martes 1 de julio de 2025
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Ninguna potencia deseaba la primera guerra mundial

La política internacional no opera mecánicamente. No se rige por causas lineales, ni responde a decisiones aisladas. Las relaciones internacionales no deben analizarse sólo a partir de las decisiones de los actores, sino de las configuraciones que esas decisiones generan.

Lo que cada Estado hace para aumentar su seguridad (rearme, alianzas, disuasión) puede terminar reduciendo la seguridad de todos: es el dilema de seguridad en acción. Un fenómeno clásico, pero que en los sistemas complejos se intensifica hasta lo caótico.

La teoría de la complejidad nació en el campo de la biología, para explicar cómo organismos vivos —como ecosistemas o sistemas neuronales— logran estabilidad dinámica sin necesidad de un centro de control. En estos sistemas, como explicaron Edgar Morin, Ilya Prigogine y Stuart Kauffman, los efectos no son proporcionales a las causas, y lo inesperado es regla, no excepción. Funcionan más bien como un sistema complejo: no lineal, retroalimentado, impredecible, donde pequeñas alteraciones pueden tener consecuencias desproporcionadas.

Se trata de sistemas abiertos, adaptativos, con múltiples niveles de interacción, que muestran comportamientos emergentes. Pero sus principios —no-linealidad, interdependencia, retroalimentación y sensibilidad a condiciones iniciales— resultan especialmente útiles para entender fenómenos sociales, donde la acción de cada parte modifica a todo el conjunto.

Las guerras, entendidas desde esta perspectiva, no son decisiones racionales individuales, sino desenlaces sistémicos de dinámicas mal gestionadas o incomprendidas. La historia de las guerras mundiales lo demuestra. Ninguna potencia deseaba la Primera Guerra Mundial.

Austria-Hungría quería castigar a Serbia, Alemania buscaba evitar el cerco ruso-francés, Francia quería disuadir a Alemania, y Gran Bretaña dudaba hasta el último momento. Como escribió en sus memorias David Lloyd George, primer ministro británico: “Los estadistas se deslizaban dormidos hacia el abismo”. Nadie imaginaba que un atentado en Sarajevo llevaría a una guerra total. Pero el sistema —alianzas automáticas, planes militares irreversibles, nacionalismos inflamados— se comportó como un ecosistema crítico, donde cualquier chispa era suficiente para incendiar Europa.

La Segunda Guerra Mundial mostró otra cara de la complejidad: la falsa linealidad de las soluciones políticas. Se creyó que apaciguar a Hitler mantendría la paz; se pensó que dividir a Polonia con la URSS contendría la expansión; se subestimó el poder disruptivo del nacionalismo revanchista. Cada decisión era racional en su momento, pero el conjunto creó un patrón emergente que desembocó en la guerra más devastadora de la historia.

No se trató de un plan maestro, sino de una interacción sistémica mal comprendida. Hoy, ante la guerra reciente entre Irán e Israel, la teoría de la complejidad nos ofrece no una predicción, sino una advertencia. La guerra total es una opción para que Israel mantenga superioridad estratégica o Irán sostenga su red de disuasión regional. Pero el sistema —que incluye actores no estatales como Hezbollah, grupos insurgentes, intereses estadounidenses, presiones internas y redes digitales— es inestable y altamente acoplado. Cualquier incidente puede disparar una cadena de acciones no deseadas.

Los sistemas complejos tienen puntos de inflexión, umbrales a partir de los cuales ya no hay marcha atrás. Lo que empieza como un ataque selectivo puede convertirse en una guerra regional. Lo que se planea como contención puede escalar hacia colapsos energéticos, desplazamientos masivos de población, o incluso ciberconflictos globales.

Como en las guerras pasadas, los protagonistas no siempre son quienes deciden el curso final. Y muchas veces, las opciones más racionales son las que producen consecuencias irracionales. En los sistemas complejos, la emergencia —la aparición de propiedades que no estaban en los elementos individuales— es central.

La guerra ya activó efectos secundarios regionales: la inestabilidad del régimen iraní -sin proxies como Hamas, Hezbollah o los Hutíes- abre una nueva geopolítica para Siria, Türkiye, Qatar y Arabia Saudita. En el plano económico, el mercado petrolero -más aún de cerrrase el estrecho de Hormuz- dará paso a nuevos cálculos energéticos y geoeconómicos para India y Rusia.

La historia, leída desde la teoría de la complejidad, nos dice que las guerras no estallan por diseño, sino por interacción. Y que los peores escenarios no son los más probables, sino los más subestimados.

En este tiempo de equilibrios rotos, decisiones reactivas y entornos altamente interconectados, el conflicto entre Irán e Israel debe pensarse como una advertencia. Porque lo impensado ya ha ocurrido antes. Y no pensar lo complejo es una forma moderna de repetir lo trágico.

Publicado en Clarín el 30 de junio de 2025.

Link https://www.clarin.com/opinion/potencia-deseaba-primera-guerra-mundial_0_fgTdL0V4k3.html

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