Hace un año, por el bien de la República y fiel a mis convicciones políticas y morales voté en blanco. Lo hice con plena conciencia de la importancia de esa elección ante el desastre económico y social que nos habían dejado veinte años de kirchnerismo. Después de votar por Juntos por el Cambio en la primera vuelta, consideré que los dos candidatos que llegaban al ballottage, aunque expresaran ideas muy distintas, serían igualmente malos para nuestro país.
Rechazaba las candidaturas de Massa y Milei del mismo modo que lo había hecho gran parte de la ciudanía no peronista que, hasta la derrota de Patricia Bullrich en la primera vuelta, expresaba su horror ante la mera posibilidad de que cualquiera de los dos pudiera llegar a ser Presidente. En el caso de Massa, porque representaba lo peor de un peronismo populista, demagógico y corrupto que había gobernado, con resultados desastrosos, durante 16 de los últimos 20 años. En el caso de Milei, porque se lo consideraba un outsider producto de las redes, de ideas estrafalarias y modos agresivos, sin ninguna experiencia política, sin partido, sin estructura y con un estilo más adecuado para las polémicas televisivas que para asumir la primera magistratura. Su aparición era la expresión más clara de la decadencia política argentina.
Sin embargo, al quedar sorpresivamente fuera de carrera la candidata de Juntos por el Cambio, los votantes antikirchneristas empezaron a ver a Milei con otros ojos. Era para muchos el mal menor y sus propuestas, que hasta ese momento resultaban anodinas, pasaron a tener una cierta lógica, tal vez como fruto de la necesidad de autojustificar esa mutación. Para estos votantes el objetivo fundamental de la elección consistía en terminar con un kirchnerismo que, para colmo de males, en su último turno –el de Alberto Fernández, Cristina Kirchner y el propio Massa– había mostrado su peor cara.
La mayor parte de mis amigos coincidía con esa idea y criticaban mi decisión argumentando que el voto en blanco allanaba el camino al triunfo de Massa y permitiría la perpetuación del kirchnerismo. Era un argumento que no podía descartarse sin buenos motivos, pero después de reflexionar sobre las posibles consecuencias electorales y escuchar opiniones de todo tipo, me afirmé en la decisión de votar en blanco por las razones que paso a fundamentar.
En primer lugar, porque yo consideraba que lo que estaba en juego en esa elección no era tanto la supervivencia o muerte del kirchnerismo, como muchos sostenían, sino la permanencia de un populismo que, salvo en unos pocos períodos, había caracterizado la política argentina durante más de siete décadas y, muy especialmente, durante los gobiernos kirchneristas.
Desde 1983, a pesar de algunos contratiempos, la democracia se fue afianzando y la ciudadanía pudo expresar su voluntad con total libertad. Por el contrario, la República y sus instituciones se debilitaron por un populismo y una concentración del poder presidencial que fueron corroyendo nuestra cultura política y degradando el régimen republicano, representativo y federal establecido por nuestra Constitución.
Era imprescindible por tanto recuperar la República y restablecer el pleno funcionamiento de sus instituciones pero, lamentablemente, los dos candidatos que llegaban al ballotage eran populistas de escasa vocación republicana, que aseguraban la continuidad de un mal que estaba en el origen de nuestra decadencia institucional.
Las perspectivas no nos permitían abrigar mayores esperanzas. Massa había demostrado su falta de escrúpulos y lo que era capaz de hacer con el poder en sus manos. Su turbia y zigzagueante trayectoria política, su inconducta personal y su desastrosa gestión durante el gobierno de Alberto Fernández lo descalificaban totalmente como alternativa posible.
Milei podía al menos hacerse acreedor del beneficio de la duda. Era nuevo en estas lides y cabía la posibilidad de alguna sorpresa favorable. Era una apuesta peligrosa, pero cualquier cosa parecía mejor que el triunfo de Massa y a mucha gente esto le resultó un buen incentivo para votar por él. Después del fracaso de Macri como propuesta de cambio dentro del sistema y de la falta de líderes políticos en las fuerzas tradicionales, muchos creían que era el momento de optar por una alternativa radicalmente diferente que proponía terminar con toda la clase política (que llamaba casta) y con el sistema en que se sustentaba su poder. En el contexto de angustia, desesperanza y desconfianza en la política que imperaba en la sociedad, era una propuesta que podía presentarse atractiva, pero ocultaba un populismo autoritario de consecuencias ya bien conocidas.
