Nuestro debate económico “real” no circula entre “liberalismo” y “socialismo”, a pesar de hacer uso abusivo de esos términos. Y no es por ser vanguardistas. No discutimos qué aspectos de la economía deberíamos liberar a la competencia y cuáles regular (y por qué), o si conviene generar agencias de intervención económica, o cómo el sistema fiscal mejora o empeora la distribución del ingreso, etc. Esos son los debates recurrentes en las sociedades con buen desempeño económico. Sobre todo, no estamos dispuestos a constatar datos y elementos de contexto que nutran la conversación. Tentados por vencer, no asumimos el desafío de ser pragmáticos.
Alguien definió la economía como “la ciencia de la escasez” y se supone que la gestión del conocimiento económico debe contribuir a generar riqueza y a pensar cómo ésta satisface necesidades humanas. Tenemos muchos prejuicios para hablar seriamente de la riqueza: sostenemos posiciones hipócritas, reduccionistas, pendulares u oportunistas. Es raro conversar de economía sin valorar en toda su dimensión la riqueza. Es más fácil hablar de “luchar contra la pobreza” soslayando que, para hacerlo, debemos ampliar nuestra base de recursos y capacidades disponibles.
En un extremo, asociamos la riqueza al lujo, a la obscenidad, a la injusticia, al descuido por el entorno. En el otro extremo la exaltamos, no le reclamamos ninguna responsabilidad y la liberamos de toda carga social. Nuestro “rollo” con la riqueza es un límite sutil a la solución de nuestros problemas. Sin resolverlo, todo plan económico tendrá un hándicap negativo. Así como la libertad es la madre de todas las virtudes morales, es la riqueza material (y no la pobreza) la que nos pone ante el dilema de la austeridad, la responsabilidad y el cuidado. Circulan por la Argentina tres pensamientos económicos dominantes, que enmarcan el debate realmente existente:
1. El “buenismo”, que supone que se puede hacer economía sin costos. Para el buenismo se puede bajar el gasto público sin reacción social, se pueden subir gravámenes sin que se incremente la informalidad, etc. El buenismo, más liberal o más estatista, confía en la voluntad política de manera acrítica. Supone que los deseos expresados en un listado Excel nunca enfrentarán la dura resistencia de los intereses y las restricciones. Vive persistentemente en el deseo de obtener resultados sin esfuerzos.
2. Tenemos un extremismo antiestatista convencido que se puede hacer economía sin bienes públicos, que la economía puede funcionar sin soporte público. Van más allá del liberalismo clásico, reniegan de cualquier rol económico estatal, denominan “robo” a los impuestos y ladrones a los representantes públicos. En un rasgo de antipluralismo, consideran sus ideas moralmente superiores.
3. Por último, otra corriente con fuente en las encíclicas papales (o en sus interpretaciones deformadas), que llamaremos “vaticanismo”. Una idea de economía austera, igualitaria, ajena a las revoluciones tecnológicas contemporáneas o incluso antitecnológica. También con un evidente sesgo moralizante; con énfasis en actividades, transacciones y procesos que se consideran buenos o malos de conformidad a criterios extraeconómicos.
El buenismo es un fraude, prescinde de la complejidad, cree que los nudos gordianos de nuestra trama económica pueden resolverse dialogando. El diálogo contribuiría a generar reformas, pero lo cierto es que si no nos animamos a decir sobre qué y cómo, las propuestas se parecen más a un mercado de favores y ventajas, que a la imprescindible visión acerca de qué esfuerzos son necesarios para desenvolvernos mejor.
El extremismo de derecha denuncia un Estado agotado y cooptado tanto por modos corruptos de vinculación con el tejido empresarial, como por quienes le imponen restricciones desde una corrección política declamativa e ineficaz. Sacralizan la acumulación de riqueza como fuente inequívoca de resolución de toda la agenda económica, aun cuando hay evidencia en contrario de esa perspectiva lineal.
El vaticanismo, al tiempo que hace reflexiones sobre la equidad, prescinde del rol de la acumulación en la búsqueda de ser una sociedad más productiva y con mayores posibilidades de justicia.
Las tres corrientes tienen un problema con la riqueza: unos porque creen que emerge de las buenas intenciones, otros porque creen que su acumulación no es nunca conflictual, y los terceros porque le atribuyen una carga moral negativa. Si como sociedad no cambiamos nuestro modo de ver la riqueza y la pobreza, nuestras opciones económicas siempre serán problemáticas.
El enriquecimiento como fenómeno de ampliación de horizontes excede e incluye a la riqueza material. Una sociedad que construye legítimamente riqueza se enfoca en su organización, en la calidad de sus relaciones, en la construcción de capacidades sociales, en la previsión frente a eventualidades, en el cuidado de sus recursos, en la calificación de sus integrantes. No es casual que la Argentina de nuestros abuelos, deslumbrante de logros culturales, se corresponda con un país generador de riqueza.
No seremos más justos si no somos más prósperos. Si queremos vivir mejor, tenemos que generar más riqueza del mejor modo y alentar a las personas a luchar por sus proyectos. El desafío de enriquecernos tiene el costo de pensar y construir las instituciones económicas que nos permitan desenvolvernos mejor. Para que cada uno pueda hacer mejor lo que hace, y atreverse a hacer cosas nuevas. Para que a todos nos vaya bien, a muchos les tiene que ir muy bien.
Al final del camino, la economía es: recursos + esfuerzo + talento + organización. El sistema institucional debe generar un marco para que se cuiden y amplíen los recursos, para que valga la pena el esfuerzo, para retener y atraer talento y para que el resultado del esfuerzo sea apropiable. Desde que perdimos un patrón de crecimiento consistente, el país se desenvuelve en el marco del coyunturalismo. Nuestra deriva económica erosiona la democracia y la convivencia, el país se ha vuelto no solo más pobre, sino dual y prejuicioso.
Sin visión, todos los instrumentos parecen inútiles. Los recursos que se detraen al sector privado parecen alimentar una voracidad insaciable. Por eso, y por su pésima confección técnica, me opuse a la sanción del “Aporte Solidario Extraordinario”. La capacidad de imposición del Estado no es infinita y está signada por un vínculo de legitimidad que, en la Argentina, está deteriorado. Hay tensión fiscal en el país, la cual se expresa en el auge de la informalidad y en la migración de contribuyentes.
Al paso de evitar las reformas, celebrar todo expansionismo público en nombre de la lucha contra la pobreza y de creer que la capacidad contributiva es infinita, nos transformamos en un verdadero infierno fiscal. La Argentina está viviendo un proceso larguísimo de descapitalización. La descapitalización no es otra cosa que la destrucción de riqueza. No se invierte lo que se tiene que invertir, ni siquiera para mantener el stock de riqueza. Necesitamos esa riqueza que no generamos para recuperar la esperanza y la justicia.
Corresponde abandonar las visiones simplificadoras para asumir la tarea consistente de recuperar nuestra economía, tomando en consideración nuestras particularidades socioculturales, nuestras tareas incumplidas y nuestras debilidades. Pero igualmente conscientes de que con esfuerzo, organización y tenacidad podremos construir un modelo consistente; siempre y cuando nos animemos -con decisión y responsabilidad- a ser más ricos, a multiplicar las oportunidades y a celebrar la creatividad y los logros bien habidos como frutos del talento humano que merecen ser alentados y valorados.
Publicado en La Nación el 29 de noviembre de 2020.
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