como estos siguen sin impactar en los países desarrollados, ni siquiera indirectamente a través del comercio, aún no aparecen en la agenda de cooperación internacional. El SARS-CoV-2 es altamente contagioso pero su mortalidad es ampliamente inferior a la del Ébola. La humanidad difícilmente sobrellevaría una pandemia de esta enfermedad sin incurrir en pérdidas de vidas humanas y costos económicos varias veces superior al COVID-19. Si la globalización ha contribuido a poner de relieve la fragilidad sanitaria en niveles nunca vistos, parece apropiado realizar de antemano las inversiones necesarias en materia de prevención. Pero esto difícilmente ocurra si la investigación científica es territorio exclusivo de las corporaciones que actúan en este medio. Deben introducirse mecanismos de política pública y cooperación multilateral que permitan alcanzar estos objetivos que exceden a la rentabilidad empresaria.   

En tercer lugar, y continuando con aspectos relacionados a la salud, esta crisis marca la necesidad de reducir factores de riesgo que aumentan la mortalidad en el COVID-19. De los varios que existen, nos centraremos en dos: la obesidad y las afecciones respiratorias. Ambas comorbilidades están vinculadas al ambiente y la actividad socioeconómica. En el caso de la primera sólo basta con repasar algunos de los principales causantes para darse cuenta de tal conexión: el sedentarismo, el estrés y la mala alimentación, todas ellos están asociados al ritmo de vida urbano y correlacionados negativamente con los niveles de ingresos. En el caso de la alimentación, además se la puede vincular al manejo artificial de productos agroalimentarios y a la masificación del consumo de los productos procesados.

Respecto a los problemas respiratorios, aquí se destacan la calidad del aire asociado a su vez al nivel de actividad económica y las características de la matriz productiva. Según las imágenes satelitales de partículas en suspensión provistas por la NASA, la calidad del aire en China ha mejorado significativamente durante los meses que se aplicaron drásticas medidas de confinamiento. Algo similar ocurrió en el norte de Italia, tal como lo muestran las fotos satelitales proporcionadas por la Agencia Espacial Europea. A nivel local, la Agencia de Protección Ambiental de la Ciudad de Buenos Aires (APRA) informó que durante la cuarentena había mejorado la calidad del aire y las muestras indican niveles de contaminación de la mitad de lo que es habitual para la fecha. Estas noticias son alentadoras pero debe evitarse una lectura de corto alcance. La retracción económica ha puesto en evidencia que todavía existe una ventana para la resiliencia del planeta. Es decir, habría ciertos indicios de reversibilidad del deterioro ambiental. Sin embargo, debemos dejar en claro que se trata de una caída temporal y no permanente de la actividad económica. Con el correr de los días se irán flexibilizando las restricciones más severas a la movilidad que se han aplicado en esta primera parte del año en distintos lugares del planeta. Esta pandemia podría ser aprovechada como catalizador para la lucha contra el deterioro del ambiente. En principio, existen mejores condiciones para instalar en la agenda pública internacional la necesidad de combatir al cambio climático porque sería factible visibilizar aún más esta problemática. De otro lado, asistimos a una baja inédita de los precios del petróleo. Las proyecciones recientes del FMI indican que recién en 2023 los precios del crudo volverían a ubicarse en el entorno de los us$ 37/40 el barril. Hay aquí una paradoja. De una parte, hay evidencias claras de las posibilidades de mayor resiliencia al cambio climático, pero parte de la solución implica el abaratamiento de los combustibles fósiles que son agentes de emisión.

A los puntos señalados hasta aquí podrían sumarse otras dimensiones que deben ser reexaminadas a la luz de los efectos colaterales de la pandemia: el diseño urbano, los sistemas de transporte, la vulnerabilidad de la producción organizada sobre cadenas globales de valor, entre otras. La hoja de ruta de la gobernanza global venía dada por los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) y la Agenda 2030. Con anterioridad a la crisis, ya se percibía la dificultad de concreción de las metas trazadas en el año 2016, por ejemplo ODS 1, fin de la pobreza; ODS 2, hambre cero; ODS 5, igualdad de género o ODS 13, acción por el clima. Pero ahora es imperioso salir de una crisis que presenta múltiples dimensiones como la provocada del COVID-19. Una vez que se logre superar la fase más aguda, será necesario hacer un esfuerzo de diálogo para revisar una Agenda que ha quedado desactualizada por la fuerza de los hechos. No se trata tan sólo de las metas cuantitativas sino que hay nuevos desafíos que han puesto en jaque bienes públicos globales -tales como los referidos aquí: prevención, el cuidado de la salud y el ambiente- que interpelan a la comunidad internacional. La pandemia señala una necesidad de mayor gobernanza global. Queda abierto el interrogante de cómo habrán de transformarse las instituciones existentes, que ya venían dando indicios de agotamiento en un clima de cooperación multilateral de bajo rendimiento. 

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