Sigo creyendo que el día apropiado es el 10 de diciembre y no el 24 de marzo.
Prefiero celebrar el inicio de la democracia y los derechos humanos y no una fecha sombría y siniestra como el 24 de marzo de 1976.
Mucho menos estoy de acuerdo en declarar feriado, esa costumbre de los argentinos de instalar fechas que en el mejor de los casos para lo único que sirven es para reforzar el hábito turístico del fin de semana largo.
Mucho más valioso, sobre todo para los niños, sería que el 24 de marzo las maestras dediquen una hora de clase para explicar qué sucedió ese día y hacer observaciones críticas acerca del militarismo que desde 1930 hasta 1976 consideró a las fuerzas armadas como la reserva moral de la nación.
Más allá de los juegos de palabras, importa la crítica al militarismo y de paso advertir que la consigna populista de “golpe cívico militar” es un recurso tramposo, una coartada o una excusa para absolver la cultura del militarismo, el hábito de los cuartelazos, las asonadas militares los planteos destituyentes a los gobiernos civiles, hábito que, entre tantos, practicó el general Perón desde 1930 en adelante.
Y, dicho sea de paso, si de fechas condenatorias se trata, la apropiada debería ser la del 6 de septiembre de 1930, el fatídico día en que los militares se atribuyen las facultades de decidir quién gobierna en la Argentina.
No obstante, admito el derecho de las personas a manifestarse en la calle para lamentar el golpe de estado del 24 de marzo con su secuela horrorosa de muertos; también es legítimo, claro está, el derecho de los que creemos que movilizarse por una tragedia ocurrida hace medio siglo, es algo desmesurado, como lo es la cifra manipuladora y mentirosa de los 30.000 desaparecidos, cifra que yo estaría dispuesto a aceptar sin reparos cuando conozca los nombres y apellidos de los 22.000 desaparecidos, nombres que como hasta el momento se desconocen tengo derecho a sospechar que no son reales, además de recordar que la cifra efectiva de alrededor de 8.500 desaparecidos es en sí misma una tragedia espantosa que justifica el Nunca más redactado por Ernesto Sabato y no la encanallada falsificación perpetrada años después por el populismo kirchnerista, cuyos jefes máximos, dicho sea al pasar, jamás movieron un dedo por los derechos humanos cuando hacerlo además de necesario incluía riesgos que la pareja presidencial patagónica se ocupó muy bien en no correr.
Dejo para otra ocasión debatir acerca de si hubo uno, dos o tres demonios.
Cito a modo de conclusión las oportunas palabras de Ricardo Balbín, cuando dijo que lo que importaba no era “si mataba el guerrillero o mataba el militar, porque lo que realmente importaba era que dejaran de morir argentinos”; “algo grave le pasa al país -concluía- cuando son los padres los que entierran y lloran a sus hijos muertos”.