Se definía como libertario, pero políticamente se alineaba con las autocracias de derecha que empezaban a reaparecer en el mundo. No aceptaba el más mínimo disenso y con su estilo agresivo, sus permanentes agravios y su desprecio por la política y las instituciones no podíamos esperar que pudiera, o quisiera, lograr los consensos necesarios para gobernar democráticamente y pacificar una sociedad marcada por profundas antinomias. La lógica amigo/enemigo, que tanto había hecho por la fractura social, seguiría teniendo la misma vigencia que durante los muchos años de kirchnerismo. Era lo opuesto de un verdadero liberal y con su fundamentalismo antiestatal amenazaba con llevar a la sociedad hacia una especie de Estado de naturaleza hobbesiano.
Aunque podía parecer que nos obligaban a elegir entre la silla eléctrica y la cámara de gas, en realidad no estábamos ante una disyuntiva binaria, ¡había una tercera opción: el voto en blanco!
Una cantidad significativa de votos en blanco sería la expresión ciudadana de disconformidad con ambas candidaturas y, sobre todo, un contundente mensaje a la oposición instándola a mantenerse unida y conformar un bloque fuerte e independiente en el Congreso que pudiera equilibrar el poder presidencial y pusiera freno a las tendencias autocráticas que mostraban ambos contendientes. La democracia exige reconocer la existencia y el equilibrio de mayorías y minorías que, en lugar de sumarse al ganador para lograr alguna cuota de poder, acepten en plenitud el rol de oposición que les ha asignado la ciudadanía, construyan una verdadera opción de poder para el futuro y, en nuestro caso, mantengan vivo el ideal republicano. Hay tratadistas que sostienen, con mucho fundamento, que la calidad de una democracia se puede juzgar, principalmente, por la calidad de su oposición.
Con esa intención voté en blanco. No lo hice como resultado de la indecisión o la indiferencia y mucho menos del desinterés por los asuntos públicos. Tuvo un sentido positivo. Fue un grito esperanzado por el fortalecimiento de nuestra degradada democracia republicana y liberal.
A un año de ese ballottage estoy seguro de haber tomado la decisión electoral correcta aunque, lamentablemente, el resultado demostró que quienes pensábamos así éramos una minoría marginal. El miedo sembrado por ambos contendientes durante la campaña arraigó en los votantes de Juntos por el Cambio que entraron al cuarto oscuro con la intención casi excluyente de impedir la continuidad del kirchnerismo. Quedó así asegurado el triunfo de Milei y, como yo tanto temía, el bloque opositor, que ya había sufrido el alejamiento de un sector del PRO en cuanto se conoció el resultado de la primera vuelta, terminó de romperse totalmente a poco andar.
Los éxitos del Gobierno en materia fiscal y monetaria, con la consecuente reducción drástica de la inflación, no deben hacernos olvidar que el liberalismo es una ideología de profundas raíces éticas que no se agota en su mera expresión económica y abomina de toda forma de autocracia. Que en la acción de gobierno los medios utilizados son tan importantes como los objetivos perseguidos; que no se ha hecho nada por pacificar una sociedad crispada y dividida con más del 50% de pobres; que la búsqueda de la igualdad no es patrimonio exclusivo del discurso marxista; que es necesario reconstruir el tejido social y cerrar sus grietas terminando con la lógica amigo/enemigo; que es imprescindible respetar la división de poderes, la libertad de expresión y la prensa independiente; fortalecer la calidad e independencia de la justicia y dar a la educación la importancia que merece como motor de transformación social y desarrollo.
La política es respeto, diálogo y consenso y es preocupante el sesgo autocrático que caracteriza la gestión de Milei. Temo, además, que el éxito económico que todos deseamos pudiera abrir la puerta a proyectos institucionales que postulen cambios en el régimen político que establece nuestra Constitución. Las actitudes y declaraciones presidenciales y de su entorno más cercano no ayudan a despejar ese temor, pero esperemos que el Presidente sea fiel en los hechos a su tan admirado Juan Bautista Alberdi.