En la opinión pública parece estar cumpliéndose aquel vaticinio de Mark Riedl, en relación con la inteligencia artificial, de que “cuanto más digas que es inteligente, más personas se convencen de que es más inteligente de lo que es”. Impresionados por sus espectaculares avances, se han disparado las expectativas en cuanto a sus prestaciones e incluso hay quien se aventura a predecir el momento en que nos superará en inteligencia.
La cuestión no es saber cuándo se producirá esa superación y en virtud de qué principio puede hacerse tal predicción, ni siquiera si es algo deseable, sino de qué tipo de inteligencia hablamos, porque tal vez haya un equívoco desde el comienzo. Puede ocurrir que no haya rivalidad, competencia o amenaza de sustitución porque en última instancia se trata de dos inteligencias diferentes.
La actual IA es potentísima al procesar gran cantidad de datos, pero no en la producción de nuevas visiones y conocimiento o las recomendaciones acerca de fenómenos nuevos sobre los que se carece de datos o información. El poder computacional es cálculo veloz y procesamiento de mayor cantidad de datos, pero no inteligencia.
En la inteligencia artificial y el análisis de datos hay mucha fuerza bruta computacional, pero no una comprensión del contexto mundano. La idea de una superación o reemplazamiento de nuestra inteligencia se ha tomado demasiado en serio la fase inflacionaria en que estamos.
ChatGPT y otros artefactos que le sucederán son productos increíblemente capaces de procesar información y lenguaje sin saber de qué va, es decir, serían inteligentes hasta el límite en el que comienza la comprensión del mundo. La IA puede traducir textos, realizar diagnósticos médicos e imitar patrones de conducta humana, pero sin comprender realmente todo ello.
Lo que hace a los sistemas de IA tan difícilmente comparables con los términos humanos es que son capaces de adquirir un impresionante nivel de conocimiento experto sin haber adquirido antes un sentido común rudimentario.
La IA es un conjunto de técnicas geniales para aprenderse el mundo de memoria. Aunque sobrepase la potencia calculatoria del ser humano, es incapaz de dar una significación a sus cálculos.
Lo que nos hace únicos a los humanos no es la precisión y exactitud, sino, por así decirlo, lo contrario: estamos continuamente pensando en aproximaciones y gestionando situaciones imprecisas; tenemos una especial capacidad para atender a lo singular y a la excepción. Las faltas de claridad las compensamos con aquello que nos hace más humanos: conciencia, empatía, intuición, afecto.
Por contraste, las limitaciones cognoscitivas de la IA se deben a que es un conjunto de técnicas inapropiadas para un mundo abierto, que funcionan para problemas muy específicos donde las reglas no cambian y cuando se dispone de muchos datos. La inteligencia artificial resuelve cierto tipo de problemas que la inteligencia humana no es capaz porque esta no puede examinar los datos necesarios o a la velocidad que se requeriría. La superioridad de las máquinas es clara cuando se trata de cálculos que no se basan en la ruptura de reglas, sino en su correcta aplicación, pero hacer un chiste o combinar metafóricamente ámbitos semánticos diferentes requieren otras capacidades.
Un espacio de acreditación de esta versatilidad humana es la comunicación. Y es que la comunicación humana discurre en buena medida entre ambigüedades y plurivocidades. No es posible flirtear sin sugerir, la publicidad sin exageración, una sátira sin contexto, no hay humor sin plurivocidad. La IA es precisa, reproducible y universal, pero carece de flexibilidad y particularidad. Los robots se parecen demasiado entre sí, en contraste con los humanos y con las soluciones que proponemos. Esta es la causa de que sea tan difícil para los humanos ponerse de acuerdo y que se necesite tanto tiempo para negociar, siendo esta la causa de nuestro pluralismo, pero también de muchos conflictos.
Estamos sobrevalorando los progresos de la IA e infravalorando la complejidad de la comprensión humana del mundo. El reduccionismo de la inteligencia a gestión de datos y cálculo es lo que explica que estemos cediendo poder a unas máquinas que no son muy fiables, especialmente en lo que se refiere a valores humanos, sentido y visión de conjunto o su inserción en una sociedad política, con sus prioridades y sus objetivos de equilibrio, sostenibilidad o igualdad.
Una crítica de la razón algorítmica debería ser una crítica de la razón incorpórea. Frente al “mundo posbiológico” en el que Moravec presagiaba el dominio de unas máquinas pensantes, cada vez se hace más evidente que el conocimiento humano solo es posible en un medio corporal, en contextos biológicos capaces de generar una conciencia como fenómeno emergente, algo que ningún sistema mecánico puede hacer.
Nuestro pensamiento y experiencia dependen de nuestro cuerpo, que tiene un papel activo en los procesos cognitivos. Seguramente nadie ha expresado con más fuerza poética esta corporalidad de nuestro conocimiento que Nietzsche: “No somos ranas pensantes, ni aparatos sin entrañas registradores de la objetividad; debemos dar constantemente a nuestros pensamientos, desde nuestro dolor y maternalmente, todo lo que tenemos en nosotros de sangre, corazón, fuego, deseo, pasión, agonía, conciencia, destino, catástrofe”.
Publicado en Clarín el 12 de febrero de 2024.
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