En las últimas semanas me ha sucedido, ante algunas medidas del Gobierno cuya materialización implicaba impactos en la vida de muchas personas, leer en redes sociales una especie de celebración del sufrimiento ajeno. Concretamente, personas que parecían expresar un disfrute no por la medida en sí misma, sino porque implicaba una especie de revancha largamente esperada.
En la misma línea, he leído la reivindicación de datos decididamente negativos, en la convicción de que se trata del prólogo de un ciclo positivo a producirse en una especie de futuro ineludible. Soy plenamente consciente de que las reformas que necesita la economía argentina no son sencillas ni indoloras; sobre todo allí donde los desaguisados del gobierno anterior han sido particularmente nocivos. Mi observación no está puesta (en este artículo) en la política económica, sino en la construcción cultural que se deriva de un tipo de conversación pública que parece encaminado a prescindir de la sensibilidad.
La necesidad de “mantener alto espíritu en momentos difíciles” es perfectamente aceptable, y sin dudas es uno de los elementos intangibles que pueden apoyar el éxito de cualquier gestión; pero hacerlo a costa del sufrimiento de quienes padecen es innecesario y puede socavar la legitimidad futura de las autoridades y del programa económico. Al recorrer las redes sociales es fácil advertir que no se trata solo de un fenómeno argentino, ni siquiera de algo limitado a la política. A lo largo de este corto tiempo dominado por la comunicación digital, esa gestualidad se fue incrementando e inundó espacios temáticos que en principio parecían librados de esas tensiones.
Si bien nadie a título personal puede cargar con la mochila de cambiar el clima de época, y no son pocos los fundamentos que explican la irritación generalizada; no es menos cierto que dar aliento desde posiciones de poder a una práctica cotidiana de la agresión no nos va a llevar a nada bueno. Analicemos desapasionadamente datos que se pueden correlacionar con este clima social (hace años que la Argentina sube sistemáticamente el consumo de estupefacientes legales asociados a las presiones de una vida pública anárquica y sobre todo crecientemente violenta).
No sé si antes sencillamente nos limitaba la autocensura, lo cierto es que es incomprensible pensar que la totalidad de los planos de la convivencia se vean atravesados por una especie de lucha irregular, carente de límites y a tiempo completo. El “revanchismo” es un ejercicio de memoria sesgada que permite atribuir al otro una responsabilidad o un posicionamiento, y a partir de eso insultar, degradar o exponer sobre múltiples aspectos de la vida o el pensamiento ajeno. Además, la enorme mayoría de las veces sin demasiados fundamentos, a los fines de satisfacer un (eventual) público (supuestamente) ávido de este tipo de distracciones. El anonimato ha añadido una condición problemática a los vínculos digitales, pero es justo decir que no es el centro del problema porque la violencia escrita y sistemática es ejercida por personas reconocibles.
¿Tal vez una lectura extremadamente rústica de la idea de “competencia” puede actuar de combustible de esas posiciones? Además, los reformistas (como me defino) creemos que las transformaciones que la Argentina necesita requieren un marco de aceptación social responsable y sostenido en el tiempo, que es incompatible con alimentar cada día controversias. Una cosa es tener que enfrentar resistencias y bloqueos, y otra muy distinta es ir por la vida construyendo enemigos de manera oportunista, para beneficiarse de un antagonismo impostado.
En las dos décadas de dominancia kirchnerista vimos cómo se fue constituyendo el escenario de la pretensión hegemónica: un cierto desprecio por la calidad de la argumentación, la manipulación estadística, la distorsión de la historia, el desprecio por las voces alternativas, la identificación de toda oposición como “antagonista” renunciando a cualquier articulación parcial, la erosión del pluralismo, etc. El soporte material de esa operación política fue la superación de la crisis de 2001/2 financiada con los precios extraordinarios de nuestras exportaciones por aquellos años.
La paradoja actual es que, en medio de una recesión fuerte, con pérdidas de ingresos y una angustia existencial que atraviesa millones de hogares, hay personas que creen que es útil o que favorece alguna causa irritar aún más todo, con burlas o con elucubraciones sobre un futuro de prosperidad.
Es evidente que el núcleo de poder oficialista pretende implantar una especie de “optimismo tóxico”, donde cada detalle presagia un destino venturoso y las opiniones disidentes son señaladas como miopes, interesadas o mal intencionadas.
Elegimos la democracia liberal, entre otras cosas, para poder librarnos de las visiones salvíficas, para poder reemplazar pacíficamente a los gobiernos y para poder expresarnos sin temor a ser atacados por nuestras opiniones. También es una herramienta útil para poder darles soporte institucional a las soluciones que una sociedad cambiante va construyendo.
Modular una conversación que no nos hunda en el escepticismo ni nos movilice de un modo agresivo no es un privilegio, es una necesidad imperiosa para encontrar soluciones que perduren, más allá de las pasiones momentáneas.
Publicado en La Nación el 17 de abril de 2024.